El TLC: una negociación entre nosotros
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
Luego de agradecer la invitación tengo que empezar diciendo que treinta minutos para referirse a un libro de más de cuatrocientas páginas que, a su vez, analiza un tratado de más de setecientas páginas – y que ha sido comentado y analizado en otros tantos libros, foros y documentos – y sobre el que ustedes quisieran que, en esos treinta minutos, yo concluyera si se debe o no aprobar... ése, es un reto demasiado grande en el que, desde ya, pienso fracasar. Quiero dedicar unos veinte minutos a comentar algunas de las aseveraciones a favor y en contra del tratado que se mencionan en este – y otros – de los análisis publicados para dedicar los otros diez a colocar el TLC en un contexto un poco más amplio que, a mi juicio, nos abre la posibilidad de una negociación inédita – no una negociación del TLC hacia fuera, sino hacia dentro – una negociación con nosotros mismos.
Limpiar la cancha de todo argumento demostrablemente falso,
para concentrarse en los temas efectivamente cruciales
Lo que más me molesta y lo que más estorba a la discusión del TLC son la gran cantidad de exageraciones que, a favor y en contra, se han esgrimido. Creo que el debate que necesitamos debe deshacerse de esas exageraciones. En ese sentido, este libro – como los publicados recientemente por el Estado de la Nación y la Cátedra Víctor Sanabria – tiene algunos méritos... pero no está totalmente libre de culpa. Así que mencionaré algunos ejemplos de esos falsos argumentos – a favor o en contra – y trataré de destacar, más bien, los que me parecen los principales méritos y defectos del proyecto.
Primero, la famosa aseveración de que el TLC significa no solo la creación de cientos de miles de empleos sino, sobre todo, que su rechazo significa la desaparición de quinientos mil puestos de trabajo, o la afirmación – parecida – de que como la mitad de nuestras exportaciones van a los Estados Unidos, muchas de estas se perderían si no se firmaba el Tratado... todo eso es absurdo, y algunos trabajos en este libro – como el de Mauricio Castro y Juliana Martínez – muestran bien que buena cantidad de nuestras exportaciones a los Estados Unidos no dependen, en su mayoría, del TLC y ni siquiera de la Iniciativa de la Cuenca del Caribe.
Ahora bien, no podemos pasar de aquí a decir que, por eso, el TLC – o la ICC – no son importantes, pues es igual de absurdo minimizar la importancia de los empleos que sí dependen de esas condiciones ventajosas que ofrecen tanto la ICC como el TLC – y recordemos que también quienes producen para el mercado interno tienen como parte importante de su mercado a esos otros cuyos ingresos vienen de las exportaciones.
Argumentos que se han esgrimido – como los de ¿por qué no le vendemos más bien a Brasil o a los europeos? – son también retóricos... y falsos. Hoy por hoy, aunque sea un riesgo que la mitad de nuestras exportaciones e importaciones vayan y vengan de los Estados Unidos, eso es una realidad que responde, sobre todo, al hecho de que ese es el principal mercado del mundo y nuestro mercado de más fácil acceso. Hay que diversificar, por supuesto, pero eso toma tiempo y esfuerzo – algo se ha venido haciendo – y la diversificación no es algo que se hace ‘en vez de’ sino ‘además de’ venderle y comprarle a los Estados Unidos.
A pesar de las críticas que se puedan hacer a NAFTA, lo cierto es que los países de Centroamérica, con todo y Cuenca del Caribe, han perdido competitividad frente a México, pues los impuestos relativos a las importaciones centroamericanas en Estados Unidos se han elevado muy significativamente en comparación con las importaciones mexicanas y esto ha tenido un claro impacto en la evolución de las exportaciones de la región hacia los Estados Unidos que, si bien ha venido creciendo en los últimos años, lo ha hecho a un ritmo mucho menor que las exportaciones mexicanas. En 1992 las exportaciones de Centroamérica a los Estados Unidos representaban un 18.2% de las exportaciones mexicanas; hoy, apenas representan un 11.6%.
Tampoco encuentro, por ejemplo, que valga la pena minimizar ventajas como las logradas en textiles aduciendo que, de por sí... ¡ahí vienen los chinos! sin darse cuenta que, precisamente, esa competencia nos dañaría aún más sin esas ventajas logradas en la negociación. Tampoco es sensato – ni sensible – decir que esto solo permitirá “mantener las condiciones de trabajo precarizadas y en muchos casos inhumanas en ese sector” cuando sabemos que eso no depende del TLC... sino de nuestra propia incapacidad para ofrecer y demandar mejores empleos y cuando los propios acusadores reconocen que “esto no es culpa del TLC, pero tampoco puede aportar a su resolución” – aunque no mencionan que tanto los empresarios como los trabajadores textiles avalaron como un logro esa negociación. Finalmente, tampoco tiene sentido provocar alarma donde no existe, como cuando nos preguntamos “¿Cómo podrá la empresa nacional Atlas competir con las poderosas compañías de electrodomésticos de EE.UU.?” sin considerar – o explicarle siquiera a la gente – que esa empresa está ciento por ciento a favor del TLC.
Y digo todo esto porque si bien es cierto que el tipo de empleos que suelen generarse en nuestros países – más en unos que en otros – son empleos de muy baja calidad, de muy baja productividad, de muy bajos ingresos, también es cierto que los peores empleos no son esos que se asocian con el ‘sector exportador’ sino esos otros vinculados a la agricultura de baja productividad o a las actividades no agrícolas de baja productividad. Ahí es donde se refugian tres cuartas partes de los trabajadores centroamericanos – y la mitad de los y las trabajadoras costarricenses. Ese es el problema de fondo que tenemos. Más del setenta por ciento de la población ocupada en Guatemala, Nicaragua y Honduras trabaja en actividades agrícolas o no agrícolas de baja productividad, de subsistencia, de autoempleo... del muchas veces mal llamado ‘sector informal’ que no es más que un refugio para subsistir. La proporción es un poco menor en El Salvador, pero aún así supera el 60%. Solamente en Panamá y Costa Rica la población ocupada en actividades de menor productividad ronda el 50%... que sigue siendo altísimo: ¡la mitad de la población trabaja en actividades de baja productividad y, lógicamente, de bajos ingresos!
Como bien dice el texto de Mauricio y Juliana, esto no es ‘culpa’ del TLC... ni se va a corregir radicalmente con el TLC. Pero tampoco va a empeorar con el TLC. La pregunta entonces debiera ser otra: ¿será más fácil de corregir con el TLC... o sin el TLC? ¿Qué oportunidades tienen los países de la región para que su agricultura de baja productividad y sus actividades informales o de baja productividad urbanas, se transformen en empleos decentes, productivos, bien pagados? ¿Sin el TLC... y con el TLC? ¿Ayudaría a esa transformación la aprobación del TLC? ¿Ayudaría a esa transformación su rechazo?
Y, en este sentido, no me parece correcto afirmar que es el TLC el que “facilita el acceso a la mano de obra barata”, argumento que se sustenta en que el texto del TLC señala explícitamente que “el establecimiento de normas y niveles por cada una de las Partes respecto a salarios mínimos no estará sujeto a obligaciones en virtud de este Capítulo. Las obligaciones... se refieren a la aplicación efectiva del nivel del salario mínimo general establecido por esa Parte”. Tal vez los costarricenses – o los trabajadores centroamericanos – pudieron haber querido que el TLC (o los Estados Unidos) obligaran a nuestros países a establecer salarios mínimos más altos – yo creo que debieran ser más altos – pero ¿cabe atacar al TLC por no hacer algo que es a nosotros a quienes corresponde ¿o no?
Esta preocupación es particularmente relevante en el agro – y en las zonas rurales – aunque tampoco aquí percibo una situación en ‘blanco y negro’ como tan fácilmente la identifican, desde una posición crítica, algunos de los analistas del libro. Es cierto que ese diez por ciento de nuestros trabajadores, ocupados en esa ‘agricultura de subsistencia’, son uno de los sectores más maltrechos de nuestra sociedad, con menores ingresos, con condiciones de vida más duras, con menores oportunidades y con mayores riesgos. Todo eso es cierto, y no cabe utilizar promedios ni datos globales del éxito exportador ni ejemplos de las actividades exitosas del agro para minimizar esta preocupación. De lo que no estoy convencido, y he revisado buena cantidad de evidencia, es de que la condición de estos costarricenses empeore con el TLC... o mejore sin el TLC. Algo parecido me ocurre con esa otra parte de los costarricenses, ese casi 40% que hoy están refugiados en las actividades no agrícolas de baja productividad: ¿de verdad son estos los que van a empeorar con el TLC... de verdad mejorarían si no aprobamos el TLC? Y por favor, que no se me malinterprete, porque también tengo claro que su situación difícilmente va a mejorar con solo que aprobemos el TLC... y, sin duda, su situación relativa, esa sí que seguiría empeorando.
Aquí hay una discusión legítima e importante. En este punto, el TLC – y no solo el TLC, sino la interacción con los mercados internacionales – ofrece oportunidades... y plantea riesgos y amenazas. Ambas cosas son ciertas y es muy difícil especular ‘qué va a pasar’ si lo firmamos... o si no. Además, a las oportunidades y riesgos en términos de los ‘sectores productivos’ habría que agregar un elemento que a veces se menosprecia, y es que algo ‘malo’ para ciertos productores – el acceso a bienes e insumos más baratos – puede ser ‘bueno’ no solo para los consumidores sino también para otros productores a quienes esos insumos les permite elevar su productividad y calidad. El efecto neto no es claro a priori. Creo que con políticas adecuadas no tiene por qué ser negativo... pero, por supuesto, sin esas políticas ¡puede serlo! Como dije, la preocupación es legítima, pero no tiene una única salida.
Pero aparte de esta valoración genérica del TLC – que, como digo, no puede ser independiente del conjunto de políticas que acompañe su aprobación o rechazo – hay algunos temas particularmente espinosos.
Las inconstitucionalidades y otros ‘abusos legales’ del TLC
Aquí tengo que empezar diciendo que, así como suelo admirar los análisis económicos de Henry Mora... he lamentado su incursión en el campo del derecho en el que, tal vez por sentirse obligado a llegar a más de cien razones para oponerse al TLC... incorporó una buena cantidad de sinrazones. Por ejemplo, criticar al TLC como inconstitucional porque “prohíbe al Estado costarricense establecer (...) aranceles” es tan absurdo que, de haberse aplicado esa lógica a principios de los años sesenta, no habríamos entrado al Mercado Común Centroamericano pues, como en cualquier tratado comercial, se hacen concesiones mutuas como “yo no te cobro aranceles a vos si vos no me cobrás aranceles a mí”. Esto no es ni inconstitucional, ni renuncia a la soberanía ni necesariamente perjudicial para el país... aunque sí es perjudicial para la calidad de la discusión.
También es terriblemente ingenua la aseveración de Henry de que “una Constitución democrática toma en cuenta todas las ideologías (...) sin incorporarlas en su texto.” Bastaría volver a las discusiones de 1949 para ver cómo eso no fue así y por qué, a pesar de lo que habrían querido los jóvenes socialdemócratas de entonces, terminamos con una Constitución ‘liberal matizada’.
Y tampoco se vale criticar al TLC por todo lo que no dice, aduciendo que eso lo hace inconstitucional, como cuando Henry afirma – entre otras cosas – que “la no inclusión expresa en el capítulo 16 del tratado de la ‘protección especial a las mujeres’ viola el artículo 71 de la Constitución”. ¡Por favor!
Algo parecido ocurre con ciertas críticas vinculadas al tema laboral cuando se argumenta, por ejemplo en el trabajo de María Eugenia Trejos, que el TLC deja por fuera “la mayor parte de los asuntos regulados por nuestro Código de Trabajo [como] el contrato de trabajo; la no discriminación por sexo, religión, nacionalidad, etc.; el derecho a la huelga; muchos derechos laborales como el aguinaldo, vacaciones, seguro de salud, pensión; y los procedimientos para el despido.” A partir de esto, se afirma que “de un plumazo, el término legislación laboral cambia de contenido o se le cercena una buena parte del mismo” y se sugiere que esto “podría dar cabida, en el mejor de los escenarios a la existencia de dos tipos de normativa en el campo laboral: una que deberían cumplir las empresas cuya producción se orienta al mercado interno o a otros mercados que quedan fuera de este tratado, y otra – restringida a un mínimo – que se procuraría que cumplan las empresas beneficiarias de este tratado”. Eso es descabellado: la legislación nacional, completa, rige para ambos tipos de empresas.
La queja podría ser – como la manifiesta Manrique Jiménez – en el sentido de que el TLC no exigió condiciones más estrictas en las leyes laborales de los países, y ese es un tema legítimo de discusión. Pero no es cierto que el TLC ‘cercene’ la legislación laboral que aplica a las empresas exportadoras, y no ayuda en nada a la discusión dar por ciertas tales afirmaciones.
En términos de los problemas jurídicos a que podría enfrentarnos el TLC me parecieron mucho más atendibles y preocupantes los señalados por Manrique Jiménez – que, además, realiza un análisis mucho más balanceado de los aspectos positivos y negativos del tratado. En particular, preocupa la forma poco clara, por decirlo de alguna forma, en que está planteado el tema del ‘arbitraje’ en tanto que podría implicar “la supeditación de los Tribunales de Justicia internos al dictado de la Justicia Arbitral” y parece omitir la posibilidad de que sea un Estado el que recurra al arbitraje contra una empresa. Además, como se detalla en el Informe de la Comisión Especial que analizó el tema de las telecomunicaciones para la Rectoría, y que se recoge en el libro, pareciera que el mecanismo de arbitraje podría no ser aceptable para dirimir controversias cuando se trata de materias de interés público o de bienes estratégicos del Estado, y tampoco sería aceptable – como parece ocurrir con el TLC – que se enajene la jurisdicción del Estado en caso de conflictos y controversias de ese carácter. Estos son puntos que ameritarían, al menos, una aclaración – es decir, un texto interpretativo que, de ser incorrectas las críticas, aclare por escrito en un anexo al tratado la interpretación correcta. Pero, de ser correctas las interpretaciones, este sería uno de los temas álgidos que ameritarían valorar la aprobación o no del tratado como está, o su aprobación con reservas en ese punto particular – si tal posibilidad existe.
Los problemas de la Propiedad Intelectual
De acuerdo con COMEX, el capítulo 15 del TLC, relativo a los derechos de propiedad intelectual, “establece una serie de reglas, disciplinas y estándares de protección a los derechos de propiedad intelectual, acordes con los nuevos avances tecnológicos, con el fin de mejorar la protección de esos derechos y fortalecer los procedimientos de observancia, manteniendo a la vez un adecuado equilibrio entre los derechos de los titulares y los usuarios del sistema de propiedad intelectual. Más específicamente, este capítulo plantea la obligación de que el país ratifique o acceda a una serie de acuerdos internacionales relativos al tema de propiedad intelectual. Algunos de estos son convenios de los que ya Costa Rica forma parte, otros como el Tratado de Budapest sobre el Reconocimiento Internacional del Depósito de Microorganismos, y el Convenio Internacional para la Protección de las Obtenciones Vegetales, en su versión de 1991 (Convenio UPOV 1991). El Tratado aclara que los países firmantes podrían implementar una legislación nacional para la protección de la propiedad intelectual más amplia o estricta de lo acordado en el Tratado, pero no una más laxa.
El problema subyacente en este campo es que los instrumentos que surgen del establecimiento de derechos de propiedad intelectual dotan a los propietarios de esos derechos de un ‘monopolio temporal’ que, al restringir el consumo del conocimiento correspondiente a aquellos que hayan pagado por él, les permite a los propietarios obtener una rentabilidad y, por tanto, estimula la producción de conocimiento. El mismo Banco Mundial reconoce, sin embargo, que no siempre estos instrumentos funcionan como es debido, ya que – sin un balance adecuado – fácilmente pueden resultar en un freno o impedimento a la diseminación del conocimiento, y un obstáculo para el acceso al conocimiento de quienes no pueden pagar el precio monopólico que pueden permitir los instrumentos de protección de la propiedad intelectual. “Hay muchos ejemplos en temas de salud y medio ambiente, para mencionar solo dos áreas, donde las patentes no son una solución porque la rentabilidad social de la inversión excede por mucho su rentabilidad privada”
Si bien esta preocupación es la que subyace buena parte del debate que se ha suscitado en nuestro país sobre el capítulo de propiedad intelectual del TLC, llama la atención, sin embargo, que esta discusión se haya centrado de manera casi exclusiva en unos pocos temas específicos – como el patentamiento de seres vivos, el derecho de los agricultores a reutilizar sus semillas y el eventual impacto de la protección de los datos de prueba – pero ha dejado prácticamente de lado lo que a nivel internacional constituye la preocupación de fondo en este campo: la creciente mercantilización y privatización del conocimiento.
Uno de los temas que ha provocado más controversias y confusión es el posible impacto que este acuerdo tendría sobre los precios de medicinas y agroquímicos al restringirse el acceso a productos genéricos, en particular como resultado de la regulación de los llamados ‘datos de prueba’. Empecemos por decir que no es cierto que la Caja vería limitada su potestad de comprar medicamentos genéricos – ese es uno de esos argumentos que hay que quitar del camino para discutir esto en serio. De hecho, un elemento que algunos analistas – y hasta algunos críticos – valoran positivamente de lo convenido en el TLC CA – USA en términos de propiedad intelectual se refiere a haber logrado que los Estados Unidos desistieran de su exigencia de que los países firmantes permitieran el patentamiento de métodos quirúrgicos, terapéuticos y de diagnóstico para el tratamiento de personas o animales; de su exigencia de que se estableciera la prohibición de utilizar, importar y fabricar medicamentos a través de las importaciones paralelas; y su exigencia de regular patentes de segundo uso.
En cuanto al impacto que este tipo de protección podría tener para las compras de medicamentos de la Caja COMEX sostiene, a partir de un análisis del cuadro básico de medicinas de la CCSS, que el impacto sería mínimo. Román Macaya, por el contrario, sostiene que el impacto sobre el presupuesto de la CCSS se da en la totalidad de los medicamentos comprados, y que esto es importante dada la tendencia del sector innovador de la industria farmacéutica de moverse hacia medicamentos cada vez más caros como resultado, precisamente, de las nuevas reglas de propiedad intelectual. Otros analistas, como Alejandra Castro, discrepan de esta visión, y más bien consideran que el efecto que esto pueda tener en el acceso o costo de las medicinas y agroquímicos es insignificante dadas las restricciones que el propio TLC establece para incentivar a las compañías para que inscriban sus productos en el pais con prontitud a partir de su comercialización internacional, en lugar de dejar pasar varios años. Sin duda es un tema legítimo de discusión en el que debiera ser posible llegar a un rango razonable de entendimiento.
Claro que independientemente del efecto – negativo, positivo o insignificante – de lo acordado en el TLC con respecto a los precios de las medicinas y los agroquímicos, sí hay una opinión generalizada de que lo acordado puede afectar negativamente a la industria local productora de genéricos en estos dos campos. Los productores nacionales de genéricos, que deban esperar ahora a comercializar sus productos hasta que venza el plazo de protección adicional en exclusiva que representa el articulado anterior, verán afectado su negocio o bien deberán hacer los esfuerzos razonables y la inversión respectiva para generar su propia información.
Pero volvamos a la preocupación de fondo: la mercantilización del conocimiento. En general, existen dos tipos de mecanismos que se utilizan para la protección de la propiedad intelectual. Unos, son mecanismos jurídicos – como las patentes, los derechos de autor o copyright o los derechos de obtentor. Otros, son mecanismos tecnológicos como la encriptación del software, los sistemas anti-copiado en los discos, las semillas estériles o la codificación de señales. Cada vez es mayor la presión de los Estados Unidos y otros países avanzados – y de diversas corporaciones – sobre los gobiernos de muchos otros países, para que la protección tecnológica sea, además, de acatamiento legalmente obligatorio. Es decir, para que conviertan en un delito penal el que alguien logre burlar esas protecciones tecnológicas y se prohíba no solo el uso, sino la invención misma de nuevas tecnologías o aparatos capaces de superar las barreras tecnológicas a la propiedad intelectual.
En esta línea, no solo sería ilegal decodificar una señal de satélite para comercializarla, sino que sería un delito inventar (o importar, o tener) aparatos capaces de decodificar dichas señales. No solo sería ilegal sacar copias de un disco para venderlas, sino que sería un delito inventar, vender, comprar o tener un aparato capaz de copiar el contenido del disco. Y sería un delito inventar software decodificador, o algún procedimiento biológico para que las semillas estériles dejen de serlo. Y es precisamente en esa dirección que se mueve el TLC, que agrega restricciones legales contra la evasión de las medidas de protección tecnológica de la propiedad intelectual y penaliza severamente su incumplimiento.
Esto no solo resulta paradójico, en la medida que se prohíbe, incluso ‘inventar’ procesos o instrumentos que puedan ‘brincarse’ los mecanismos de protección tecnológica – con lo que, literalmente, se frena la investigación científica, sino que se cae en un claro caso de hipocresía, pues las mismas empresas que hoy buscan esas prohibiciones fueron las primeras en inventar y comercializar tales aparatos; y los países más avanzados han investigado siempre – y lo seguirán haciendo – cómo burlar todo sistema de encriptación y codificación de señales y mensajes.
Esto es particularmente preocupante en un contexto en que tanto la globalización como la propia revolución en las tecnologías de la información ofrecen excelentes oportunidades para mejorar el acceso y la transferencia de conocimientos en los países en desarrollo, pero el aprovechamiento de tales oportunidades depende, precisamente, de que no se impida legalmente el acceso al conocimiento que, hoy, es tecnológica y económicamente factible.
Ahora bien, qué significa esta preocupación con respecto a la aprobación del TLC CA – USA, para un país que, como Costa Rica, ya se adhirió al Tratado de la OMPI sobre Derechos de Autor, no es claro. Lo que sí debiera ser claro es que, en ausencia de una política explícita y consistente sobre el tema de la generación y el acceso al conocimiento, la incorporación a este tipo de convenios, que se profundiza con el TLC, podría no rendir los frutos que se esperan y, más bien, constituir una barrera que limite nuestro ingreso a esa sociedad global del conocimiento.
Probablemente el punto más conflictivo en este tema ha sido la aceptación por parte de los países centroamericanos de la exigencia estadounidense en el sentido de que el TLC CA – USA incluya como una obligación para todas las partes la suscripción de la Convención Internacional para la Protección de Variedades Vegetales (UPOV), descartando así la prerrogativa de escoger un sistema sui generis de protección de las obtenciones vegetales, tal y como lo permite el esquema ADPIC de la OMC al que los países ya están adscritos. Estas características del Convenio UPOV no sólo podrían implicar un encarecimiento de los costos de producción para los agricultores, al verse estos obligados a pagar nuevas licencias al obtentor por cada siembra que realicen y les impediría reutilizar sus propias semillas.
El tema de las Telecomunicaciones
El famoso ‘anexo 13’ sobre las telecomunicaciones nunca debió estar ahí. No debiera ser parte del TLC – y así lo había manifestado el propio presidente Abel Pacheco y su Ministro de Comercio Exterior. Y digo esto no por retórica, sino porque en aras de la transparencia, y reconociendo – al contrario de lo que suele decirse – que en esta negociación hubo mucha más información disponible que en cualquier negociación anterior (o que en cualquier otro país de la región), este es un punto en el que, simplemente, los costarricenses nos sentimos engañados, y creo que con razón.
Empiezo por decir algo que probablemente resulte polémico, pero que necesito de contexto para lo que deseo argumentar. La apertura de las telecomunicaciones – incluso su privatización – con las que yo, en principio, no estoy de acuerdo... no son un asunto de vida o muerte en términos del desarrollo nacional. No quiero decir que no sea un tema importante, simplemente quiero decir que es posible mantener una política universal y solidaria de telecomunicaciones dentro de un esquema de servicios privados. Que sea posible no quiere decir que sea fácil, ni que sea conveniente en nuestro caso. Pero es importante saber que es posible: el caso de Finlandia y algunos otros pequeños países europeos, constituyen ejemplos interesantes. ¿Por qué no parece ser el camino más sensato en Costa Rica? Por varias razones, bastante bien expuestas en los documentos que se incluyen en este libro – en particular los de Juan Manuel Villasuso y Gerardo Fumero – y es que, dadas las características de esos servicios, la escala y el nivel de ingreso del país, nuestra tradición institucional y, por supuesto, el tipo de “competencia” que parece predominar en esos sectores en el mundo... el acceso a servicios de telecomunicaciones que sean tanto modernas como baratas, parece ser más fácil de lograr con un esquema de servicios públicos que con un esquema de servicios privados. Claro que para ello hay que modernizar al ICE y superar de una vez por todas las majaderías metodológicas con las que tantas veces hemos frenados las inversiones (aunque cuidado: no se pueden ‘soltar amarras’ así no más cuando se trata de recursos públicos, también hay problemas en el ICE). Ese es el camino que yo preferiría.
El camino que no quiero, y que es el que han seguido la mayoría de los países de América Latina, con unos pocos éxitos y muchos y muy sonados fracasos, es el de la privatización. Pero no es eso lo que está planteado en el TLC, sino un gallo/gallina que, yo, no termino de entender, y que aparentemente consistiría en mantener al ICE como proveedor principal, modernizado y un poco menos amarrado, pero colaborando y compitiendo con otros posibles prestadores de servicios privados. Yo sigo sin entender por qué esto hace falta, pero hay gente que insiste en que esto es fundamental para los servicios de valor agregado que muchas empresas necesitan y en los que – eso es cierto – el ICE a veces se atrasa o no los presta con la calidad y oportunidad requerida (claro, eso podría corregirse). Pero aún suponiendo que hace falta – o, al menos, que no hace daño – tengo un problema adicional, y es que no logro entender qué significa lo que está escrito en el famoso ‘anexo 13’ cuya redacción a veces parece ofrecer lo mejor de ambos mundos... pero, si nos descuidamos, podría dejarnos con lo peor de ambos mundos. Me limito a uno o dos ejemplos, bien mencionados en el libro. Por un lado, se insiste con fuerza en que Costa Rica preserva su derecho a mantener una política de telecomunicaciones no sólo universal sino solidaria. Perfecto. Y, en teoría, es cierto que eso puede también lograrse con prestadores privados. Pero, cuando se dice que los nuevos prestatarios deberán tener acceso a la red del ICE sin ningún tipo de discriminación (y aquí además se dice que en las condiciones que regían hace unos años, lo que es absurdo) y, sobre todo “al costo”... ¿de qué estamos hablando? Cuando se dice que tendrán acceso, por ejemplo, a las conexiones por cable submarino, y que ese acceso es “al costo”... ¿de qué estamos hablando? Porque si estamos hablando, por ejemplo, de que ese acceso será al “costo marginal” entendido en lo que le cuesta al ICE el acceso de un usuario más, pero sin tomar en cuenta, por decirlo de alguna forma, “el costo de la universalidad y de la solidaridad”, entonces... ahí sí que estaríamos en problemas y sería completamente legítima le preocupación de los críticos de que estas nuevas empresas podrían, fácilmente, ‘descremar’ el negocio de las telecomunicaciones. Eso no se vale, y en ese caso, el texto sería engañoso.
¿Qué hacer? De nuevo, veo varias opciones aquí. Una, agregar un ‘anexo al anexo’ que interprete exactamente qué es lo que quiere decir el famoso “anexo 13” y que garantice que el modus operandi sea consistente y garantice los principios de universalidad y solidaridad 7que el propio anexo plantea. Este anexo debería dejar claro cuáles serían las garantías para que las telecomunicaciones en Costa Rica – prestadas tanto por el ICE como por algunas empresas privadas – siguieran siendo de calidad, de cobertura universal y de acceso solidario – es decir, accesibles en toda la geografía nacional y en toda la escala social. Si esto no fuera posible (es decir, si el anexo en realidad era falaz y no pretendía garantizar esos principios) entonces cabría, nuevamente, intentar aprobar el TLC ‘con una reserva’ en este punto, justificada precisamente en que el articulado no cumple lo que promete. Finalmente, por supuesto, cabría rechazar todo el TLC por este punto. Tal vez sería una reacción exagerada... aunque también sería un castigo merecido para quienes colaron este anexo de última hora, creo que más por interés de grupos locales que por la propia presión de los Estados Unidos.
El TLC, los balances de fuerzas y el ‘estilo costarricense de desarrollo’
Entre los rasgos fundamentales que ha ido adquiriendo el estilo de desarrollo del país, Jorge Rovira identifica el “sesgo hacia las exportaciones en materia de estrategia de desarrollo, de reproductor de la heterogeneidad en cuanto a la estructura económica, y el de una propensión a segmentar más acusadamente a la sociedad, así como al debilitamiento de la inclusividad, con efectos sobre la dimensión política del estilo de desarrollo. Estos rasgos – dice Jorge – tenderían más bien a profundizarse a partir de dicha aprobación”.
Yo coincido tanto con la identificación como con la preocupación de Jorge por esos rasgos. No estoy convencido, sin embargo, de que ‘no aprobar’ el TLC contribuiría a revertir esas tendencias y mi temor, más bien, sería de que ‘no aprobarlo’ pudiera hacernos más difícil, y no más fácil, la reversión de esas tendencias excluyentes y desintegradoras. Por el contrario, pienso que alrededor del TLC – y por razones que paso a explicar – podríamos forjar una interesantísima oportunidad para redefinir, precisamente, ese acuerdo social que Jorge extraña, y los instrumentos para garantizar su viabilidad. No creo que sea una apuesta fácil, pero es la única apuesta en la que intuyo alguna probabilidad de éxito. Y ese será el último punto de mi presentación.
¿Deberíamos aprobar el TLC...?
El TLC tiene elementos positivos... y tiene otros que son riesgosos. Podemos rechazarlo, lo que también tiene sus riesgos, o podemos aprobarlo... pero de ninguna manera gratuitamente porque lo que está en juego es mucho más que un asunto comercial o de de equilibrios financieros y macroeconómicos: está en juego nuestra capacidad de mantenernos integrados como sociedad, nuestra capacidad de garantizar que el progreso sea progreso para todos, que las oportunidades sean oportunidades para todos, que el bienestar sea bienestar para todos.
Si tomáramos la decisión de aprobar el TLC – que es una decisión que consolida una apuesta: la apuesta por la integración económica global –, los costarricenses estaríamos obligados a un conjunto de decisiones que garanticen, también, una apuesta mucho mayor: la apuesta por nuestra propia integración como sociedad. Y eso requiere mecanismos, requiere derechos, requiere instituciones, requiere recursos.
Recordemos que cuando Costa Rica transformó su estructura económica entre los cincuentas y los setentas, hizo mucho más que eso. De ser un país que producía café y banano para la exportación pasamos a ser un país que producía, además, una gran diversidad de productos agrícolas, que manufacturaba bienes para el mercado centroamericano y en el que se expandían rápidamente distintos tipos de servicios de todo tipo. Pero entendimos entonces que, junto a la transformación económica, teníamos una enorme tarea de desarrollo social, institucional y de infraestructura. Esto era fundamental no solo para la propia viabilidad de la transformación económica sino, y sobre todo, para que esta fuera viable – y para que fuera ‘buena’, es decir, ética – como transformación social, y para que pudiera acometerse como una tarea nacional. Así, junto con la diversificación agrícola y la industrialización para el Mercado Común Centroamericano, se expandió la educación hasta llegar al campo y a los barrios marginales; se consolidó y universalizó el Seguro Social y se multiplicaron los centros de salud; se amplió la cobertura del agua y el alcantarillado; las carreteras y los caminos vecinales atravesaron el país; el ICE nos dotó de energía y telecomunicaciones en todas las regiones; surgió el INA y se fortalecieron las universidades públicas, que fueron vitales para profesionalizar el país; el MAG, el CNP y el IDA impulsaron una gran transformación agraria; etc. Por eso, junto al aumento y diversificación de la producción y el comercio, aumentó y se diversificó también una gran clase media costarricense, tanto urbana como rural.
El modelo tenía problemas, sin duda. Los incentivos fueron más ‘zanahoria’ que ‘garrote’ y, en parte por eso, la productividad aumentó menos que el consumo, el gasto – público y privado – aumentó más que los ingresos, y los déficit crecieron. El esquema no era financieramente sostenible y, a pesar de sus logros, terminó en la gran crisis de fines de los setentas. Desde entonces hemos estado buscando, intuyendo, construyendo en forma zigzagueante otros ‘esquemas’ que, resolviendo estos desequilibrios financieros, pudieran hacer viable ese desarrollo con bienestar al que aspiramos los costarricenses. En un mundo cada vez más globalizado, pareciera que ese esquema exige – nos guste o no – una mayor integración con el mundo: en lo comercial, en lo financiero, en lo productivo. Y esa integración es compleja y está plagada, obviamente, de diversos intereses globales… y locales. Es importante, por eso, que negociemos esa integración de la mejor manera posible; y esa es la primera discusión que debemos tener alrededor del TLC, para entender si, en efecto, el resultado de la negociación ha sido no sólo el mejor, sino el mejor posible – a fin de cuentas, entendámoslo: era una negociación. Pero esa es sólo parte de la historia, y no la parte más importante.
Como hace cincuenta años, el reto que enfrentamos los costarricenses es mucho mayor: al acometer con éxito el reto de las exportaciones al resto del mundo tenemos que ser capaces de responder, con hechos, una pregunta crucial: ¿Qué decisiones, qué procesos, qué inversiones y qué reformas institucionales hacen falta para que esta integración hacia fuera permita, además, revitalizar la integración hacia dentro; para que el país aspire a avanzar unido y no, como a veces sentimos con angustia, fragmentado por crecientes desigualdades; para que el país avance integrado por las oportunidades, y no partido en dos por los privilegios y el éxito de algunos?
Y no se trata de formular una lista interminable, pero sí de identificar aquellas transformaciones clave que son condición sine qua non para que el TLC sea un instrumento de integración y desarrollo. Entre ellas, quiero destacar algunas, que debieran ser complemento necesario – y obligatorio – de un TLC digno de este país. Serían una especie de agenda sine qua non:
Una primera transformación tiene que ver con la educación, no sólo secundaria – cuya crisis nos ahoga por el lado de la cobertura, de la relevancia y de la calidad – sino también con la educación superior y, sobre todo, técnica: es el momento para reconstituir en serio y en grande al INA y gestar una efectiva red nacional de formación técnica y profesional.
Una segunda tiene que ver con la infraestructura, porque un país que aspira a crecer y a ser parte del mundo no puede andar mendigando donaciones para hacer puentecitos o auditorios, ni experimentando con concesiones para tener puertos y aeropuertos decentes: es el momento de replantearnos la estrategia de inversiones públicas y de entender – como lo han entendido todos los países exitosos – que se trata de inversiones, no de gastos, y que sin ellas, no hay camino al desarrollo.
Una tercera transformación tiene que ver con algo más que ‘salud’. Me refiero a nuestra capacidad para solventar los distintos tipos de riesgos que enfrentamos, incluyendo los riesgos sanitarios y de salud, pero también los ambientales y los que resultan de la propia incertidumbre económica: es el momento para desarrollar una estrategia nacional de seguridad social y manejo del riesgo y los seguros en su sentido más amplio.
Una cuarta tiene que ver con el mundo rural, buena parte del cual sigue siendo pobre y enfrenta los mayores retos ante la apertura del comercio, constituyendo un elemento clave de integración social y garantía de la sostenibilidad ambiental del desarrollo: es el momento de revitalizar las instituciones responsables del desarrollo rural en todos sus sentidos, desde lo productivo y comercial hasta lo social, ambiental y cultural.
Una quinta transformación tiene que ver con el conocimiento, pues no podemos adentrarnos con éxito en una economía global que vive inmersa en una ‘revolución del conocimiento’ sin tener una política al respecto y limitándonos a seguir el paso de quienes, aprovechando su ventaja, se están apropiando – privatizando – el conocimiento del mundo: es el momento de revitalizar nuestras instituciones y comunidades de conocimiento – las universidades, en particular – y de impulsar una alianza global que garantice el carácter público y abierto del conocimiento, si queremos evitar el riesgo de perderlo todo.
La sexta, obviamente, es la transformación fiscal: nada de esto sería posible sin elevar significativamente la carga tributaria; pero ojo: si esa carga mayor no se distribuye con justicia, incluyendo la contribución de los sectores y actividades más dinámicos y exitosos, se traicionaría el principio básico que debiera guiar nuestro desarrollo: acabar con la ineficiencia y con los privilegios, que son la base última de la pobreza.
Finalmente, tenemos el reto de la transformación de nuestro sistema financiero para que, en vez de un mero generador de rentas especulativas, se convierta en un genuino promotor y generador de ahorro y un eficiente canalizador de ese ahorro hacia la inversión, y no hacia cualquier inversión, sino hacia esas dos grandes tareas que usualmente se asignan a la banca de desarrollo: por un lado, el capital de riesgo y, por otro – algo fundamental – el financiamiento de esas pequeñas y medianas empresas que, hoy por hoy, no sólo no son sujeto de crédito sino que, a las tasas vigentes, tampoco son demandantes del crédito.
No son transformaciones pequeñas. Por años hemos sido incapaces de montar una negociación que permita llevarlas adelante. Tal vez la coyuntura del TLC y las ganancias potenciales que los sectores económicamente más fuertes esperan obtener de él – junto con el riesgo de que la angustia y el temor de mucha gente siga alimentando el descontento y la búsqueda de salidas antiinstitucionales – sea la pieza que hacía falta para darle viabilidad a esta negociación. Y ésa, sí sería una negociación histórica... entre nosotros.
Comentarios realizados en la mesa redonda sobre el TLC organizada por el Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad de Costa Rica
Auditorio de Estudios Generales “Abelardo Bonilla”
Martes 26 de abril, 2005