Cuando bajan los salarios
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
La República, 10/4/91
El razonamiento parece bastante sencillo: para estabilizar la balanza comercial, hay que fomentar las exportaciones y frenar las importaciones. Para ello –nos dicen—lo que se necesita es devaluar el colón. Al devaluar, el precio en dólares de nuestras exportaciones baja, y el precio en colones de nuestras importaciones sube. En consecuencia –se espera—las primeras aumentarán y las segundas se contraerán.
Puesto así, esto es tan cierto como que quien no tiene plata no puede comprar o, como dirían mis colegas economistas, no puede demandar bienes y servicios. Eso es precisamente lo que se busca: que la gente no tenga mucha plata para que no pueda demandar muchos bienes importados (de paso tampoco podrá demandar bienes producidos en el país). Esta política, hay que reconocerlo, funciona: al reducir la demanda interna, reduce los desequilibrios existentes.
Sin embargo, tiene un problema: si los salarios nominales crecen de acuerdo con la inflación, de manera que los trabajadores no pierdan poder adquisitivo, se anularía el efecto buscado con la devaluación. Así, en este enfoque, la contracción de la demanda interna y las importaciones depende, fundamentalmente, de la contracción de los salarios reales. En buen español, el éxito de esta política económica parecería depender del fracaso de la política social.
¿Qué pasa mientras tanto con la demanda externa? Y, sobre todo ¿qué pasa con la capacidad productiva nacional, con nuestra oferta exportable? El argumento neoliberal parece contundente: con la devaluación y la reducción de los salarios reales el país se reencontraría con sus verdaderas ventajas comparativas, volvería a ser competitivo en los mercados internacionales, sus exportaciones crecerían, y su balanza de pagos se mantendría en equilibrio.
Pero ¿permitiría esto una mejora sistemática de las condiciones de vida de la población? Costa Rica ya se planteaba esta pregunta hace más de cuarenta años, cuando Figueres anunciaba al país su política de salarios crecientes. ¿Qué habría pasado en Estados Unidos –se preguntaba—si los sindicatos y los gobiernos de ese país no hubiesen impulsado una política de salarios crecientes? En tal caso –decía don Pepe—Estados Unidos “no sería un país industrial en la escala en que lo es hoy, ni en nada que se le asemeje (...). Los sueldos bajos hubieran mantenido al pueblo en normas de vida modestas; no habría habido capacidad de consumo para los productos industriales. La industria no habría procurado el adelanto científico. La ciencia se hubiera quedado en los laboratorios, y apenas si hubieran podido construirse unos pocos millares de radiorreceptores, unas cuantas refrigeradoras, algunos automóviles, por los métodos de la producción en pequeña escala, para unas cuantas familias privilegiadas, dueñas de la poca riqueza producida por la nación”. En fin, en ausencia de una política de salarios crecientes, los trabajadores actuales de los Estados Unidos “estarían viviendo igual, o poco mejor, que los de la América Latina”.
Y es que, en efecto, cuando los salarios no suben –o peor, cuando bajan—las ventajas comparativas que encuentra el país son las ventajas comparativas de la pobreza. Las inversiones que se atraen son aquellas que, para producir, usan mucha mano de obra a bajo costo, muy poco trabajo calificado, mucha materia prima importada y pocos insumos fabricados en el país. En pocas palabras, son inversiones que, si bien pueden aportar empleo y divisas en el corto plazo, lo hacen hipotecando el mediano y largo plazo del desarrollo nacional.
Con esta política, la economía nacional puede alcanzar la estabilidad, y los costarricenses siempre tendrán empleo... siempre, claro está, que estén dispuestos a trabajar por menos centavos de dólar que los demás.