Invertir en la democracia
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
El Financiero, 10/7/00
Ha sido casi unánime la reacción contra el aumento de la deuda política que resultaría de la corrección del cálculo del PIB y, sin embargo, es una reacción equivocada. El problema de fondo no es el monto, sino el uso de esa deuda. ¿Estamos usando esos fondos para invertir en democracia, o los estamos gastando sin mayor juicio ni beneficio? La respuesta es obvia: la mayor parte de la deuda va directo a la basura, y esa es una de las razones por las que ha sido tan unánime la oposición a su aumento.
Sin embargo, nuestros problemas políticos son tan serios y notorios que ameritan darle vuelta a la pregunta: ¿no le ocurre a nuestra democracia lo mismo que a nuestros caminos y carreteras, lo mismo que a nuestros puertos y aeropuertos, lo mismo que a las aulas, que a los equipos médicos? ¿No está nuestro sistema político exigiendo una urgente inversión en mantenimiento y renovación, casi un overhaul que la reavive y la dinamice?
Urgen reformas que promuevan un renovado interés en la vida pública y en la toma de decisiones colectivas. Reformas que abran nuevos canales, formas y espacios para la formación de opinión pública y la participación política. Más que eso que hoy llamamos deuda política, lo que necesitamos una verdadera y sistemática inversión en política.
Los grupos de poder que existen en nuestro país – grandes o pequeños, fuertes o débiles, tradicionales o emergentes – deben arriesgar y aportar su cuota a esta reforma, permitiendo una reestructuración institucional y una renovación de las reglas de nuestra democracia que permitan y promuevan una mayor participación y una mejor y más abierta representación democrática.
Pero eso no basta. También hace falta una permanente inversión de recursos financieros – sí, de plata – para que la democracia pueda funcionar como un sistema político que mantenga viva la participación y garantice que los mecanismos representativos sean efectivamente representación de todos los electores, y no sólo de quienes financian la elección de los representantes. No se trata – por supuesto – de los millonarios desperdicios de recursos en propaganda en los que se bota la actual deuda política, pero sí se requiere una gran cantidad de recursos para que la democracia cuente con sustento propio y no tenga que venderse cada cuatro años al mejor postor.
Los partidos no deben ser maquinarias electorales que se inflan y se avivan cada campaña para dormir luego la digestión de la deuda que se tragaron, sino organizaciones vivas en permanente ejercicio de la discusión y la participación política. Hay que invertir en eso. Los ciudadanos deben tener múltiples opciones para informarse y educarse políticamente, para estar al tanto de los temas de interés nacional, para oír, para participar... y para hacerse oír. Hay que invertir en eso. Las universidades y los medios de comunicación deben jugar también un papel central y crítico en la política nacional. Hay que invertir en eso. Y las campañas electorales deben permitir un amplio y diverso flujo de ideas y propuestas. Pero de nuevo: todo ello demanda esfuerzo y cuesta plata.
No es cuestión, pues, de reducir la deuda política, sino de acabar con la deuda política actual sustituyéndola por nuevos medios para financiar la democracia y sus instituciones, incluidos los partidos. No se trata de gastar menos en política, sino de invertir más y mejor. En economía se suele decir que no hay almuerzo gratis. En política podríamos decir que no hay nada más caro que lo que parece gratis: si la sociedad en su conjunto no es capaz de invertir en política para preservar la democracia, ya habrá otros que se encarguen de financiar los partidos y las campañas... ¡pero a costa de la democracia!