Lo que no tiene precio
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
La República, 14/3/91
¡Cuántas veces el lenguaje del sentido común descubre, con sus paradojas, las paradojas más profundas que se esconden tras el lenguaje poco común de los economistas!
Cuando usando el lenguaje del sentido común decimos que algo no tiene precio, todo mundo nos entiende: ese algo tiene gran valor. Cuando cierto tipo de economista ve algo que no tiene precio... lo que entiende es que ese algo ¡tampoco tiene valor!
Para este economista los precios lo resumen todo: el alto precio de una mercancía le indica que en ella confluyen un gran deseo por consumirla con un elevado esfuerzo por producirla; el bajo precio de otra mercancía le indicaría que o bien es posible producirla con menores recursos y esfuerzo, o que el deseo por ella no es tan intenso como para valorarla más.
La idea no es descabellada. En una sociedad en la que los mercados funcionan razonablemente bien y exista una equitativa distribución del ingreso, el precio de aquellos bienes que puedan ser producidos como mercancías por medio de la utilización de otras mercancías, reflejaría en efecto la combinatoria de esfuerzo/deseo que la sociedad tenga por dicho bien.
En tales casos, los precios serían un buen indicador del valor social de esas mercancías y el lenguaje del economista coincidiría con el lenguaje del sentido común. Desgraciadamente para el economista, la realidad no suele comportarse como él quisiera.
En el propio mundo económico, el mundo de las mercancías, se viola constantemente los primeros dos requisitos para que los precios funcionen como buenos traductores de esfuerzos y deseos: son muchos los mercados que, como el del petróleo, no funcionan razonablemente bien; y son más aún las situaciones socialmente inaceptables de distribución del ingreso. Pero el verdadero problema surge de la incapacidad del mundo económico para incorporar dentro de sus criterios de valoración todos aquellos aspectos de la realidad que se resisten total o parcialmente a ser convertidos en mercancía.
Los recursos humanos y los recursos naturales son, sin duda, dos de los ejemplos más significativos de esta limitación de la valoración económica. La naturaleza –y los recursos humanos como parte de ella- no puede ser producida y reproducida como mercancía: puede utilizarse para producir mercancías, pero ella misma –como la gente- no llega a transformarse plenamente en mercancía. Así, rigurosamente hablando, ni la naturaleza ni la gente pueden tener un precio... y sin embargo lo tienen.
Estos precios sólo reflejan una parte de la realidad, aquella que logra ser aprendida por la lógica económica: nos dicen cuánto hay que pagar para poder usar y usufructuar de los recursos humanos y naturales y cuál es su rentabilidad en tanto contribuyen a la producción de otras mercancías. No nos dicen nada de su reproductibilidad, ni de su eventual deterioro, agotamiento o extinción; no nos dicen nada del impacto que su uso podría tener en los balances ecológicos; no nos dicen nada de su contribución intrínseca a la vida, ni de su importancia para satisfacer necesidades o deseos colectivos de la sociedad o la misma naturaleza. En fin, los precios asignados a los recursos naturales y humanos suelen limitarse al estrecho terreno del costo/beneficio de hoy, olvidando tanto sus impactos pecuniarios de mañana como sus aspectos no pecuniarios de hoy y de siempre. Esas cosas, como dije antes, no tienen precio.
No quiere decir esto que debamos hacer caso omiso de los precios (o de los economistas), pero sí que debemos comprender tanto las virtudes como las limitaciones del análisis y los instrumentos económicos y actuar sobre ellos. Para que las señales de equilibrio del mercado se acerquen más a las que corresponderían con un desarrollo integral sostenible, es preciso “distorsionar” los precios estrictamente mercantiles, incorporando en ellos el costo social y ecológico del desarrollo como criterios que guíen la asignación de los recursos económicos (los impuestos a la contaminación son un buen ejemplo). Por otro lado y dadas las imperfecciones propias de los mercados, la sociedad deberá complementar estas distorsiones con las regulaciones necesarias para que los distintos agentes se comporten de acuerdo con los criterios de eficiencia social de largo plazo. Finalmente, en todos aquellos campos en donde las regulaciones y las distorsiones en los precios no basten, la sociedad deberá intervenir directamente para garantizar tanto la sostenibilidad y diversidad de la vida en el planeta, como el adecuado tratamiento de la persona humana, esencialmente irreducible al “valor de su producto marginal” que, supuestamente, se reflejaría en su precio mercantil.