El ICE, los mitos y la tarea pendiente
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
Semanario Universidad, 31/5/00
¿Qué hacer con el ICE ahora que el “combo” fue echado abajo? Dada la urgencia que tenemos de responder esta pregunta – y aprovechando que don Eliécer Feinzaig, Directivo de ARESEP, ha aportado en La Nación argumentos interesantes para enriquecer la discusión “post-combo” – me permito discrepar y provocar mayor discusión.
Como muchos, don Eliécer argumenta que se necesita promover la inversión privada porque “las inversiones que el ICE requiere, tanto en electricidad como en telecomunicaciones, superan por mucho la capacidad del ICE, aun cuando se le permita reinvertir el cien por ciento de sus utilidades”. Eso es obviamente falso: si el negocio es tan rentable como para que un privado invierta, venda, y aún así obtenga ganancias, el ICE podría hacerlo con la misma o mayor facilidad. Cuesta pensar que alguna empresa pueda conseguir crédito para este tipo de inversiones en mejores condiciones o con mejor respaldo que el ICE. La razón por la que el ICE se ha visto limitado en sus inversiones es muy tonta (aunque lamentablemente muy efectiva): las crisis fiscales han obligado a mantener convenios con el FMI y otros organismos financieros internacionales – como el propio Banco Mundial – que cuantifican inversiones como las del ICE exactamente igual que si fueran gastos corrientes del gobierno, sin importar si esas inversiones están totalmente cubiertas por los ingresos futuros que generarán. Así las cosas, el ICE “no puede” invertir en este tipo de obras pero la empresa privada sí... pero sólo porque los organismos financieros así lo quieren, no porque exista una verdadera incapacidad financiera que justifique la apertura a la inversión privada (lo mismo aplica, por supuesto, a los esquemas de concesión de obra pública a los que nos hemos visto obligados a recurrir, a pesar de su evidente complejidad y riesgo).
Don Eliécer también argumenta que la participación de las empresas privadas se justifica porque estas actividades, al requerir tecnologías experimentales, demandan inversiones de muy alto riesgo. Por tanto, “es preferible dejar que el riesgo lo asuman inversionistas privados y no la sociedad como un todo”. Falso también: precisamente porque puede haber riesgos altos en una actividad que es de alto interés público es que se recurre a la inversión pública, ya que la privada, de fracasar, abandonaría la actividad dejando a los consumidores “colgando” y, de tener éxito, quedaría en una situación monopólica (u oligopólica) que le permitiría compensar con creces – y a costa de los consumidores – los riesgos incurridos.
En esta misma línea suele argumentarse que la necesidad de abrirse a la participación del sector privado viene de la incapacidad de una empresa pública para estar a la altura de los tiempos en términos del acceso a la tecnología de punta en este tipo de actividades, esas tecnologías “experimentales” a las que se refiere don Eliécer. También falso: tanto en el campo de la energía como – y sobre todo – en el de las telecomunicaciones, las empresas que prestan estos servicios no son las mismas que producen los equipos y la tecnología. Para prestar esos servicios, las empresas adquieren tanto los equipos como la tecnología en el mercado, exactamente como lo ha hecho el ICE a lo largo de su historia, y como lo podría seguir haciendo. Por lo demás, las tecnologías que se utilizan en energía y telecomunicaciones en nuestros países están lejos de ser experimentales. Argumentar que una empresa pública no tiene acceso a la tecnología que estas actividades requieren es un argumento tan débil que ni siquiera necesita ser rebatido conceptualmente, basta la anécdota: en varias de las más sonadas privatizaciones del cono sur, la empresa “de punta” que adquirió las empresas locales privatizadas fue... ¡la empresa pública de España!
Finalmente, don Eliécer argumenta que se requiere la inversión privada porque “existe un reconocimiento universal a que la competencia estimula la eficiencia y favorece a los consumidores”. Pero aquí don Eliécer, como buen economista que es (y lo es) debería saber que ese supuesto reconocimiento universal sólo aplica cuando usamos el concepto competencia en su sentido teórico más riguroso: el de la verdadera competencia perfecta de los modelos económicos... situación que está muy lejos de presentarse en el mundo real de las telecomunicaciones y la electricidad, actividades típicamente concentradas y oligopólicas en todo el mundo – como bien ha señalado Leiner Vargas, otro buen economista costarricense. Como el propio don Eliécer reconoce, “un modelo de mercado puro implicaría la renuncia a los fines de solidaridad social”, pero lo que no reconoce es que, en este caso, un esquema oligopólico podría ser el peor de todos los mundos: ni la eficiencia del mercado competitivo ni la equidad del servicio público democrático.
¿Por qué entonces promover la participación privada? Creo que caben dos argumentos. Uno, reconocido por don Eliécer al inicio de su artículo, no viene del beneficio público que se obtendría, sino del beneficio privado: “la necesidad de establecer reglas que hagan la inversión en estos sectores atractiva para la empresa privada”. Si esa es la razón, es una razón indiscutible... aunque podemos discrepar de ella con razones igualmente válidas: no nos parece que el criterio de rentabilidad sea el criterio adecuado para guiar las decisiones sociales en campos de alto interés público, en los que no existen adecuadas condiciones de competencia y en los que la experiencia internacional muestra que las posibilidades de una regulación efectiva son remotas.
El otro, es un argumento eminentemente pragmático: aún manteniendo la energía y las telecomunicaciones como actividades fundamentalmente públicas – es decir, manteniendo en el sector público la toma de decisiones de inversión y distribución relativas a estos servicios – el ICE puede y debe recurrir a la compra de bienes y servicios en el sector privado siempre que esta sea la opción más adecuada para el país. Esto no es nuevo, el ICE lo hace todo el tiempo: el ICE compra desde los teléfonos y los cables hasta las centrales telefónicas a la empresa privada; el ICE compra desde los switches y los cables hasta las turbinas de sus plantas hidroeléctricas en el mercado; el ICE subcontrata gran cantidad de sus actividades con empresas privadas y laborales, desde las reparaciones hasta las páginas amarillas; y el ICE, por supuesto, compra energía a empresas privadas desde sus orígenes y con esquemas contractuales diversos. Estos contratos pueden estar mejor o peor diseñados, mejor o peor administrados, pero son una clara opción adicional para la buena gestión gerencial del ICE, igual que lo son para cualquier empresa: ninguna empresa produce el cien por ciento de sus propios insumos, y muchas subcontratan importantes procesos de su propia actividad.
Lo que el ICE no puede abandonar es su derecho y obligación a planificar el desarrollo de largo plazo de estas actividades y, sobre todo, la responsabilidad que le compete de cara a los ciudadanos / usuarios: esa relación entre el sector público y los ciudadanos es indelegable e intransferible al sector privado a menos que se quiera efectivamente privatizar la actividad. No queremos delegar en el mercado, ni en la empresa privada, la responsabilidad de que los costarricenses sigan teniendo un acceso universal, de buena calidad y a un costo razonable a los servicios de energía eléctrica y telecomunicaciones que son vitales tanto para garantizar una adecuada calidad de vida como una sólida y dinámica capacidad productiva.
Pienso que en el contexto actual, reconociendo que – tanto en las calles como en las encuestas – los afanes privatizadores han topado con el límite definitivo de la reacción masiva de la sociedad; reconociendo además que la privatización no ofrece garantías de que el desarrollo de estas actividades respondería a las necesidades del tipo de desarrollo económico y social a que el país aspira; reconociendo que revoltijos oligopólicos como los que quedaron plasmados en el “combo” podrían a la larga ser un portillo para ineficiencias, inequidades y negociados que estarían lejos de lo que todos queremos; y reconociendo que el ICE enfrenta tanto problemas de eficiencia y rendimiento de cuentas como problemas de inflexibilidad financiera y administrativa, lo que procede en este momento es concentrarse en resolver esos problemas reales y no los problemas imaginarios con que se ha querido justificar una reforma proclive a la privatización.
Hoy por hoy, se trata de permitirle al ICE el tipo de administración que necesita para ser más eficiente y estar en capacidad de llevar adelante las inversiones que se requieren, tanto mediante mejoras en su acción directa como en su capacidad para utilizar más eficazmente los distintos tipos de contrato con el sector privado que están a su disposición. Las reformas a la legislación deben apuntar hacia ese fortalecimiento de la capacidad gerencial del ICE como empresa pública, perfeccionando tanto los sistemas internos de incentivos para promover la excelencia como los mecanismos mediante los cuales puede interactuar con la empresa privada nacional e internacional mediante contratos que reflejen con claridad los intereses y responsabilidades de las partes. Es fundamental garantizarle al ICE la capacidad de reinvertir permanentemente sus utilidades (y no por cinco años, como establecía un transitorio del combo) así como el derecho a financiar determinadas inversiones con crédito externo, siempre que ese crédito se pueda cubrir con los ingresos futuros que la inversión permitiría generar.
Pero se trata también de crear los instrumentos necesarios para exigirle al ICE, a sus jerarcas y a sus funcionarios, un permanente rendimiento de cuentas frente a la sociedad en su conjunto, de manera que el costo, la calidad y la cobertura de sus servicios reflejen el esfuerzo nacional y correspondan con las necesidades de nuestro desarrollo. Además, el ICE debe garantizar la solidaridad en el esquema de prestación de estos servicios: que la distribución de los beneficios y los costos responda a la decisión de la sociedad, y que los mecanismos para ello sean los más adecuados (y en esto creo que es preferible perfeccionar los mecanismos actuales de diferenciar las tarifas por niveles de consumo, para garantizar la progresividad, que recurrir al tipo de “fondos” propuestos en el combo y que parecen tanto insuficientes como fáciles de manipular). El ICE no es un fin en sí mismo, es y debe ser una institución de servicio público y, como tal, debe rendir cuentas.
Gran parte del malestar que explotó con la aprobación del combo tiene su origen, no en el combo ni en el ICE, sino en esa sensación de que los sectores medios del país se han ido quedando sin futuro, sin salida. El temor de que el país se nos parta en dos – con unos sacando ganancias de la globalización a costa del empobrecimiento de los otros – es real. Pero también es real el temor de que, por evitar ese riesgo, el país pierda sus oportunidades de desarrollo y retroceda gradualmente a un empobrecimiento generalizado en el que todos estaríamos peor. Para los costarricenses ambas opciones son inaceptables, y esa angustia se siente en la ambigüedad de las sensaciones que vivimos: sí queremos modernizar pero no... no queremos hacerlo si eso implica perder la solidaridad. Frente a opciones así, lo que Costa Rica necesita son nuevos motores. Necesitamos nuevos motores económicos, nuevos motores de integración y movilidad social, nuevos motores políticos.
Algunos pensamos que esos motores podrían estar ligados a las oportunidades que se nos han abierto con la revolución en las tecnologías de la información, sobre todo cuando partimos de los esfuerzos históricos que el país ha hecho en inversión social y en educación y, en particular, de los esfuerzos más recientes por dar un salto en la educación informática y en el desarrollo de actividades productivas que aprovechen y promuevan esa educación.
Pero para que eso sea algo más que una ilusión, algo más que una buena salida para unos pocos, es vital que apliquemos hoy a estas tecnologías la misma lógica de bienes y servicios públicos que supimos aplicar antes a los teléfonos y la electricidad. El ICE debe garantizar que los costarricenses sigan teniendo el acceso real a la energía eléctrica y a las comunicaciones telefónicas. Pero Internet es hoy lo que el teléfono fue ayer. Por eso, estas reformas deben permitir que el ICE dé un salto para que las nuevas tecnologías digitales y las nuevas formas de comunicación estén al alcance masivo de todos los costarricenses y sirvan de base para que los nuevos motores de crecimiento sean, también, los nuevos motores de la integración social.
Por la forma en que evolucionó el proceso hasta llevar a la aprobación prematura y posterior entierro del combo, parece que para enfrentar esta tarea con éxito, debemos revitalizar nuestra vida política de manera que, una vez más, la democracia encuentre sustento en un verdadero régimen de opinión pública. Esa es la tarea que realmente tienen en sus manos el Congreso y la sociedad costarricense.