¿Fue culpa de la canción?
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
La Nación, 3/6/99
El tema es difícil y polémico, y es fácil ser malinterpretado, pero las consecuencias pueden ser tan graves que ¿cómo no opinar? Es más, si no opinamos ahora, no tendremos derecho a opinar cuando sea, tal vez, demasiado tarde.
Y es que no, no fue culpa de la canción, ni de la película, ni de los noticieros o las caricaturas que los muchachos decidieran matar a sus compañeros. No fue culpa de la canción ni de la película que los ladrones asaltaran el banco, ni que los aficionados armaran el zafarrancho después del partido, ni que la hija matara a sus padres y hermanos, o que las FARC asesinaran a los líderes indigenistas en Colombia, o que los otros asesinaran a Monseñor Girardi en Guatemala.
Ah, pero es que al final resulta tan reconfortante pensar que fue por la canción. Resulta tan cómodo pensar que fue por la película. Resulta cómodo y reconfortante porque nos exime a nosotros, a cada uno de nosotros, de nuestra cuota de responsabilidad en esta sociedad violenta y absurdamente individualista que hemos ido forjando. Y porque nos hace creer que la solución puede ser tan simple como prohibir una canción, censurar una película, quemar un libro. Pero no somos inocentes. Y no es tan fácil enfrentar los problemas de descomposición social.
¿Son malas las canciones violentas? ¿Son malas las películas violentas? La verdad, no sé. Es fácil decir que sí, y a veces podemos sentirnos mal (o malos) si decimos que no. Pero, la verdad, no sé. Algunas me gustan, otras no me gustan, algunas me chocan y me ofenden. Pero no sé si son malas, ni tengo claro cómo distinguirlas.
La violencia de La Naranja Mecánica, de Platoon, de Marylin Manson, del Silencio de los Inocentes, de Smashing Pumpkins, de Día de Furia, de South Park… ¿promueve más violencia, o se convierte en una catarsis crítica que más bien frena una violencia aún mayor? No lo sé. ¿Y la incomparable violencia que hay en Macbeth, en Ricardo III, en Hamlet? ¿Y la violencia de Edipo Rey, y las moralejas de Fuenteovejuna, y el infierno de Dante? ¿No son mucho peores las telenovelas, los grotescos espectáculos humanos de Cristina, y hasta el mal gusto y la falta de respeto por las personas que sábado a sábado nos receta don Francisco? Y en todo caso, ¿quién decide?
Pero el punto es este: ¿se resolverían nuestros problemas censurando las manifestaciones culturales violentas? Aquí, sí lo sé: no, no se resolverían. Pero entonces, además de la violencia, tendríamos el problema de la censura, de pequeños grupos decidiendo qué podemos y qué no podemos ver, leer, oír, decir… Y con la censura uno siempre sabe por dónde comienza –y normalmente los motivos son nobles— pero uno nunca sabe dónde termina, ¿o no termina?
Más aún, creer que el problema se reduce a las manifestaciones culturales de la violencia, y no a sus causas, podría ser la mejor manera de perpetuar esa violencia, ya que reprimiríamos algunas de sus manifestaciones sólo para promover otras, acaso peores. Cuando veo que en Estados Unidos una corte declara que Oliver Stone puede ser procesado penalmente porque su película Natural Born Killers lo hace ‘cómplice’ de un asesinato, entonces siento un doble escalofrío –por el asesinato, y por la hipocresía que nos puede llevar a una típica cacería de brujas y a otro tipo de asesinato.
Porque ¿qué son las cacerías de brujas, sino ese falso exorcismo que practican las sociedades?
Cuando nos sentimos parte de una sociedad enferma, en lugar de autoexaminarnos a fondo, en lugar de reconocer los verdaderos orígenes de nuestro mal, tomamos el camino más fácil, tratamos de encapsular el mal para que extirparlo les sea menos doloroso (aunque lo que extirpemos esté lejos de ser el mal). Esto lo hacemos buscando chivos expiatorios, acusándolos de los males que la sociedad no quiere asumir como propios, quemándolos, ahogándolos, ahorcándolos, censurándolos en fin… aplicando en ellos la violencia, para volver a sentir que nosotros, los otros, quedamos sanados con su muerte, con su castigo. Extirpado el mal, somos otra vez buenos. Pero… ¿lo somos?