El ICE: retos de eficiencia y equidad
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
Circulado vía Internet, Junio del 2000
Mi crítica al artículo inicial de Eliécer Feinzaig cuestionaba algunos de los argumentos que se han utilizado para justificar las reformas de corte más privatizador en energía y telecomunicaciones. El motivo para criticarlas es simple: si las razones para reformar algo son equivocadas la probabilidad de que se impulse una reforma errada es alta.
El problema del financiamiento
Con respecto al problema del financiamiento, empiezo por reiterar que no es cierto que las inversiones que necesitamos hacer superen por mucho la capacidad de inversión del país y del ICE y que, por ello, sea indispensable la entrada del capital privado a esta actividad. En este punto la réplica de Eliécer es débil. Mi error teórico radicaría – según él – en no darme cuenta de que el mercado de capitales no es perfecto (confieso que es la primera vez que me critican por no darme cuenta de que un mercado no es perfecto). Y mi error empírico vendría de no saber que “los bancos no financian nunca el cien por ciento de un proyecto de inversión”. Siendo un mercado imperfecto – argumenta Eliécer – los flujos de ingreso futuros del ICE serían muy inciertos por lo que “los prestamistas están dispuestos a arriesgar cantidades bastante limitadas sobre esta expectativa” y, de todas formas, nunca prestarían el total requerido.
Es claro que los mercados – y en particular los financieros – son imperfectos y nadie piensa que los bancos financiarían el 100% de los proyectos del ICE. Aún así, ni el ICE ni el país enfrentan una restricción financiera que exija la entrada del capital privado como inversionista en estos sectores. ¿Por qué?
En primer lugar, están los propios recursos del ICE, que incluso tiene un superávit acumulado tan grande que el propio gobierno querría ‘sacarle’ unos ochenta mil millones de colones, para reducción de la deuda interna. Esta no es una suma despreciable – son más de $250 millones, es decir, más que todo el PAE III – y el ICE podría utilizarla para sus inversiones sin costo financiero y, además, como colateral a cualquier financiamiento adicional.
En segundo lugar, y a pesar de los pesares, el ICE es probablemente la empresa más sólida del país, con un excelente historial financiero, con uno de los flujos de ingresos más seguros que se pueda pedir y con una experiencia amplia en obtener financiamiento externo, tanto así que fue la primera institución pública que logró una colocación de títulos en los mercados internacionales en excelentes condiciones.
Las restricciones que ha sufrido la inversión del ICE en las últimas dos décadas no han sido fruto de su propia incapacidad para aportar o conseguir ese financiamiento, sino del papel que ha tenido que jugar para lograr que el déficit fiscal parezca menor de lo que es. Ya sé que esto suena absurdo... pero es así: no importa si una inversión del ICE puede financiarse sola con los ingresos futuros que generen los servicios eléctricos o de telecomunicaciones; para efectos contables, esa inversión aparece como un enorme aumento del gasto durante el año que se ejecute. Y como los préstamos NO se ven como ingresos aunque financien inversiones de capital, esto hace que se eleve el déficit contable a niveles que parecerían inmanejables, aunque a la larga los ingresos proyectados superen con amplitud esos gastos. Traten de explicarle eso a los ‘técnicos’ del FMI.
Por supuesto, las inversiones del ICE también podrían verse frenadas si quienes tienen poder sobre esas decisiones tuvieran algún interés en ‘abrirle espacio’ a futuras inversiones privadas en estos sectores generando artificialmente una demanda insatisfecha por estos servicios – o comprando tecnología obsoleta. Esperemos que no haya sido ese el caso.
Si ese es el problema del financiamiento ¿Cuál sería la solución correcta?
Con un mal diagnóstico, Eliécer propone una salida errónea. Según él, el problema tiene que ver con una supuesta incapacidad financiera del ICE o del país, de manera que como “las necesidades de inversión del país superan esa capacidad, no es posible invertir más sin atraer recursos adicionales a la industria”. Estos recursos – nos dice – “pueden provenir del sector público (mediante aumento de los impuestos, o traslado de recursos destinados a otros programas) o del sector privado” y afirma entonces que “a menos que estemos dispuestos a reducir el gasto público en otras áreas, aumentar la deuda, o los impuestos, en realidad la única fuente adicional de recursos es el sector privado”. Y cito este párrafo porque, de manera sintética, contiene muchas de las confusiones que suelen rodear esta discusión. Veamos.
Si la fuente adicional de recursos está en el sector privado, es claro y evidente que esta inversión se pagará con creces (es decir, con ganancias) a partir de lo que los consumidores paguen. Si la salida que se ofrece es privada, es porque existe la capacidad de la sociedad en su conjunto para financiar, vía precios, esas inversiones. Pero si reconocemos que esta capacidad existe, entonces ¿por qué argumentar que haría falta subir impuestos o reducir ‘otros gastos’para financiar al ICE?
Ese ha sido uno de los fantasmas que ha rodeado esta discusión. Hasta se ha dicho que no invertimos suficiente en educación porque los recursos se nos van en financiar al ICE (aclaro que no es Eliécer quien ha dicho tal cosa). Nada de eso es cierto: las inversiones en electricidad y telecomunicaciones no requieren de un subsidio proveniente de otros sectores. Estos servicios nunca se han financiado – ni tienen que financiarse – con impuestos y, por lo mismo, no hay ninguna razón para insinuar (como sí lo hace Eliécer) que para hacer esas inversiones habría que trasladar hacia ellas recursos públicos destinados a otros programas.
Pero una cosa lleva a la otra: si fuera cierto que hacen falta tales subsidios... pues entonces también sería cierto que la inversión privada NO puede enfrentar la responsabilidad a menos que el Estado la subsidie. Aquí, paradójicamente, Eliécer resultaría más estatista que yo, pues su argumento, llevado a las últimas consecuencias, convierte electricidad y telecomunicaciones en actividades que – como las de educación – deben ser financiadas públicamente y por medio de recursos que no provengan del pago por esos servicios. ¡Cosas veredes!
Por el contrario, si las limitaciones a la capacidad de inversión del ICE proceden del papel que juega la contabilidad del ICE en el cálculo de las finanzas públicas, entonces la solución a esta parte del problema es bastante más simple: hay que transformar el status jurídico del ICE como institución autónoma. En un artículo anterior sobre el combo yo afirmaba que uno de sus méritos era, precisamente, que el combo enfrentaba este problema al crear ICETEL e ICELEC como sociedades anónimas propiedad del ICE. Era un camino tortuoso y complicado, pero efectivo. Muerto el combo, se abre un camino mucho más sencillo: el ICE debe ser transformado en una empresa pública propiamente dicha, como lo son los bancos estatales, de manera que se le independice más claramente de los vaivenes financieros y políticos de los gobiernos de turno.
Cabe aquí, sin embargo, una advertencia: afirmar que la inversión privada no es indispensable para abastecer nuestras necesidades de energía eléctrica y telecomunicaciones no significa que no se pueda recurrir a dicha inversión. Puede haber – y pienso que hay – otras razones por las cuales la inversión privada debe jugar un papel en estos sectores. Pero la razón no radica en una supuesta incapacidad del ICE, del Estado o del país para financiar tales inversiones.
El problema de la competencia, la eficiencia y los consumidores
Respecto a la eficiencia, Eliécer me critica por creer que en estas actividades no habría suficiente competencia como para garantizar la eficiencia, de manera que un esquema oligopólico – decía yo – “podría ser el peor de todos los mundos: ni la eficiencia del mercado competitivo ni la equidad del servicio público democrático”.
Aquí empiezo por reconocer que Eliécer tiene razón... y, sin embargo, no la tiene. Es cierto que no hace falta que la competencia de los mercados sea ‘perfecta’ para que sea ‘suficiente’, es decir, para que consumidores y empresas interactúen de tal manera que se promueva la eficiencia. Si no son perfectos, los mercados deben ser al menos contestables: debe existir el temor de la competencia para que los agentes económicos actúen como si la hubiera. Pero en lugar de mostrar cómo operaría esto en el caso de Costa Rica, Eliécer pasa a citar ejemplos de cómo han bajado las tarifas en los mercados de Estados Unidos y Brasil sin necesidad de que haya en ellos competencia perfecta y, más bien, en presencia de sólo dos o tres grandes empresas.
A un argumento basado en ejemplos se podría responder con otros ejemplos, pues las tarifas también bajaron en países en que las telecomunicaciones eran públicas y, en este punto, Costa Rica es un buen ejemplo. De acuerdo a estudios recientes sobre el costo de las telecomunicaciones, Costa Rica es el segundo país más barato del continente para las familias de ingreso medio*, con un costo de $6.9, mientras que los más caros son Argentina con un costo de $73.25, Bolivia y Chile con más de $44, México, Estados Unidos, Brasil y Perú, todos con más de $20.
Pero ese no es el punto. Los precios de las telecomunicaciones han bajado en todo el mundo no porque haya mayor o menor competencia, sino porque vivimos una acelerada revolución tecnológica que tiene como uno de sus principales logros la reducción de los costos de las telecomunicaciones y un aumento igualmente asombroso de su calidad y velocidad. El cambio es tan profundo y tan radical que llega a los consumidores irrespectivamente de que la situación sea monopólica, oligopólica o competitiva. El punto es ¿cómo garantizamos que estas mejoras en calidad y precios reflejen realmente las posibilidades abiertas por la tecnología como si hubiera competencia, en lugar de que se generen grandes rentas monopólicas y se segmenten los mercados como si no hubiera competencia?
Es más que evidente – y en esto concuerdo con Eliécer – que los avances tecnológicos han hecho posible que, en muchos países, las telecomunicaciones dejen de ser un servicio público y puedan ser ahora prestadas como un servicio privado. Aunque en menor medida, lo mismo podría decirse de la electricidad. ¿Qué se requiere para ello? Por un lado, una distribución del ingreso que permita un acceso adecuado de la población a estos servicios a los precios que determine el mercado. Por otro, una adecuada ‘voz’ de los consumidores – y de la sociedad – que permita mantener las calidades y los precios a niveles razonables para todos, sin generar rentas monopólicas u oligopólicas. En otras palabras, el mercado funciona mejor cuando la sociedad presenta un alto nivel de integración y equidad.
Por el contrario, cuando la distribución del ingreso y de la voz es muy desigual, entonces los mercados tienden a segmentarse: servicios de alto precio y calidad para quienes los necesiten y puedan pagarlos frente a servicios de segunda o tercera para los demás, que tendrían que conformarse con la exclusión o recurrir a la atención de un sector público asistencialista con servicios ‘para pobres’. Si hace falta un ejemplo no tenemos más que observar lo que nos está pasando en educación. ¿Qué hacer en el caso de la electricidad y las telecomunicaciones en un país como Costa Rica?
Creo que de haber sido privados en el pasado, no tendríamos hoy la calidad y cobertura que hay en los servicios eléctricos y de telecomunicaciones (con todo y quejas). Pero, a diferencia de otros países, el hecho es que los tenemos. No partimos de cero, y por eso hay que ser cautos: había muy poco que perder con la privatización en Argentina o Guatemala, no es nuestro caso. En efecto, parte de estos avances podrían perderse con una privatización que suponga que la distribución del ingreso es mejor de lo que realmente es o que la competencia es mayor de lo que realmente es. No digo que una apertura al sector privado no podría funcionar bien, digo que podría no funcionar bien, que hay riesgos importantes a tomar en cuenta*. Y digo que un esquema público ha funcionado relativamente bien, y que podría funcionar mejor.
En mi artículo mencionaba algunas de las condiciones para reformar el esquema actual dentro de una concepción de servicios públicos que interactúan con el sector privado – vía contratos – en aquellas actividades que la sociedad identifica como ventajosas para ello. ¿Por qué mantenerlos como servicios públicos? Pienso que por precaución: conocemos el esquema vigente, sabemos que ha funcionado, y podemos corregir sus principales deficiencias; y sabemos que las condiciones para el buen funcionamiento de estos mercados aún están lejanas, y que la posibilidad de regular oligopolios privados es todavía más remota.
Eficiencia y equidad, competencia y democracia
A los mercados les asignamos la tarea de generar eficiencia, tal es el reto de la competencia. Al sistema político le asignamos la tarea de generar equidad, tal es el reto de la democracia. Ni en uno ni en otro caso hay garantías. Es curioso el sesgo profesional que lleva a que Eliécer pueda hablar tranquilo sobre la eficiencia de los mercados competitivos pero se asombre cuando yo supongo, “sin mayores calificaciones, que la acción del estado democrático resulta en equidad. El supuesto es tan asombroso que...”
¿Asombroso? ¿Sin mayores calificaciones? ¡En absoluto! Tal vez entendería el asombro de Eliécer si yo hubiera dicho que ‘el estado resulta en equidad’... tanto como me habría asombrado yo si él dijera que ‘el mercado resulta en eficiencia’. Para lograr equidad el Estado necesita del calificativo ‘democrático’ tanto como el mercado necesita del calificativo de ‘competitivo’ para lograr eficiencia. Ambas son calificaciones mayores. Y claro, democracia y competencia serán siempre realidades ‘imperfectas’ para nuestro lenguaje de economistas.
Es curioso cómo mientras para Eliécer basta un asomo de competencia para justificar al mercado, le resulta totalmente insuficiente el grado de democracia que tenemos para justificar la acción estatal. Así, afirma que “en el caso de las empresas públicas, un monopolio permite, en principio, un mayor rango de abusos que los que pueden producirse en un mercado competitivo”. Y ¿no cabría la pregunta al revés? ¿No sería razonable decir que, en casos como estos, un monopolio – u oligopolio – privado genera un mayor grado de abusos que los que pueden presentarse en un Estado democrático?
Si Eliécer tiene ejemplos para lo primero, yo los tengo para lo segundo: Las denuncias contra el abuso brutal que las empresas de tabaco perpetraron contra sus consumidores. Los sobreprecios que las transnacionales farmacéuticas cargan por sus productos, y que resultaron en las multas más altas de la historia en los propios Estados Unidos. El manejo de la industria discográfica que – como ahora sabemos – limita el acceso a la distribución para mantener sobreprecios de más de un 100%. El sonado caso de Microsoft y su abuso de competidores y consumidores. Y muchos etcéteras. Ninguno de estos casos, por sí mismo, sugiere la necesidad de ‘estatizar’ estas actividades, de la misma forma que la existencia de una acción “mala, ineficaz o inequitativa” por parte de un gobierno no justifica la necesidad de privatizar.
En síntesis, y regresando a nuestra discusión inicial, termino reafirmando los siguientes puntos:
Lo que se requiere para que el ICE pueda invertir lo que demanda nuestro desarrollo energético y de telecomunicaciones es un cambio en el status jurídico del ICE, de manera que su endeudamiento se vea como lo que es: financiamiento de una inversión productiva y autofinanciable. La inversión privada puede ser un complemento deseable, pero está lejos de ser indispensable.
El acceso a las tecnologías de punta y a los equipos más modernos que estas actividades demandan tampoco depende de la privatización de estas actividades, sino de dotar al ICE de la adecuada capacidad de compra y contratación de servicios con las empresas que producen tales equipos. Debemos avanzar de la idea genérica de las alianzas estratégicas a definir cómo y de qué tipo serían los contratos con que tales alianzas pueden operar.
Para aumentar su eficiencia, el ICE requiere de mayor flexibilidad y nuevos esquemas de incentivos que le permitan operar como empresa. Esto no supone una ausencia de controles públicos, pero sí demanda controles adecuados al giro empresarial y, sobre todo, un claro esquema en el que los incentivos se relacionen claramente con el rendimiento de cuentas.
La apertura a la participación privada puede – y debe – darse en todos aquellos casos en los que existan las condiciones para un adecuado funcionamiento de los mercados, ya sea sustituyendo o complementando al sector público.
Estos no son puntos finales, sino puntos abiertos a la discusión, pues no hay acuerdo claro en qué significan de manera específica. Me parece, por ejemplo, que con un buen esquema de contratación es posible y conveniente la inversión privada en generación de energía; pero en las condiciones actuales me parece difícil que opere de manera adecuada un sistema de distribución privada de energía. Creo que podrían operar empresas privadas de telecomunicaciones en el mercado de llamadas internacionales, pero no parece que estén en capacidad de sustituir al servicio público en la red nacional sin arriesgar la cobertura geográfica y social. La generalización del acceso a Internet – y me refiero a la generalización efectiva y de uso intensivo – no podría lograrse sin una agresiva participación pública; pero el dinamismo de Internet parece necesitar el acicate de la participación privada. Nada de esto es estático, por supuesto, y tanto la tecnología como el desarrollo institucional marcan los límites y las posibilidades de los mercados y de la democracia.