Hacia la productividad, hacia la educación
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
El Financiero, 20/12/99
Mientras el mundo debate con asombro los impactos que la nueva sociedad de la información tendrá en nuestra forma de producir, de consumir y de convivir, en Costa Rica seguimos centrados en la discusión que agitaba al mundo en los años ochenta: ¿vender o no vender? ¿privatizar o no privatizar?
Lo importante no es que electricidad, telecomunicaciones o servicios financieros sean públicos o privados, sino la combinación de eficiencia y acceso (o, más rigurosamente, derechos) que buscamos. Debemos producir y distribuir la energía, las telecomunicaciones y los servicios financieros con la eficiencia y la calidad que el mundo moderno demanda. De lo contrario, los precios globales reflejarían nuestra ineficiencia, y nos hundirían en la pobreza. Pero también debemos entender que la población tiene derecho a estos servicios no sólo como un bien de consumo cualquiera, sino como una herramienta fundamental de integración social. Por eso son un servicio público.
Sea dentro de un esquema estatal, dentro de un esquema privado o mixto, ambos criterios deben ser asumidos: eficiencia y derechos. Cada esquema tiene sus ventajas y sus desventajas. No son neutros, ni dan lo mismo. Frente a cualquier esquema preguntémonos cómo garantizar que se logren los objetivos. No basta aprobar proyectos legislativos, es necesario que los proyectos cubran de manera adecuada ambos flancos.
Pero eso no es todo. Al centrarnos en el debate entre el carácter ‘estatal’ o ‘privado’ de esas actividades nos hemos alejado de los temas de fondo del desarrollo nacional. Quiero destacar dos de esos temas: el de la educación secundaria y el de la productividad de nuestras empresas.
La globalización nos enfrenta a un sistema de precios mundiales, por lo que Costa Rica sólo puede aspirar a mantener niveles de vida crecientes si sus empresas logran niveles de productividad también crecientes. La competencia global ya no nos ofrece la posibilidad cómoda que daban los grandes márgenes de utilidad detrás de los que se podía esconder cualquier error, cualquier ineficiencia. La economía global ya no nos permite compensar esas carencias con subsidios y exoneraciones que – a la larga – pagamos todos. Ahora, si la productividad de nuestras empresas es baja, bajos serán sus ingresos, y baja será su capacidad de contribuir al desarrollo nacional.
A lo largo de los últimos veinte años, sólo parecía importar la estabilización de los balances macroeconómicos, con una confianza ingenua – casi morbosa – en que resueltos esos desequilibrios, los mercados se encargarían de asignar eficientemente los recursos y la eficiencia se traduciría, de alguna manera, en bienestar. Eso no ocurrió, pero a quienes criticaron ese enfoque durante los años ochenta y buena parte de los noventa, se les tachó de irresponsables, pasados de moda, oportunistas e ignorantes. Hoy, el mea culpa ha permeado hasta la retórica propio Banco Mundial, y hay acuerdo creciente en la necesidad de una política microeconómica audaz, con esfuerzos por generar un entorno adecuado para que las empresas puedan y tengan que avanzar por la vía de la productividad creciente.
Y digo que tengan que avanzar porque no basta que puedan hacerlo: es preciso cerrar los portillos a todas aquellas formas de rentabilidad, a todos aquellos ‘buenos negocios’ que no requieren de la productividad sino de las imperfecciones de los mercados (o las prebendas) para subsistir. Mientras existan esos portillos para los rent-suckers, será difícil que nuestros hombres de negocios se conviertan en empresarios capaces de asumir el reto de competir con base en la productividad y calidad de sus inversiones.
La atracción y promoción de nuevas inversiones debe tener este norte: Costa Rica necesita un nuevo motor para su desarrollo, un nuevo motor para sustentar una creciente clase media, un nuevo motor de integración económica y social. Ni la agricultura tradicional, con su énfasis en el uso extensivo de tierra y mano de obra; ni la vieja industria sustitutiva tan acostumbrada a los subsidios y los pequeños mercados; ni las pequeñas y medianas empresas acostumbradas a subsistir en las grandes grietas de un mercado ineficiente y acostumbrado a la baja calidad de los bienes y servicios, pueden ser la fuente de empleo que garantice ingresos crecientes a las familias y financiamiento sano para la inversión pública.
Como bien lo entendió el presidente Figueres, para preservar su identidad social y política, Costa Rica tiene que apuntar a un cambio de estrategia productiva: las inversiones que se necesitan son aquellas que apuestan a la eficiencia y la calidad, aquellas que apuestan al uso sofisticado y productivo de los recursos humanos y naturales, aquellas que desarrollan nuevos mercados. Hemos visto ya los frutos que el país empieza a obtener de las modernas inversiones agrícolas, de un turismo diversificado y de alta calidad, de los servicios de valor agregado y – la más impactante por su magnitud – de la atracción de inversiones de alta tecnología tipo INTEL.
Pero no se trata de resolver otro equilibrio macroeconómico (ahora el del déficit comercial) sino de generar un nuevo motor productivo para la integración social. Por eso no bastan los pasos dados: hay que alcanzar la masa crítica para que la economía costarricense se integre y gire en su conjunto hacia actividades de mayor productividad que puedan sustentar salarios reales crecientes – como pretendió don Pepe con su doctrina de los jornales crecientes de 1949 –, y generar el financiamiento adecuado del gasto y la inversión pública que se requiere para garantizar que el proceso continúe, y que las oportunidades lleguen a todos.
De aquí el segundo y breve tema: ¿cómo pretendemos alcanzar una masa crítica en inversiones de alta productividad, y que las oportunidades lleguen a todos, cuando la mitad de nuestros jóvenes no están completando la educación secundaria? ¿A qué tipo de empleo pueden aspirar estos jóvenes en un mundo marcado por la revolución de la información?
No enfrentar de manera decidida este problema, que refiere tanto a la relevancia y calidad de nuestra educación secundaria como a las oportunidades efectivas de estudiar, sería la mejor forma de hipotecar el futuro del país. Debiera ser evidente que el principal cuello de botella para nuestro desarrollo no está en los puertos, ni en las telecomunicaciones ni en los bancos, sino aquí, en los muchachos. Lo que cuesta entender es que este problema no logre movilizar ni la opinión pública ni la decisión política. Es un tema que apela a la razón por encima de las pasiones y los intereses. Paradójicamente, esta virtud parece constituir también su defecto, pues podría hacernos reaccionar demasiado tarde: sin la gente, nunca tendremos las inversiones.
Es para enfrentar estos problemas – y no para vender algún cacharro – que el país demanda liderazgo.