Diez, veinte, treinta, cuarenta...
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
El Financiero: 20 Diciembre 2004
El éxito había sido completo. Era una Costa Rica de primera. La integración había funcionado como se esperaba. De primera en exportaciones: once mil millones de dólares anuales más el turismo y las inversiones. De primera en crecimiento: seis por ciento anual, a veces siete. De primera en ingreso y en eficiencia: servicios rápidos, sin burocracia ni papeleo; empresas dinámicas, modernas, incorporadas y en línea; puertos y aeropuertos de calidad internacional; telecomunicaciones globales y a la altura: roaming, wireless, you name it. Y, claro, de primera en consumo, con malles exclusivos que ofrecían lo mismo – y al mismo precio – que las mejores boutiques del primer mundo; un primer mundo que se visitaba con frecuencia y, cada vez más, en casa propia, apartamento y, algunos, hasta en avión propio. Todo era de primera dentro de los confines de esa Costa Rica miracle mile que se extendía del dominio cada vez más inexpugnable de los condominios, hasta las playas (de hecho) cada vez más privadas; de las escuelas y colegios más selectos a las salas de cine vip y a los pequeños y siempre volubles bares y clubes de moda. Lo mejor al alcance de la mano y todo en esa Costa Rica en la que vivían unos diez de cada cien. Diez, todos conocidos.
Claro, había más. Había también una Costa Rica que, sin ser de primera, no llegaba tampoco a ser de segunda. Una Costa Rica relativamente cómoda; más que aceptable, se diría. Una Costa Rica profesional, educada, integrada y satisfecha. Una Costa Rica con cierta movilidad ascendente (pero no, no revuelta, no es lo mismo) compuesta por gerentes y altos ejecutivos de empresas grandes, profesionales exitosos y empresarios medianos. En fin, lo que se podría llamar una clase media alta: con un ingreso elevado y seguro, suficiente para garantizar una vida que, más que decente, era lujosa; con casa opulenta, dos o tres buenos carros, viajes frecuentes, par de empleadas domésticas, en fin, casi ricos. Y, por eso, una Costa Rica que, sin ser de primera, se sentía incluida y exclusiva: también de condominio, también de escuela y colegio privado, de clínica privada, de club privado en los que conviven con otros como ellos y con los hijos de otros como ellos. Una Costa Rica acomodada en la que vivían unos veinte de cada cien. Veinte, también bastante conocidos.
Pero había más. Había una Costa Rica de segunda. Más grande y ya no tan aceptable, no tan cómoda. Una Costa Rica en la que vivían treinta de cada cien costarricenses. Iguales, pero no tanto. Diez bien, diez regular, diez mal. Gamas, deltas y epsilones, habría dicho Huxley. Unos tenían un buen trabajo; otros, un trabajo decente; otros, trabajo. En todo caso, servían de algo y tenían de qué vivir. Casa, aunque no siempre propia, no siempre segura. Educación pública, no muy buena y empeorando, pero funcional. Salud pública, no muy buena y empeorando, pero eficaz. Televisión. Fútbol. Fiestas populares. Hacer turismo al mall (no, no a los malles exclusivos y excluyentes; a uno de los otros, mall al fin) y, de vez en cuando – porque sale caro – llevar a la familia a Puntarenas, a Cahuita o a algún parque público de los que no cobran. Algunos – no tan pocos – se habían ido, en parte. En parte, digo, porque de fuera enviaban regularmente sus remesas a la familia, aquella estrategia que inaugurara con tanto éxito inicial El Salvador, allá por los ochentas del siglo pasado, y a la que, junto con la dolarización, se fueron sumando el Ecuador, Guatemala y, finalmente, hasta los países que se creían inmunes. Como Costa Rica.
Pero hay más. Una Costa Rica oxymoron. Una Costa Rica pobre a la que algunos, intentando ser graciosos – y poco originales –, bautizaron Costa Pobre. O Costa a secas. Una Costa Rica de tercera. Costa Costa. O de cuarta. Costa Cuesta. O de quinta. Costa Rica. Pero grande. No estamos seguros – porque las estadísticas no son precisas en ese estrato al que los encuestadores no siempre llegan – pero se estima que pueden representar un cuarenta por ciento; un poco más, tal vez. Cuarenta de cada cien: los pobres. El doble que hace veinte años. El éxito ¿ha sido completo? En el año 2020, más de dos millones de costarricenses son pobres. De ellos, casi la mitad son extremadamente pobres. La mayoría vive en la ciudad – esa enorme argamasa metropolitana con la que nunca supimos bien qué hacer –, pero algunos han quedado atrapados por la miseria rural. Decir que integran el sector informal no sería más que un eufemismo para decir lo obvio: no tienen empleo, no tienen trabajo, no tienen oficio ni beneficio. En dos platos, sobran. Muchos no completaron siquiera una educación secundaria. O la completaron, pero de tan baja calidad que dio lo mismo. No tienen de qué vivir. Pero tienen que vivir. Y son muchos. Cuarenta de cada cien. Cuarenta, todos desconocidos, anónimos.
Y son cada día más. Pero, a diferencia de lo que ocurría en la obra de Huxley, no se fueron a refugiar lejos, a una reserva inaccesible y segura (digo, para nosotros). No. Se han quedado aquí. Se refugiaron, sí, pero en los resquicios y las grietas de esas otras Costa Ricas que habitamos. Y aprovechan bien esas grietas por las que se cuela hacia abajo, no siempre por las buenas, no siempre voluntariamente, algo de las otras Costa Ricas. Finalmente entendemos que el trickle down funciona cuando se le sabe hacer funcionar. Y ellos, como tienen que vivir, aprendieron a hacerlo funcionar. Ya hace veinte años, al empezar el siglo, se decía que la violencia aumentaba, que los asaltos eran cada día más frecuentes, que los robos de carro, que los secuestros… ¡qué ingenuos fuimos!
¿Cómo pudimos creer que las cosas se arreglarían solas? ¿En qué estábamos pensando? Estaba claro, a pesar de algunos necios, que teníamos que crecer. Sin eso, no había salida. Estaba claro, a pesar de los temores, que un país pequeño no podía subsistir por sí mismo: había que integrarse al comercio mundial, había que exportar, había que importar. Por supuesto. Crecer y exportar. Lo hicimos. También tuvimos éxito en la atracción de inversiones. Fuimos un ejemplo… ¿no? Bonito ejemplo: una sociedad que se integra hacia fuera, pero se desintegra hacia dentro. ¡Qué imbéciles! ¿Cómo no entendimos que no bastaba tener éxito si el éxito solo le llegaba al diez, al veinte o al treinta por ciento de la gente? Hablamos mucho de capital humano pero no hicimos nada por darle una educación de calidad a todos. Para eso no había plata... y la educación privada le resolvía el problema a diez, a veinte. Nos jactamos siempre de nuestro sistema de seguridad social, pero dejamos que la Caja se fuera desmoronando de a poco mientras las clínicas y hospitales privados le resolvían el problema a diez, a veinte. Lo mismo pasó con la vivienda, con la infraestructura, con los servicios: de primera, para quien tuviera con qué pagarlos – diez, veinte… ¿treinta? Nos olvidamos del resto. Y el resto creció: veinte, treinta, cuarenta…
Como sin darnos cuenta, estamos dejando que el país se nos parta en pedazos. Cuarenta, treinta, veinte, diez. Nueve, ocho, siete, seis… ¿cuánto nos falta? ¿sabremos evitarlo?