Concesión al absurdo
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
El Financiero 19/2/01
Concesión va, concesión viene... ¡y nada! Por más de ocho años hemos invertido tiempo, ilusiones y recursos en esto, inútilmente. Se hicieron estudios y se promovieron discusiones; se aprobó primero uno y luego otro proyecto de ley; ha habido intentos por utilizar el mecanismo de concesión de obra pública para esto y para aquello, y en casi todos lo hemos visto fracasar. Una veces por razones achacables a los gobiernos, otras a las empresas, y otras a los bancos.
Claro que no tenía que ser necesariamente así, y alguna obra todavía podría construirse por esta vía. Pero hemos perdido mucho tiempo y la pregunta sigue ahí: ¿tiene sentido el mecanismo de obra por concesión?
Dos argumentos principales lo sustentaron. Uno, fue atraer recursos frescos de inversión. Dada la escasez de recursos fiscales y el alto endeudamiento público, la obra por concesión podría significar el acceso a nuevas fuentes de financiamiento para nuestros países. Y otro, fue pensar que la concesión era una forma de reducir el papel del Estado y aumentar la participación de la empresa privada y, por tanto, un paso en pro de la eficiencia y la transparencia.
En lugar de que los gobiernos se endeudaran más para contratar la construcción de obras públicas de gran magnitud, con los consabidos problemas de estrechez fiscal, burocratismo, corrupción y demás, se pensó que la concesión traería recursos frescos y funcionaría de manera ágil y transparente: las empresas seleccionadas aportarían el capital, construirían las obras, y recuperarían con creces la inversión mediante algún tipo de peaje o cobro al usuario.
No ha sido así. Y ante los hechos, testarudos, surgen preguntas tan obvias que tal vez por eso mismo no nos las hicimos a tiempo.
¿Por qué las empresas han tenido tantos problemas para aportar o conseguir el financiamiento para estas obras? ¿Por qué han tenido que recurrir para ello al Banco Mundial, al Banco Interamericano, y hasta a bancos nacionales? ¿Por qué en lugar de aportar recursos frescos, la concesión más bien ha tendido a ser financiada con los mismos recursos que antes financiaban los proyectos públicos? Más aún, si estas obras efectivamente se pueden financiar con creces mediante el pago de los peajes ¿por qué no se podía utilizar el mecanismo ya conocido, mediante el cual el gobierno recurre al financiamiento externo, contrata a una empresa para que construya las obras, y utiliza luego los peajes para repagar la deuda?
No hay respuestas razonables a estas preguntas. Si la concesión no sirve para que los países tengan acceso a nuevas fuentes de financiamiento, a fuentes que de otra manera no habrían estado disponibles, entonces el mecanismo no tiene ningún sentido. ¿Por qué, entonces, hemos tratado de usarlo con tanto ahínco?
La explicación está en una moda ideológica que ha prevalecido tanto en nuestros países como en los organismos financieros internacionales, que decidieron cerrar las puertas del financiamiento público y abrir las del financiamiento privado, aún en áreas en las que esto no sólo no se justificaba, sino que podía resultar contraproducente. Los recursos que normalmente financiaban el endeudamiento público externo, ahora se trataron de canalizar directamente a las empresas constructoras mediante un mecanismo más complejo, más engorroso, con más riesgos y portillos. Riesgos que resultaron absurdos para conseguir recursos que debieron haber estado disponibles de todas formas.
Hemos perdido mucho tiempo, y muchos recursos. Pero claro, el rendimiento de cuentas nunca llega tan lejos. Aprendamos, al menos.