La mejor política social
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
La República, 13/2/90
En el libro “El ajuste con rostro humano” –de UNICEF- se plantea la necesidad de una reestructuración económica que logre “que los principales desequilibrios sean eliminados a un nivel satisfactorio de producción, de inversión y de protección de las necesidades humanas, manteniendo la economía en buen estado para un futuro crecimiento y un desarrollo sostenido”. Para esto, sin embargo, no basta que al ajuste se le agregue un “rostro humano”, o que a la política económica se le agregue la política social. Es preciso que el ajuste mismo sea, como tal, “humano”; que la política económica, como tal, se convierta también en una política social. Lo que se requiere, pues, es una política de desarrollo en la que lo social y lo económico se integren a todos los niveles. En pocas palabras, la política social y la política económica, como tradicionalmente se entienden, deben desaparecer.
Para aclarar el sentido de esta afirmación, en principio tajante, quiero utilizar como ejemplo la política salarial. La política salarial… ¿es política social o es política económica? Si desde el punto de vista de su impacto en la magnitud y la distribución del ingreso, es política social, desde la óptica de su impacto en los costos de producción y en la expansión del mercado, es política económica. Pero el asunto es aún más complejo, porque si bien la determinación de los salarios depende de manera importante de las características de la estructura productiva de un país… esta estructura productiva a su vez evoluciona de acuerdo con la dinámica de los procesos de distribución. Así, tenemos que tanto las características de la producción de un país como la correspondiente remuneración de sus factores son, junto con la estructura de sus mercados, elementos centrales en la determinación de los precios de lo que este país produzca y exporte. Precios, remuneraciones, estructura productiva y tipo de mercado, son aspectos inseparables de la vida económica… ¡y social!
Pocos economistas han comprendido el carácter social de la política económica mejor que José Figueres –don Pepe-, quien cuenta que, durante un viaje en que acompañaba a Nelson Rockefeller, éste “me disparó a quemarropa esta pregunta: ¿Cómo definiría usted lo que es un ´precio justo´ por el café o por el banano? Indudablemente –le contesté- justo es un término ético, no económico. Pero tal vez podríamos acercarnos un poco a una definición así: cuando dos o más países intercambian sus productos, precios justos pueden ser los que proporcionen a sus pueblos un tenor de vida aproximadamente igual”.
Pero Figueres no se queda ahí, y continúa diciendo: “a veces me preguntan los comerciantes internacionales ´Usted que es productor, dígame, ¿cuál es un buen precio para el café?´ Quieren decir, por supuesto, un precio que simplemente dé ganancias al propietario del cafetal, sin tomar en cuenta otros factores. Pero esa pregunta sólo se puede contestar con otra: ¿cuál es el tenor de vida que sugiere usted para la población de las zonas cafetaleras? ‘Un precio de tantos centavos por libra sería satisfactorio’ me dicen algunos. ¿Satisfactorio para quién?, contesto yo. Sencillamente para el patrono que paga los jornales prevalecientes en América Latina. ¿Y cuál nivel de vida proporcionan esos jornales a la gran mayoría de la población?, o ¿quién paga los maestros, los policías, las medicinas y los jueces? Todo esto forma parte del ‘costo social’ del café en las zonas cafetaleras, o del banano en las zonas bananeras, o del estaño en las minas del metal”.
Sólo falta aquí una pregunta crucial: ¿qué hace posible que, en determinados países, cierto tipo de estructura productiva se combine no sólo con salarios crecientes, sino con todo un ambiente social que representa –a decir de Figueres- un elevado tenor de vida para su población, mientras que en otros países el crecimiento económico no logra tal combinatoria? Si bien el crecimiento económico es una condición necesaria para el desarrollo social, la relación entre ambos no es automática: no es cualquier crecimiento económico el que permite un proceso significativo de desarrollo social; y aún aquellos procesos económicos que harían posible dicho avance social, requieren acciones deliberadas para consolidarse como tal.
Volvemos así al argumento central de este artículo: ¿cuál es la mejor política social? Precisamente aquella que va más allá de la política social, aquella capaz de incorporar la estructura productiva y la estructura social en un proceso de desarrollo integral que logra tanto la producción y distribución eficiente de bienes y servicios, como la combinación de precios y remuneraciones acordes con el tenor de vida que la sociedad en su conjunto haya definido como meta.
Si nuestra meta es acercarnos paulatinamente a los niveles de vida de las naciones más desarrolladas, entonces nuestra estructura productiva y los precios de nuestros productos tendrán que evolucionar de manera tal que las remuneraciones de nuestros factores productivos –y en especial la remuneración directa e indirecta de la fuerza de trabajo- se acerquen cada vez más a las remuneraciones de los mismos factores en aquellos países. La política social por sí misma no puede, artificialmente, elevar las remuneraciones y los niveles de vida hacia esa meta si, simultáneamente, la capacidad productiva nacional no se desarrolla en la misma dirección. Sin embargo, es difícil que las decisiones de inversión privada promuevan ese desarrollo si no se ven acicateadas –y hasta amenazadas- por una política social audaz que suponga, precisamente, que ese desarrollo se dará. Tal debería ser nuestra política de desarrollo.