Derecho de ser jóvenes
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
Revista del Sistema de Naciones Unidas, Panamá, 2000
Cada vez con más frecuencia, cuando se habla de juventud, se habla de problemas: los problemas de la juventud o, con más frecuencia aún, los problemas que se le achacan a la juventud. Y esto es todavía más evidente cuando nos referimos a esa parte de la juventud que no llega aún a los dieciocho años, ese límite formal que hemos fijado para admitirlos al mundo adulto y que, mientras tanto, los encasilla en la peyorativa adolescencia. Sí, para el mundo de hoy, los jóvenes parecen ser, principalmente, un problema.
No sabemos bien qué hacen los jóvenes, no sabemos tampoco qué quieren hacer y, lo que es peor, no sabemos qué hacer con ellos mientras se les pasa la juventud y se convierten, finalmente, en eso que – supuestamente – debieran llegar a ser: adultos responsables. Porque, la verdad, parece que sólo así entendemos la juventud o la adolescencia, no por lo que es, sino por lo que no es: los jóvenes ya no son niños pero tampoco son todavía adultos. No son niños, ya no están para jugar ni para cuidar de ellos. Además, no parece que a ellos les gusten ya aquellos juegos de niños, ni que quieran que sigamos cuidando de ellos como si fueran niños. Pero tampoco son adultos – nos decimos – todavía no están para trabajar ni para opinar o participar en las cosas serias de la vida. Y a juzgar por sus actitudes, tampoco ellos tienen mayor interés en esa vida seria y responsable – aburrida – que les ofrece la perspectiva adulta.
Así las cosas, lo único que se nos ocurre hacer con los jóvenes es tenerlos ocupados y tranquilos. Ojalá ocupados en algo que más o menos los prepare para la vida adulta. Y tranquilos, aunque para eso tengamos que atontarlos un poco y, a veces, castigarlos. Para eso, les hemos construido dos cajas ¿o serán más bien dos jaulas? Dos cajas pasivas: el aula y la tele. Y es en esas cajas que los jóvenes deben pasar la mayor parte de las horas del día, la mayor parte los días de la semana, la mayor parte de las semanas y meses del año. En el aula y en la tele. En la tele y en el aula. Ocupados y tranquilos.
Y luego ¿por qué nos asombramos? Los muchachos y las muchachas se aburren en el colegio. Pero ¿cómo no se van a aburrir si el colegio es terriblemente aburrido? Y los jóvenes se pegan a la tele, y no leen, y no discuten temas interesantes, y no se preocupan mayor cosa por los demás. Pero ¿cómo nos asombramos, si nosotros mismos los pusimos frente a esa chupeta electrónica, como tan apropiadamente la llamó McLuhan? Y claro, la chupeta no es solo la tele; si hablamos de los jóvenes de clase media para arriba, la caja tendrá distintas variantes ninténdicas que – si nos consuela – tal vez algo hagan por la coordinación viso-motora de los muchachos, mientras utilizan el joystick para apachurrar enemigos. La pantalla entretiene. La pantalla atonta. Pero también, como el aula, la pantalla aburre.
Y entonces los muchachos, aburridos, se quejan. No tenemos nada que hacer, no tenemos a dónde ir. Y aburridos y molestos, conversan, se juntan, ven qué se les ocurre. Y claro que se les ocurren cosas. Y por supuesto que no siempre nos gustan las cosas que se les ocurren, las cosas que pueden hacer para matar el tiempo, para no aburrirse, para vivir como jóvenes en una sociedad que no parece saber qué es eso, y a la que los jóvenes le estorban cada vez que se salen de sus jaulas, de sus cajas pasivas.
No sólo no hay espacios para los jóvenes en nuestras sociedades, tampoco hay un entorno particularmente estimulante. Los jóvenes no viven en un vacío, viven en ese mundo extraño y contradictorio que hemos ido construyendo. Un mundo capaz de ofrecer las mayores oportunidades, al tiempo que nos angustia con las más terribles amenazas. Un mundo en que se predican grandes valores y virtudes en medio de una exuberante oferta de vicios y mezquindades. Un mundo en que la razón coexiste de manera ambigua con los intereses y las pasiones. Un mundo en que la solidaridad y el egoísmo, la lealtad y las traiciones, la amistad y el desengaño, el afecto y el rencor, son momentos, aspectos, facetas intercambiables de la vida. Un mundo capaz de comercializar y poner precio a la vida misma. Lo que es peor, un mundo en el que cada vez es más marcado el tono de desencanto que adoba las discusiones públicas, cada vez más marcado el tufo del pesimismo, de la desesperanza. Y es precisamente en ese mundo en el que los jóvenes tienen que ver qué se les ocurre. Y nos asombramos de que a veces no nos guste lo que se les ocurre.
Así pues, los muchachos, aburridos, se quejan. No tienen nada que hacer, no tienen a dónde ir. Y así, aburridos y molestos, ven qué se les ocurre. Pero ¿qué se les puede ocurrir, qué pueden hacer, adónde pueden ir, dónde pueden estar? ¿Cuáles son los espacios para ellos? ¿Qué espacios hemos construido – o más bien dejado – para los jóvenes?
No hace falta pensarlo mucho. Basta conversar con ellos y tratar de hacerles alguna sugerencia, para darnos cuenta de que no hay muchas sugerencias interesantes que podamos hacer. ¿Por qué no van a...? Y ahí nos quedamos, con la frase inconclusa a mitad de la boca, tratando de identificar al menos una o dos de esa enorme variedad de actividades y lugares en las que – según nosotros – podrían gastar o aprovechar su tiempo los jóvenes. Pero no, no hay tal. Esos espacios no existen. Y no es que no existan del todo, por supuesto que hay algunos pequeños nichos, todos conocemos uno que otro ejemplo de lugares y actividades en que los muchachos y muchachas pueden pasar un buen rato, entretenidos, identificados, juntos. Pero ni son muchas, ni dan abasto para que, de verdad, el grueso de los jóvenes tenga opciones reales de vivir como joven. Los espacios y actividades que existen para ellos son completamente insuficientes.
¿Qué es lo que necesitan los jóvenes? Si partimos de sus propias quejas – que no hace tanto eran las nuestras – podemos empezar a intuir la respuesta. Los jóvenes no quieren estorbar o, más exactamente, no quieren que se les considere un estorbo. Pero tampoco quieren aburrirse. ¿Y quién lo quiere? No quieren que se les trate como un mientras tanto, quieren ser jóvenes, no ex-niños, no pre-adultos. Quieren sentirse útiles, pero a su manera. Quieren, en pocas palabras, tener derecho a su identidad de jóvenes, con todo lo que implica una identidad. En especial, quieren su espacio. Los jóvenes de hoy claman por espacios reales y concretos para vivir su juventud: quieren tener dónde y cómo entretenerse; quieren tener dónde y cómo verse, encontrarse, conocerse; quieren tener dónde y cómo expresarse, oírse y ser oídos. Quieren ser jóvenes.
Es en esta línea que podemos empezar a entender qué quieren y qué necesitan los jóvenes – los muchachos y las muchachas de hoy – y qué podemos hacer para, entre todos, ir abriendo esos espacios para la vida joven en nuestras sociedades.
Debemos crear más y mejores espacios y actividades de entretenimiento. Los juegos son fundamentales, pero no los juegos de niños, ni los de adultos, sino los juegos que los jóvenes quieren jugar, las cosas que despiertan su emoción, las cosas que los divierten. Los juegos, el deporte, las actividades culturales, la música, el baile, el teatro, el cine, los paseos, son todas actividades en las que debiéramos hacer esfuerzos importantes por abrir espacios que le gusten y le sirvan a los jóvenes para eso, para divertirse, para entretenerse. Pero tenemos que pensar estos espacios con ellos y para ellos, no desde una óptica meramente adulta. No se trata, por decirlo así, de construir más chupetas, se trata de un verdadero desarrollo del ocio y el entretenimiento que necesitan y al que tienen derecho los jóvenes.
Debemos crear más y mejores espacios y actividades de aprendizaje formal e informal, no sólo el aula, sino los medios de comunicación – incluida la tele – y los procesos de aprendizaje continuo. Aquí enfrentamos tantos problemas que es difícil saber por dónde empezar. Hay enormes problemas de cobertura, pues la mayoría de los muchachos y muchachas ni siquiera tiene acceso a las oportunidades educativas. Pero hay tantos o mayores problemas de calidad y relevancia en la educación que les ofrecemos, y sin resolver estos, poco sentido tiene encerrarlos en la j-aula del colegio. De nuevo, si bien un componente importante de la educación es la preparación para la vida futura – y, en esa medida, para la vida adulta – es importante ir más allá: es educación para la vida, pero eso incluye, de manera muy especial, la vida joven.
Uno de los aspectos vitales, y usualmente ausentes en nuestra educación, es la que refiere a la construcción de ciudadanía, al aprendizaje de los derechos y deberes del vivir juntos. Y sin importar lo que puedan decir las formalidades jurídicas de cada país, el vivir juntos es algo que no empieza a los dieciocho años. No sólo es posible, sino necesario, aprovechar los espacios de vida que se abren para los jóvenes – la casa, la escuela, el colegio, los clubes, los campos de juego, las organizaciones juveniles, los grupos religiosos, los clubes deportivos – para desarrollar desde allí los valores y las actitudes de una sana vida en común.
Pero no es sólo cuestión de entretenimiento y educación. Los jóvenes quieren hacer muchas otras cosas. Quieren, por ejemplo, tener amigos. Quieren tener espacios y oportunidades para conocer y hacer amistades. Quieren entender mejor qué es la amistad, cómo se vive, cómo se construye y reproduce, cómo los enriquece. Y, por supuesto, los jóvenes tienen un enorme y natural interés por el sexo. Quieren conocer y disfrutar del sexo, pero no quieren – ni tienen por qué – enfrentar las responsabilidades del sexo adulto. En particular, no quieren – ni tienen por qué – tener hijos, o contraer enfermedades. Espacios adecuados, información y educación adecuada, para una vida sexual adecuada a la juventud, es uno de los reclamos más intensos de los jóvenes; las consecuencias de esta carencia, nos golpea de manera brutal en los crecientes embarazos adolescentes, y en la también creciente amenaza del SIDA.
En síntesis, este llamado a reconocer la necesidad de abrir y transformar los espacios necesarios para que los jóvenes se sientan a gusto en su sociedad, para que se sientan útiles y aceptados como jóvenes, no es más que un llamado a reconocer uno de los derechos fundamentales de los jóvenes, y probablemente uno de los más cuestionados por la forma en que los tratamos día a día: el derecho a su identidad de jóvenes, el derecho a ser jóvenes. Los muchachos y muchachas quieren ser, precisamente, eso: muchachos y muchachas. Pero quieren serlo como parte de la sociedad, y no como una mera etapa incómoda pero inevitable en el tránsito que los llevará de niños a adultos.
Los jóvenes no son adultos-en-proceso. Son jóvenes, y tienen derecho a serlo. Los demás, tenemos la obligación de entenderlos como lo que son, y de garantizarles los espacios, el tiempo y los recursos para desarrollar su propia identidad. De paso, eso nos dará un derecho que, tal vez, acostumbrados a ver la juventud como un problema, habíamos olvidado que tenemos: el derecho a disfrutar de nuestros jóvenes, de su vitalidad, de su energía, de su audacia, de su inteligencia, de su sentido del humor, de su madurez y, sobre todo, de su afecto.