Nuestra crisis de identidad
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
Material para Curso de Didáctica Universitaria, 2000
Se habla mucho de la crisis en que vivimos, la crisis que nos agobia, la crisis que provoca esa sensación de malestar que parece embargar a nuestra sociedad. Y, sin embargo, parece que todos usamos la palabreja –crisis– en sentidos distintos, variados, mezclados y hasta contradictorios. ¿De qué crisis se trata, si es que se trata de una crisis?
A juzgar por el volumen y frecuencia de las noticias y los comentarios en los medios, uno pensaría que la crisis tiene que ver con la economía, como atestiguan la constante referencia a temas como deuda interna, déficit, precios, ineficiencia, privatización, competitividad, y tantas otras similares. También podríamos hablar de una crisis política, en la medida en que se destaca la apatía, el desencanto, la pérdida de confianza, el deterioro de los partidos, la ineficacia de las instituciones y la sensación de escasa representatividad que parece prevalecer. O ¿por qué no? podríamos hablar de una crisis de valores, reflejada en los múltiples comentarios, denuncias, acusaciones veladas y no tan veladas sobre diversos casos de corrupción – legal o ilegal – y una creciente sensación de que, con el paso del tiempo, las cosas se olvidan y la impunidad se consolida.
Pienso, sin embargo, que por importantes que sean estos problemas de la economía, la política y la corrupción, no son esos los problemas que explican el malestar vigente y la sensación de crisis continuada en que vivimos. Más bien, me inclino a pensar en una especie de crisis de identidad de nuestra sociedad, una crisis que conlleva una pérdida de sentido – pérdida de significado – de nuestra vida en sociedad y, sin embargo, la necesidad de sobrellevar esa vida colectiva como país. La sobrellevamos, pero no la sentimos tan nuestra como antes.
Y no quiero exagerar aquí las virtudes del pasado. Cuando digo que no la sentimos tan nuestra no quiero confundir la palabra nuestra con palabras como justa o equitativa, ya que tampoco era justa o equitativa hace veinte años, simplemente la sentíamos más nuestra. ¿A qué me refiero?
Para responder, permítanme una digresión. Con el predominio del razonamiento económico, nos hemos ido acostumbrando a pensar la sociedad como un conjunto de agentes individuales que viven juntos sólo y en la medida en que esa vida colectiva les permite estar mejor ellos como individuos. Es la sociedad como suma de sus células individuales, cada una de las cuales tiene sentido en sí y para sí misma. Pero los seres humanos no somos así, estrictamente individuales y egoístas, sino que somos seres individuales, sí, pero igualmente sociales; egoístas, también, pero simultáneamente solidarios. No es cierto que lo que más nos importe en la vida sea maximizar el bienestar, y mucho menos ese bienestar que se confunde con consumo, lo que más nos importa – como bien destacó el padre de la economía Adam Smith, es el reconocimiento y el afecto de los demás. Los precios son enormemente importantes para asignar y distribuir los recursos económicos de la sociedad, pero sigue siendo cierto que las cosas que más valora el ser humano son, precisamente, aquellas que no tienen precio.
Pues bien, si lo que más nos importa es el reconocimiento de los demás, que los otros nos re-conozcan, que se identifiquen con nosotros, que nos valoren y nos aprecien, la pregunta que sigue debiera ser evidente: ¿quiénes son ‘los demás’? ¿cuáles otros? ¿Se tratará, acaso, de ‘todos los demás’? Pienso que no. Con pocas excepciones, a los humanos no nos importan todos los demás, todos los otros, sino aquellos con los que, por motivos que a veces entendemos y a veces no, nos identificamos de alguna manera; aquellos con los que formamos algún tipo de comunidad; aquellos con los que creemos tener algo en común, algo que nos permite entendernos, algo que nos identifica, que nos une como parte de una misma identidad. En fin, aquellos que, por una u otra razón, consideramos ‘nuestros otros’... y es claro que la palabra que resume ‘nuestros otros’ es, precisamente ‘nosotros’: síntesis de nuestro ser individual y colectivo.
Pero así como nos importan ‘nuestros otros’, esos otros que entendemos como propios y cuyo reconocimiento y afecto valoramos más que cualquier otra cosa, de la misma forma – o más aún – nos molestan ‘los otros otros’, los otros ajenos, los otros distintos, los otros que no entendemos y con los que no logramos identificarnos.
Esos otros distintos y ajenos, sin embargo, no nos resultan indiferentes – a menos que no tengamos noción de su existencia, de su proximidad. Por el contrario, esos otros, en la medida en que nos resultan distintos y ajenos, nos asustan, nos dan miedo. Y el miedo es una de las fuentes más complejas de la conciencia y la inconsciencia humanas. Cuando nos vemos frente a esos otros-no-tan-nuestros, a esos otros que no comprendemos bien, con los que no sentimos identidad común, el miedo hace que nos sintamos amenazados. Sólo decir que nos vemos frente a ellos delata nuestra actitud arisca y temerosa.
¿Cómo nos hace reaccionar el miedo? Al nivel más general, el miedo a lo desconocido, a lo distinto, nos empuja hacia la magia, hacia la explicación fantástica y misteriosa de lo que no conocemos ni entendemos, de lo ajeno. La magia es tal vez una de las formas más primitivas y permanentes mediante las cuales tratamos de apropiarnos de lo ajeno mediante una falsa explicación que nos satisfaga en nuestra ignorancia y, de alguna manera, nos tranquilice. Pero la magia, fundamental como es y ha sido a lo largo de la historia humana, no basta cuando lo desconocido se aproxima demasiado, cuando podemos sentirlo entre nosotros. En esos casos, a la magia se agregan dos tipos de reacciones igualmente irracionales (o, por qué no, igualmente racionales).
Cuando algo es distinto, desconocido, incomprensible, nuestra actitud puede ser abiertamente hostil, dominadora, destructiva. Si lo desconocido me amenaza, mi reacción defensiva me lleva a dominar o destruir esa amenaza. Es, efectivamente, una forma de apropiarse de lo ajeno, de lo desconocido, pero una forma agresiva y violenta que, para asimilar las diferencias, las oprime y las destruye.
Por el contrario, el miedo a lo desconocido puede empujarnos no a la destrucción y dominación del otro, sino a la sumisión. Si lo desconocido me amenaza, mi reacción defensiva bien me puede empujar a someterme, a aceptar la superioridad del otro, a entregarme. En este caso, la apropiación es más bien inversa: lo ajeno me domina y, eventualmente, me destruye.
¿Y a qué viene toda esta digresión? – dirá, con razón, el lector. Propuse que la crisis actual era, precisamente, una crisis de identidad o, más exactamente, una crisis de pérdida de identidad. Con sus bemoles y sus sostenidos, la sociedad que habíamos ido construyendo hasta fines de los años setenta era una sociedad que había logrado un alto grado de integración, de identidad común. Eran pocos quienes se sentían realmente afuera, los que se sentían excluidos, los que se sentían ajenos a la vida nacional. No quiero decir – insisto – que la inclusión o identidad lograda fuera justa. No lo era. Las diferencias económicas, sociales y políticas eran claras y preocupantes. Pero al menos existían los mecanismos – materiales y culturales – que nos permitían entendernos e identificarnos como parte de una misma comunidad nacional. Los canales de integración y movilidad social estaban ahí, y eran conocidos y reconocidos (incluso criticados). La dinámica de la sociedad afectaba desigualmente a sus miembros, pero era efectivamente percibida como la dinámica de nuestra sociedad. Por decirlo así, éramos un nosotros bastante amplio, y eso nos daba derecho a todos (o a casi todos) a sentirnos parte.
Siento que con la crisis de fines de los setenta, y con los vaivenes, estabilizaciones, ajustes y desajustes de las dos décadas finales del siglo XX, algo se rompió en este proceso. Frente a la crisis económica y el deterioro social – más o menos compensado – se fueron desarrollando mecanismos de defensa particulares, mediante los que cada grupo, y hasta cada individuo, trataba de salir adelante independientemente – y hasta en contra, o a costa – de los demás, de los otros. ¿De cuáles otros? Pues... de los que habían sido de una u otra manera sus otros, nuestros otros. El sentido de identidad nacional se debilitó frente al fortalecimiento de las identidades grupales, gremiales, sindicales, empresariales, partidarias, regionales, sectoriales, confesionales, en fin, individuales. Dicho de manera sintética, fueron veinte años en los que se nos encogió el nosotros.
Claro, los símbolos siguen siendo importantes. Sería más que repugnante que cada grupo quisiera afirmarse frente a los otros simplemente mediante la defensa explícita de sus intereses particulares, mediante el ataque claro y transparente a los intereses y necesidades de otros grupos o sectores. La vieja identidad sigue siendo importante, ya no como identidad genuina, pero sí como justificación. Así, las reformas y contrarreformas que proponen e impulsan, que bloquean y boicotean los distintos grupos, tienen siempre como bandera ‘el interés nacional’, es decir, el viejo envoltorio del nosotros perdido. Pero basta rasgar el envoltorio para percibir las pequeñas identidades que reviste.
Más grave aún, más preocupante, sería una consecuencia previsible de esta evolución: en la medida en que se nos encoge el nosotros, la identidad colectiva, en la medida en que nos percibamos como ajenos y distintos, en esa misma medida aumentarán los miedos. Y junto a los miedos aumentarán – me temo – las salidas mágicas, los intentos por dominar y oprimir y, también, por someterse y abandonar las luchas por mejoras que, desde la óptica del nosotros, aparecían como legítimas y posibles.
¿Cuál es el papel de la educación, en su sentido más amplio, frente a una crisis de este tipo? ¿Cuál es el papel de la formación de opinión pública? Una educación liberadora – al decir de Freire – es fundamentalmente una educación que nos libere del miedo. Una educación que nos libere del miedo a lo desconocido, a lo distinto, a lo ajeno. Una educación que nos aleje de la magia, de la sumisión, de la dominación. Lo mismo cabe decir de los procesos de formación de la opinión pública.
De acuerdo con la lógica de lo que hemos planteado, para liberarnos del miedo – de los miedos – lo que corresponde es ensanchar la identidad, reconstruir y ampliar el nos/otros, aprender nuevamente a construir la identidad común con esos otros que hoy nos aparecen distintos y ajenos, descubrir lo que nos une o identifica, lo que tenemos en común. Para ello, tenemos que volver a darle sentido al proyecto de sociedad, y no simplemente al proyecto de economía. Es en esta perspectiva que cobra sentido el ya largo proceso de construcción de derechos, como el contexto sine qua non para que la economía de mercado pueda mantenerse dentro de los límites que exige la vida humana en sociedad.
En este contexto, es fundamental comprender la importancia del aprendizaje, del conocimiento, del entendimiento, como vía para perder el miedo, para vencer el miedo. Sólo se teme lo desconocido, lo inentendible que, por eso mismo, nos resulta ajeno. Una vez que logramos acercarnos, una vez que conocemos y entendemos, ya no nos podrá resultar ajeno sino nuestro, y surge un nuevo sentido de identidad, un nuevo significado.
La educación no es más que el proceso mediante el cual nos apropiamos de lo ajeno, lo entendemos, lo hacemos nuestro. Al hacerlo, ampliamos nuestra identidad y nos hacemos parte de un nosotros mayor. Para lograr esto, la educación no puede ser abstracta, tiene que partir de la situación y el contexto concreto de los educandos, de los ciudadanos. Reconocer la realidad heredada es, en algún sentido, respetarla. Pero reconocerla y respetarla – como bien destaca Freire – no significa consolidarla y eternizarla, sino todo lo contrario: entenderla para cuestionarla y transformarla. Tal es el papel de la educación.
Termino reiterando que esta construcción de una identidad mayor, esta globalización bien entendida – si se quiere – mediante la cual nos apropiamos del mundo, lo hacemos nuestro, y nos hacemos parte de ese nuevo mundo, no supone el final de las desigualdades y de las injusticias. Simplemente plantea un nuevo terreno para enfrentarlas y resolverlas, un terreno en el que todos nos reconocemos como iguales en tanto sujetos de derecho, un terreno en que se reconozca que, si existe inequidad, si existe dominación, esa inequidad y esa dominación no pueden justificarse por ningún tipo de diferencia esencial, por ningún tipo de enajenación, sino que debe reconocerse por lo que es. Es la conciencia y comprensión de nuestro papel en la sociedad, del papel de cada uno de nosotros, lo que constituye la base de un proceso mucho más rico de relaciones humanas que, como siempre, seguirán siendo complejas y contradictorias.