Mujeres, Puertas y Hombres
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
La Nación, 4/3/00
En unos trescientos o cuatrocientos años, cuando alguien se pregunte por el rasgo distintivo del siglo XX ¿qué respuesta encontrará? Hemos tenido guerras, las más grandes de la historia, pero guerras que al fin y al cabo no nos distinguen mayor cosa de otros siglos. Hemos tenido revoluciones de toda clase, apasionadas y traicionadas, fracasadas y hasta olvidadas, que serán sin duda parte del aprendizaje humano, pero que no llegan a marcar el siglo XX como el siglo de la revolución. Y hemos tenido inventos, todo tipo de inventos, sublimes y ridículos, virtuosos y virtuales chunches que han hecho más fácil nuestra vida pero ¿distinta? No, no creo que se recuerde al siglo XX como el siglo de los inventos: los hubo antes y, sin duda, los habrá – y más – en los siglos por venir.
¿Hubo algún cambio que fuera realmente fruto meritorio y exclusivo del siglo XX? Meritorio como para haber cambiado para siempre la forma en que vivimos, pensamos y sentimos; exclusivo como para no haber ocurrido en siglos pasados ni llegar a ser opacado por los siglos futuros.
En unos trescientos o cuatrocientos años la respuesta parecerá tan obvia que ni ameritará mayor discusión. El siglo XX será recordado como el siglo que abrió a la mujer la puerta de la vida social. Ningún otro cambio ha sido más profundo, ningún otro tendrá tanto impacto.
El siglo XXI verá con toda naturalidad que hombres y mujeres trabajen codo a codo y cara a cara en todos los oficios y en todos los espacios. Nadie se sorprenderá de lo que no tendrá por qué ser sorprendente. Mujeres en los más altos puestos de mando: mujeres directoras, presidentas, gerentes, jefas y ministras. Mujeres destacadas en todas las profesiones: mujeres economistas, ingenieras, médicas y abogadas. Mujeres científicas, artistas, filósofas y escritoras. Mujeres donde antes sólo cabían hombres: mujeres futbolistas y boxeadoras, mujeres mecánicas y fontaneras, mujeres sacerdotes – mujer Papa – y, en fin, mujeres criminales.
Casi nada de esto nos extraña hoy en esta larga vigilia en que se funden dos siglos. Ya nos hemos ido acostumbrando a las mujeres y sus cada vez más frecuentes excepciones. Pero es que hasta hace muy poco eran verdaderas excepciones. Y las excepciones, como todo lo distinto, nos amenazan cuando empiezan a dejar de serlo. Por eso el cambio no ha sido fácil: el paso de la mujer encontró – y ha ido derribando – todas las resistencias. Abrieron poco a poco las escuelas. Abrieron los colegios y las universidades. Abrieron las fábricas, abrieron las oficinas. Abrieron las urnas de votación. Abrieron los gobiernos y los parlamentos, las cortes y los tribunales. Abrieron los periódicos. Todo eso estaba cerrado hace cien años... y está abierto a la entrada del siglo XXI.
¿Y los hombres? Porque no podríamos pensar que puede darse un cambio de tal magnitud en la vida de las mujeres sin que eso tenga consecuencias igualmente dramáticas en la vida de los hombres. Pues, con los hombres... la cosa va a medias.
Por un lado, nos hemos ido acostumbrando – algunos hasta han contribuido – a la participación de la mujer en lo que por siglos habían sido dominios masculinos. Poco a poco, y no sin traumas, hemos aprendido a disfrutar esa presencia femenina que vuelve más compleja y más rica la vida social, la vida del trabajo, de la política, del juego y el ocio.
Pero por otro lado, los hombres no hemos sabido, no hemos querido, no hemos podido dar el que era nuestro paso en este proceso: no hemos abierto nuestra puerta, la que nos ha estado cerrada – también – por siglos. La puerta pequeña, profunda, íntima. La puerta hacia adentro. La puerta de la casa, de la familia. La puerta de los quehaceres domésticos. La puerta de las preocupaciones por los más prójimos. La puerta del afecto, del derecho a sentir y a expresar los sentimientos.
Si todos hemos ganado con el papel nuevo que los hombres y mujeres del siglo XX construyeron para la mujer – para las mujeres – de los siglos venideros, todos perdemos por nuestra incapacidad de hacer lo mismo por el hombre – por los hombres – de los siglos venideros. ¿No es hora de empezar a abrir esas pequeñas grandes puertas y encontrar al hombre, como a la mujer, en todos lados?