Nuestros partidos políticos tradicionales: ¿Son la misma porquería?
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
El Financiero, 2001
Desde hace varios años, el país vive una sensación de frustración con la política y, sobre todo, con nuestros dos partidos mayoritarios: el Partido Liberación Nacional (PLN) y el Partido Unidad Social Cristiana (PUSC). Para muchos –incluso de sus propios militantes—estos partidos son, cada vez más, la misma cosa... y esto no se dice en el sentido positivo, como si fueran ‘la misma cosa buena’, sino en el sentido de que son ‘la misma porquería’. La vieja oposición entre un PLN que era socialdemócrata y estructuralista y un PUSC que era socialcristiano y neoliberal parecería estar dando paso a eso que ‘La Machaca’ ha llamado irónica y despectivamente el PLUSC.
Este ensayo no es más que una reflexión personal –y un tanto apresurada—para aclararme cuánto de esto es cierto y, sobre todo, para entender mejor la evolución que han venido mostrando estos dos partidos políticos, que los hace aparecer como poco aptos para generar el liderazgo que el desarrollo nacional demanda. Compartirla, es mi manera de provocar al lector, y de provocar una discusión pública que nos enriquezca a todos y contribuya, así, a elevar la calidad de nuestro sistema político y, ojalá, de sus partidos.
El contexto inevitable: la globalización
Aunque no cabe desarrollarlo aquí, es importante tener claro que la evolución de nuestros partidos sólo puede entenderse si se ubica tanto en el contexto de las transformaciones que se han venido presentando en el entorno nacional como en el internacional.
De los cambios en el entorno internacional, que suelen resumirse en el concepto cada vez más vago de globalización, me gustaría destacar , en primer lugar, la globalización de los mercados, tanto comerciales como financieros, de manera que las presiones globales sobre la competitividad, sobre los precios y las remuneraciones locales, se vuelven mucho más evidentes e inescapables.
Esto se ve acompañado por el reto neoliberal que, aprovechando los efectos de la crisis de los años setenta y el dinamismo de la globalización, trata de recuperar a nivel global lo que ya había perdido a nivel de los estados nacionales: el predominio absoluto de los criterios económicos y la lógica de los mercados, frente a cualquier otro criterio de toma de decisiones y, en particular, frente a la lógica de los derechos. Esto se apoya en una fuerte retórica antipolítica que busca de manera explícita debilitar al poder político y sus instituciones, frente a las instituciones y la dinámica del poder económico.
La ofensiva neoliberal se va a ver notablemente fortalecida por la disolución de la Unión Soviética, por la simbólica caída del Muro de Berlín y por el agotamiento del experimento ‘socialista-autoritario’. Esto fue especialmente importante porque, independientemente de la bondad o perversidad de esos regímenes, lo cierto es que la amenaza revolucionaria constituyó una presión y un catalizador de primera magnitud para lograr que se concretaran muchas de las reformas sociales que humanizaron al capitalismo moderno a lo largo del siglo XX: códigos laborales, salarios mínimos, políticas universales de salud, etc. En ausencia de tal amenaza, la urgencia de las reformas se debilita significativamente.
Pero si bien la globalización constituye un terreno fértil para la ofensiva neoliberal, al mismo tiempo abre un espacio significativo para la construcción de una lógica universal de los derechos humanos, de manera éstos –como los precios y la competitividad—trasciendan las fronteras de los estados nacionales. Esto abre, por decirlo así, el espacio de la resistencia a la ofensiva neoliberal.
En términos políticos, estos procesos van a plantear un reto particularmente difícil a los partidos y movimientos socialdemócratas, cuya ideología y propuesta programática había descansado en una síntesis entre capitalismo económico y democracia política que se concretaba en la figura del Estado Benefactor (Welfare State) que, precisamente, iba a ser cuestionado por los eventos del último cuarto del siglo XX: la crisis financiera, la globalización y el final de la amenaza comunista.
Mientras los socialdemócratas se sentían confusos y carentes de respuesta ante la crisis, los partidos socialcristianos y conservadores parecieron encontrarse en una situación a la medida de sus planteamientos liberales en lo económico y conservadores en lo político. Fueron los años de Reagan y Thatcher. Y fueron también los años del ‘Consenso de Washington’, con el apoyo de las principales instituciones financieras internacionales, buscó impulsar ese mismo tipo de políticas en todo el mundo –en especial, en los países menos desarrollados como Costa Rica.
Durante los años noventa, esta situación fue dando un giro interesante. Las limitaciones del enfoque neoliberal y sus recetas se fueron haciendo evidentes, tanto por sus efectos sociales y políticos como por sus deficiencias económicas, y si bien mantienen vigencia y poder, su apogeo ciertamente ha pasado, y se abrió un espacio para la búsqueda de una nueva síntesis –ahora a nivel global—entre el dinamismo de la economía de mercado y la institucionalidad necesaria para que ese dinamismo no sea excluyente y destructivo. Simbólicamente, el mundo pasó de Reagan y Thatcher a Bill Clinton y Tony Blair (aunque también pasó de Felipe González a Aznar... como para recordarnos que los cambios nunca son lineales).
El contexto local: de la crisis al ajuste
Mientras esto ocurría en el entorno internacional, en Costa Rica también se daban transformaciones importantes en ese último cuarto del siglo XX. La crisis, si bien tenía detonantes y agravantes externos, era también el producto de las limitaciones del esquema de desarrollo vigente y, en particular, de esa peculiar contradicción entre los elevados niveles de desarrollo social a los que se aspiraba, y la reducida capacidad productiva de la economía. Al evidenciar esta contradicción, la crisis vino a marcar el final del esquema de sustitución de importaciones y, lógicamente, de la institucionalidad que lo acompañaba.
La crisis fue brutal. La producción cayó en casi un 10% entre 1980 y 1982. El desempleo, usualmente inferior al 5%, superó el 9% y la inflación pasó de niveles inferiores al 5% a más de 80% en 1982. El déficit fiscal llegó a superar el 14% del PIB, y el endeudamiento externo se triplicó en menos de cuatro años, de manera que, para 1982, su servicio absorbía ya un 70% del valor total de las exportaciones. Esto hizo inevitable un drástico proceso de estabilización y el inicio de un proceso más gradual de ajuste estructural que, para bien o para mal, se concretó a lo largo de casi dos décadas fuertemente vinculado a la condicionalidad de diversos convenios con el FMI y la de tres Préstamos de Ajuste Estructural con el Banco Mundial y el BID: me refiero al PAE I, el PAE II y el PAE III – condicionalidad cruzada a la que habría que agregar el peso significativo de la cooperación internacional, en particular el de la U.S. A.I.D.
Por un lado, al igual que en muchos otros países de América Latina, el ajuste estructural que se impulsó en Costa Rica se caracterizó, por promover la apertura y liberalización de la economía, y por mantener la estabilidad macroeconómica. Pero, por otro lado, no llegó a aplicarse como un programa de shock, ni se centró en una estrategia recesiva que aumentara el desempleo y redujera los salarios reales, ni se acompañó de procesos masivos de privatización, ni de reducciones significativas del gasto social. Por el contrario –y a diferencia de lo que ocurrió en otros países—tanto los niveles de empleo como los salarios reales se recuperaron durante el proceso de ajuste, y lo mismo ocurrió con los niveles de gasto social por habitante. La pobreza, que prácticamente se duplicó con la crisis entre 1979 y 1982 hasta llegar al 47%, volvió a reducirse gradualmente durante el ajuste –aunque con altibajos—hasta ubicarse alrededor del 20% en los últimos años.
De alguna manera, el ajuste estructural que se aplicó en Costa Rica se asemeja más a las propuestas de lo que UNICEF llamó un ‘ajuste con rostro humano’ que a las versiones más ortodoxas del ajuste neoliberal. Esto, que puede interpretarse como un logro notable, también puede interpretarse como un defecto. Así, mientras que para algunos los PAEs no fueron más que la aplicación mecánica y brutal de las recetas neoliberales, para otros, el ajuste costarricense pecó precisamente por lo contrario: fue demasiado débil y demasiado lento, y nunca llegó a eliminar los desequilibrios estructurales mediante reformas efectivamente neoliberales.
Entre la inercia y la resistencia
Viendo las cosas con cierta perspectiva creo que, en realidad, no nos ha ido tan mal, aunque ciertamente podría –y debería—estar yéndonos mejor. A partir de la crisis, Costa Rica ha pasado dos décadas con gobiernos que han estado marcados por la necesidad de ‘la estabilización y el ajuste’ y muy presionados por la ofensiva neo-liberal y, sin embargo, se logró sortear tanto las amenazas de la crisis como las de las versiones más ortodoxas del ajuste con relativa habilidad.
Es evidente que las políticas aplicadas no han sido resultado de un plan o una estrategia predefinida, sino el producto de procesos conflictivos. Y es igualmente evidente que, a pesar de sus méritos, aún dejan mucho que desear, tanto desde una óptica socialdemócrata como socialcristiana. Sin embargo –y eso es importante—también han dejado mucho que desear desde una óptica neoliberal pues, como dije, han estado lejos de ajustarse a las recetas más ortodoxas.
Esto ha sido así por dos grandes razones que se manifiestan de muy diversas maneras: la inercia y la resistencia –que no son lo mismo. Independientemente de qué tan bien o qué tan mal esté una sociedad, su forma de vida goza de cierta estabilidad indispensable que se refleja en tradiciones y costumbres, en códigos de conducta, en normas y procedimientos, en arreglos institucionales, etc. Por bien o mal que funcione, esto no cambia fácilmente: de ahí la inercia que se opone al cambio, y que es más fuerte cuanto mayor sea la consolidación institucional del statu quo, como es más que evidente en nuestro caso. En efecto, la solidez de nuestro desarrollo institucional ha generado una poderosa inercia que frena, incluso, cambios en los que probablemente la mayoría podría estar más que de acuerdo.
Pero no es sólo cuestión de inercia, también hay resistencia. Por bueno o malo que sea, cualquier arreglo social reparte de manera desigual sus beneficios y sus maleficios, sus privilegios y sus exclusiones, sus amenazas y sus promesas. Lógicamente, habrá quienes estén más interesados en los cambios –y habría que preguntarse, también, en cuáles cambios—y quienes estén más interesados en la estabilidad, en mantener lo que se tiene. El balance entre las fuerzas que promueven el cambio y las que promueven la resistencia se hace aún más complejo porque no depende sólo de las posibilidades y limitaciones reales sino –y sobre todo—de las posibilidades y limitaciones percibidas. Es, pues, un juego de ilusiones y temores, un juego en el que, más que razones, se conjugan –como decía Hirschman—intereses y pasiones.
En el caso de Costa Rica, a la inercia propia de un sistema institucional sólido, se agrega una resistencia impresionante y más que comprensible pues, mal que bien, con avances y retrocesos, con metidas de pata y nadadidtos de perro, con injusticias e insuficiencias, la sociedad costarricense ha logrado niveles de desarrollo social, de convivencia y de calidad de vida que son notables para la capacidad productiva que tenemos (y en eso sí que hemos fallado) y que superan con creces los alcanzados por la gran mayoría de los países de América Latina. Las inversiones en educación; en salud y saneamiento; en vías de comunicación, energía y telecomunicaciones; así como las políticas salariales y de seguridad social; las políticas monetarias y crediticias; y los mismos programas asistenciales y de combate a la pobreza, han servido –a pesar de sus defectos y limitaciones, que tantas veces nos irritan—para que la gran mayoría de la población viva hoy mejor que hace veinte años, como bien se refleja en los resultados del Censo recién realizado. Y no se me malentienda: hay problemas no resueltos; hay cosas que, en lugar de mejorar, empeoran; y, sobre todo, hay importantes disparidades e injusticias: no todos nos hemos beneficiado por igual, y algunos viven en condiciones que debieran resultarnos inaceptables. Pero, aún así, los logros son innegables.
Y es precisamente la existencia de estos logros la que explica ya no la inercia, sino la resistencia que se opone al cambio. Es cierto que con algunos cambios Costa Rica podría ganar, y ganar mucho. Pero no es cierto que no tengamos nada que perder, y eso los costarricenses parecen entenderlo bien. Por eso, los cambios no sólo no les parecen urgentes, sino que les resultan, incluso, sospechosos, amenazantes, peligrosos. No es lo mismo privatizar los sistemas de electricidad y telecomunicaciones, los servicios financieros o los de salud, en un país en el que muy pocos se benefician de ellos, que en un país acostumbrado a entender su acceso a esos servicios como un derecho, y a darlo por hecho.
Para que esto cambie, para que la mayoría de la población pase de resistir a impulsar determinados cambios, no sólo hace falta definir colectiva y democráticamente cuáles son esos cambios que nos harían mejorar –pues tal vez no sean los que algunos suponen—sino garantizar, además, que el mérito de los cambios no se quede en el papel, o en el negocio de algunos, como ha ocurrido ya en muchos países. Pero es precisamente este paso el que se nos está dificultando: la construcción de un proyecto nacional que logre nuevamente sintetizar los intereses de los distintos grupos y sectores de la sociedad en una estrategia común. Y creo que esto es así porque la crisis no fue sólo económica y social sino, sobre todo, una crisis de identidad, que no superamos aún.
El significado de la crisis: una crisis de identidad
Independientemente del impacto económico de la crisis, y de las bondades o maldades de las políticas de estabilización y ajuste que se aplicaron durante los años ochenta y noventa, hay dos procesos subyacentes que son los que me interesa destacar para comprender mejor la situación de nuestros dos partidos tradicionales.
Por un lado, se hizo evidente el agotamiento de los viejos ‘motores’ de crecimiento económico y de integración económica y social. La industrialización sustitutiva no llegó a pasar de su etapa infantil a su etapa exportadora, sino que se quedó en sustituir las importaciones de bienes de consumo por importaciones de materias primas y bienes de capital. Peor aún, era una industrialización que difícilmente lograría sobrevivir en el mercado interno sin los exagerados niveles de protección del pasado. Por su parte, las exportaciones tradicionales –café, banano, carne y azúcar— tampoco podían generar las divisas que nuestras importaciones demandaban. La necesidad de nuevos motores de crecimiento era evidente, y las últimas dos décadas se caracterizaron por una búsqueda angustiosa de ‘nuevos negocios’ que pudieran jugar ese papel. El proceso, sin embargo, ha sido desordenado y angustiante. En ausencia de una estrategia coherente, de un marco institucional adecuado y de políticas para que las nuevas fuentes de rentabilidad y crecimiento contribuyan también a la movilidad e integración social, lo que se vivió fue una sucesión de incentivos variopintos para esto y para aquello, con un gran costo fiscal y social y con muchas limitaciones y carencias en términos de dinamismo, sostenibilidad e impacto distributivo. En ausencia de un proyecto nacional, tendió a predominar la búsqueda de salidas o negocios particulares para los que lo único importante en términos colectivos era contar con un buen entorno, con un buen clima de negocios para la actividad particular.
En ese contexto, se debilitan mucho –hasta casi desaparecer-- las bases del pacto social implícito que habíamos tenido en Costa Rica desde fines de los años cuarenta hasta fines de los setenta, con la consecuente alteración de los balances político-ideológicos predominantes, de manera que la base política del proyecto liberacionista que predominó en esa fase de nuestra historia, se diluyó. Los sectores económica y financieramente fuertes llegaron a sentir que ya no necesitan del tipo de apoyo que en el pasado les brindó el Estado (aunque sí quieren otros tipos de apoyo) ni de la alianza con los sectores medios que en el pasado permitió a nuevos grupos empresariales confrontar a los viejos grupos oligárquicos. De hecho, esas viejas distinciones han llegado prácticamente a desaparecer, lo cual ha debilitado parte del argumento político en que se sustentaba la inversión y el gasto social que beneficiaba, en gran medida, a los grupos medios del campo y, sobre todo, de la ciudad. Por su parte, estos sectores medios están también fragmentados y confusos: ya no es tan claro cuáles son los caminos de la movilidad social, cuáles son los trabajos ni el tipo de empresas que les ofrecen prosperidad, ni cuáles los proyectos políticos que les convienen. Así, mientras una parte de los sectores medios ve a sus miembros aspirando a vincularse –a veces con éxito—con los sectores que parecen estar teniendo éxito en las nuevas actividades exportadoras, otros se ven empujados o retenidos en empleos que ya no garantizan el tipo de vida al que aspiraban, y más bien se sienten empobrecidos y abandonados tanto por la economía como por la política. Los sectores populares, sobre todo los que antes enfrentaban con más beligerancia –por insuficiente—al Estado desarrollista y benefactor de los sesentas y setentas, hoy son los que más lo defienden, pues sienten –con alguna razón—que les quieren cerrar esa válvula institucional cuando aún no les llegaba a ellos su cuota de beneficios.
Más que una crisis económica, todo esto nos ha producido una crisis de identidad colectiva que, si quisiéramos caracterizarla, tendríamos que decir que ‘se nos encogió el nosotros’. Se ha debilitado la identidad colectiva de la nación, y frente a ella – y hasta en contraposición – se han fortalecido las pequeñas identidades particulares.
Las instituciones –públicas y privadas– no han logrado evolucionar al ritmo y en el sentido necesarios para que la gente siga teniendo, y sintiendo que tiene, canales colectivos para enfrentar sus problemas, para satisfacer sus necesidades, para aportar a la sociedad y recibir también parte del beneficio del desarrollo o del crecimiento. Si bien los gobiernos han logrado administrar más o menos bien las coyunturas de crisis, no han logrado capturar la imaginación social, no han logrado reconstituir ni las instituciones, ni las ilusiones de las que depende la identidad nacional. A su vez, la sociedad –y los medios de comunicación– ha contribuido a dificultar esta tarea, gracias al predominio cada vez más marcado de los intereses particulares sobre el interés nacional.
Estos cambios han tenido una incidencia dramática en toda nuestra vida social, en nuestra vida económica y, como no podía ser de otra forma, en nuestra vida política. Este impacto se refleja con claridad en la evolución de nuestros principales partidos, y del papel que juegan –o dejan de jugar—en la vida política nacional. Pero, para analizar lo ocurrido en nuestros partidos tradicionales, hace falta preguntarnos ¿cuál es el papel de los partidos políticos?
Democracia y partidos políticos
Caricaturizando un poco, recordemos que las sociedades democráticas modernas no utilizan ni la tradición ni la fuerza para seleccionar a sus gobernantes, sino la elección. Este paso, que sin duda representa un avance mayúsculo... les plantea, sin embargo, un problema: por democrática que sea, una elección puede no ser la mejor selección. Ante este riesgo –como bien nos recuerda Sartori—se suele recurrir a dos soluciones que, si bien imperfectas, resultan prácticas. Por un lado, se recurre a la limitación del poder que se delega en los gobiernos: tanto una limitación que evite su perpetuación en el poder, poniéndole un plazo a los gobiernos electos; como una limitación relativa que evite la absolutización de su poder temporal, mediante la división de poderes.
Y por otro lado, se recurre a un tipo de institución de particular importancia para el funcionamiento de la democracia representativa: los partidos políticos, que tienen la responsabilidad de producir el tipo de liderazgo que la democracia requiere. Para ello, deben contribuir a la generación de un pensamiento político –ideas, propuestas, programas—que sintetice los diversos intereses que coexistan en la sociedad en un planteamiento ambicioso que aspira a ser un proyecto nacional que sea asumido como tal, mayoritariamente, por la sociedad. Pero no es sólo cuestión de ideas. Los partidos tienen, también, la responsabilidad de ofrecer a la sociedad una selección de las mejores personas y los mejores equipos humanos, dentro de los que la sociedad –de nuevo, mayoritariamente—elegirá a quienes quiera como líderes o gobernantes. No quiero decir que los partidos sean la fuente exclusiva de liderazgo en una democracia: este puede surgir de muchas formas. Lo que digo es que los partidos son la institución que tiene la responsabilidad de hacerlo.
Y, sin embargo, es precisamente a esa responsabilidad a la que nuestros partidos parecen haber estado renunciando: a la responsabilidad de producir liderazgo democrático.
¿Renuncian nuestros partidos a su responsabilidad?
Aunque retengan una significativa clientela electoral, nuestros dos partidos tradicionales se han quedado, cada vez más, sin proyecto. Su modus-operandi refleja una creciente gremialización o corporativización de la política: más que partidos que constituyan y promuevan la síntesis política, se convierten en una mera sumatoria de intereses regionales, sectoriales, grupales y hasta personales. La gremialización ha sustituido la confrontación y la negociación social y política propiamente dicha. Esto se refleja con claridad en la estructura misma de los partidos, y en sus mecanismos de decisión internos, que no se conforman con criterios estratégicos vinculados al carácter del proyecto nacional, con criterios de liderazgo nacional, o con base a la calidad y claridad del pensamiento, a la visión, sino con criterios que reflejan los diversos intereses y clientelas particulares del partido: por sector, por región, por grupo profesional, por tipo de organización, por género, por grupo de edad, etc.
Esta evolución ha respondido a una bienintencionada pero malentendida democratización de los partidos. Sin embargo, al gremializarse de esta manera, los partidos dejan de ser partidos políticos nacionales y se convierten en federaciones o clubes de intereses corporativos, gremiales, regionales, grupales, sectoriales. Esto no los ha hecho más democráticos, al contrario. Representan menos el interés nacional y más los distintos intereses corporativos (y el interés económico en particular). Este problema se vuelve más grave dada la importancia que sigue teniendo el financiamiento privado en las campañas, y la ausencia de financiamiento para el funcionamiento normal de los partidos fuera de campaña.
Uno de los resultados de este proceso es que la ausencia cada vez mayor de lo que podríamos llamar ‘pensamiento de partido’. En el pasado, los planteamientos de la élite pensante eran asumidos como pensamiento del partido, ahora no hay tal élite, lo que hay es pensamientos de individuos y grupos que en muchos casos aventajan a los viejos planteamientos en rigor y profundidad pero –y este es el problema—no llegan a convertirse en pensamiento de partido, ni existen canales institucionales para que se conozcan y, mucho menos, para que se debatan y confronten esas ideas, de manera que pueda surgir un pensamiento críticamente compartido. Hoy por hoy, nuestros partidos no tienen pensamiento –y quien lo dude, que compare los viejos documentos ideológicos del PLN con los de los dos últimos congresos ideológicos, o que trate de encontrar los del PUSC—.
Este debilitamiento de la capacidad ideológica, de la capacidad de análisis y de interpretación, en fin, de la capacidad propositiva de los partidos, juega a favor de la despolitización de la política que acompaña al globalismo, a la retórica neoliberal de la globalización, y debilita la lógica de los derechos frente a la lógica del mercado (y de los intereses que más pesan en el mercado, la lógica del dinero).
Pero no es sólo al liderazgo de pensamiento a lo que parecen haber renunciado los partidos. Además, han renunciado a su responsabilidad en la selección de aquellas personas que mejor podrían ejercer el liderazgo en los procesos democráticos nacionales. La sociedad tiene derecho al mejor liderazgo y, para ello, los partidos tienen la responsabilidad de producir y fomentar ese liderazgo, y de hacer una selección de aquellas personas, hombres y mujeres, que el partido considera mejor capacitados para ejercer ese liderazgo a nivel nacional. Esta selección por parte de los partidos es la que contribuye a que la elección popular sea realmente una elección entre las mejores opciones, tanto ideológicas y partidarias como personales. Pero lo que ha ocurrido en los últimos años es que, en lugar de cumplir con su responsabilidad y hacer una verdadera selección política para que la gente tenga una buena oferta para los procesos democráticos de elección popular , los partidos han optado por renunciar a la selección y sustituirla por otra elección. De nuevo, la bienintencionada pero malentendida democratización ha terminado traicionando a la democracia misma.
Se debilita, además, el régimen de opinión pública
El otro gran tema en este proceso de deterioro de nuestra vida política es el relativo al debilitamiento del régimen de opinión pública, sobre todo en relación con la política. Tal vez deterioro no sea una palabra exacta, pues supondría que fue mejor en el pasado, y no siempre fue así; pero sí podríamos afirmar que nuestro actual régimen de opinión pública no parece estar a la altura de los tiempos. El tema es amplio, y sólo cabe mencionar aquí algunos de sus principales aspectos.
Al igual que ocurre en la sociedad en su conjunto –y en los partidos—también los medios de comunicación tienden a reflejar el predominio de las visiones e intereses particulares. Peor aún, ha habido un fuerte énfasis en la retórica antipolítica, un sesgo que parece buscar el desprestigio de la política, a la que algunos parecen ver no sólo como un mal necesario sino, incluso, innecesario. Siguiendo las tendencias que parecen prevalecer a nivel global, hasta la información política se ve absorbida por la lógica de los sucesos y el entretenimiento, reduciéndose los espacios para el análisis y la interpretación. El debate suele ser más una confrontación de personalidades alrededor de sucesos políticos del momento, que una auténtica confrontación de análisis, interpretaciones o propuestas alternativas. Este enfoque se alimenta y retroalimenta el uso creciente de las encuestas, y a eso parece reducirse la opinión pública: a las encuestas. No es de extrañar que, en ese contexto, la corrupción –real y percibida—se convierta en uno de los argumentos más fuertes sobre y contra la política, con el resultado paradójico de que oscilemos entre la impunidad y la cacería de brujas. En ambos casos, pierde la democracia.
¿Una situación no liderable?
Creo que para que la democracia funcione bien los partidos tienen que recuperar su papel. Esto no quiere decir volver al pasado, al contrario: sólo pueden recuperar su papel comprendiendo los retos y oportunidades de la situación actual, y generando procedimientos propios para promover tanto la competencia de ideas y la síntesis de pensamiento estratégico que se ofrezca al debate nacional, como la competencia de personas que permita el surgimiento y selección de líderes entre los que la gente pueda elegir. Pero claro, como hemos visto, no están fallando sólo los partidos: fallamos como sociedad.
Nos quejamos de que no hay liderazgo, y nos vemos tentados a pensar que es por falta de líderes que estamos como estamos, que bastaría con encontrar al ‘hombre’ adecuado (aún no llegamos a pensar en la mujer adecuada) para salir adelante. De lo dicho, sin embargo, yo tiendo a pensar que ese no es el problema –aunque a veces también me vea tentado a pensarlo—sino que estamos atravesando lo que podríamos calificar como una ‘situación no liderable’ o, para no exagerar, una situación escasamente liderable, una situación en la que ni la sociedad ni sus instituciones políticas –los partidos en particular—están generando las condiciones para que un verdadero liderazgo político pueda operar.
Pero esa parece ser nuestra situación. Una situación en la que no hay vida política intensa, no hay debate ni discusión, no hay formación de opinión pública, no hay exigencia de rendimiento de cuentas de carácter nacional –excepto de carácter gremial o corporativo—, en fin, una situación en la que predomina la fragmentación y el desconcierto, al punto en que todos parecemos pensar que es más lo que podemos ganar en este ‘río revuelto’ que arriesgándonos en la construcción de un nuevo pacto social que nos permitiera enfrentar de mejor manera los retos de nuestro propio desarrollo, agravados hoy por las oportunidades y amenazas con que nos confronta la globalización. Y por eso es grave la coyuntura, porque esas oportunidades, y esas amenazas, no parecen esperar a que nos pongamos de acuerdo.
Los retos de la globalización y el desarrollo sostenible
Frente a las oportunidades y amenazas de la globalización y la competitividad, nuestro reto más grande surge de la contradicción que pareciera existir entre los elevados índices de desarrollo social que hemos alcanzado, y las limitaciones de nuestra capacidad productiva. Esto fue, precisamente, lo que se evidenció con la crisis de fines de los setenta, y que sólo hemos resuelto enfrentado de manera parcial con los esfuerzos por lograr esa competitividad durante las dos décadas que llevamos de estabilización y ajuste.
Y es que no hay un único camino para lograr la competitividad y rentabilidad de las empresas. Algunos creen que basta con tener un entorno macroeconómico estable, controlar el gasto público, y mantener bajos los costos de los factores productivos, para que las empresas sean rentables y el país crezca. Pero ese camino se limita buscar la competitividad a costa de mantener bajos los salarios y leves las regulaciones ambientales y exonerando a las actividades económicas más dinámicas de su responsabilidad fiscal. Por este camino, los logros costarricenses se harían cada vez más insostenibles: sería un crecimiento basado en pobreza.
Creo que es posible enfrentar la globalización avanzando por un camino más audaz, en el que la competitividad de las empresas no dependa de los bajos salarios y la evasión fiscal, sino de la alta productividad con que se utilicen los recursos humanos y naturales. Esto exige el desarrollo de las capacidades de la población para participar en procesos de alta productividad. Exige también una infraestructura adecuada, y un marco legal e institucional propicio, de manera que se pueda responder con celeridad y flexibilidad a los cambiantes retos de la economía mundial. Pero exige, además, una verdadera actitud empresarial y una administración moderna que haga utilización intensiva del conocimiento, y potencie la capacidad productiva de los recursos humanos, naturales y financieros a los que pueden echar mano las empresas que operan en el país. Por este camino, el dinamismo del crecimiento no sólo depende, sino que da sustento al desarrollo social y a la armonía con la naturaleza: sería un desarrollo sostenible.
¿Se volvieron la misma cosa el PLN y el PUSC?
¿Podríamos decir que el primer camino, el del crecimiento basado en pobreza, corresponde a la versión neoliberal del PUSC en tanto el segundo, el del desarrollo sostenible, corresponde a la versión socialdemócrata del PLN? Por supuesto que no. En política las cosas nunca son tan claras. Estas visiones divergentes también se manifiestan al interior de cada uno de estos partidos, que están lejos de ser monolíticos. Caricaturizando, podríamos decir que en ambos partidos hay personas y grupos que, dependiendo del tema que se discuta, serán a veces más socialdemócratas o más socialcristianos y, a veces, más neoliberales.
Esto se complica aún más cuando agregamos las dificultades específicas de gobernar. Para empezar, se gobierna en medio de un sinnúmero de restricciones: financieras y legales, institucionales y políticas, internas y externas... y hasta limitaciones humanas. Todas estas interactúan de las más diversas formas provocando una creciente preocupación por la gobernabilidad. Además, aunque las elecciones las gane un partido, no las gana todo el partido, y tampoco se gobierna para el partido –o para una de sus tendencias—sino para el país. Esto conduce a esa frecuente y paradójica tensión entre el gobierno y su propio partido, entre el partido y su propio gobierno.
Esta tensión es bien conocida en el PLN, donde mucha gente ha repetido la misma queja durante los últimos gobiernos liberacionistas: ‘es que este gobierno no parece liberacionista, sino neoliberal’. Se han vuelto tradicionales los reclamos por las divergencias entre el gobierno y el partido, entre ‘Zapote’ y el ‘Balcón Verde’, y hasta se ha sugerido que debiera ser obligatorio que las autoridades de un gobierno liberacionista obedezcan a las autoridades del partido, en lugar de plegarse a las presiones y propuestas neoliberales. Si nos consuela (por aquello de mal de muchos...) acusaciones similares han acompañado a gobiernos socialdemócratas en otros países, como en los casos paradigmáticos de Felipe González en España y Tony Blair en Gran Bretaña. ¿Qué tan válidas –o no—han sido esas críticas? Ese, es uno de los debates pendientes.
Este problema, que parecía afectar menos al PUSC, también ha empezado a aflorar en esas tiendas, tal vez como producto de la misma consolidación del partido, tal vez por el agotamiento de la ofensiva neoliberal. El ejemplo más reciente lo tuvimos en la crítica contundente de Jorge Guardia al actual gobierno, un gobierno de su propio partido. Luego de cuestionar los pobres resultados de la actual gestión del PUSC, Guardia sintetizó así sus críticas: “Las vicisitudes del PUSC no acaban en los resultados. Deberá resolver su falta de definición. Tiempo atrás tenía clara la visión del desarrollo, se adhería con tesón al mercado, la apertura, suscribía programas de estabilización y crecimiento con el FMI y el Banco Mundial y defendía la reforma del Estado para facilitar el desarrollo. Cuando los vientos cambiaron, Liberación supo rescatar las críticas al Consenso de Washington. La Unidad se replegó. Abandonó la privatización, la apertura de monopolios estatales, cedió a los agricultores y otros grupos en casi todo, llenó de excepciones los tratados de libre comercio, incrementó el déficit fiscal y ni siquiera planteó la reforma del Estado. ¿En qué se diferencia del PLN? Por renunciar a todo aquello que lo distinguía, quedó huérfano de ideología. De neoliberal sólo quedó el estigma.”*
Sean o no razonables las críticas, nadie debiera sorprenderse de que existan distancias entre los planteamientos de un partido y sus acciones en tanto gobierno, ni de que podamos identificar acciones cercanas al neoliberalismo en gobiernos del PLN y alejadas de él en un gobierno del PUSC. La sabiduría popular tiene para estos fenómenos un refrán que se hiciera famoso en la versión de doña Mireya Guevara: ‘Una cosa es verla venir...’ Aunque, si queremos una versión más apropiada a un ‘economista’ bastaría recordar que cuando se quería explicar con algo de ironía la diferencia entre un monetarista y un estructuralista, se decía que ‘un monetarista es un estructuralista que está en el gobierno, y un estructuralista es un monetarista que está en la oposición’.
Entonces... ¿cuáles son las diferencias?
El hecho es que nuestros dos partidos tradicionales tienden a parecerse más cuando están en el gobierno que cuando están en la oposición. ¿Quiere decir esto que son iguales... que son realmente un mismo PLUSC? Pienso que no. A pesar de que hay muchas cosas que efectivamente comparten en términos ideológicos y programáticos, y a pesar de que cuando están en gobierno se puedan parecer todavía más en algunas de sus acciones, el PLN y el PUSC siguen siendo distintos, al menos lo suficiente como para que yo prefiera estar en uno que en otro –y sin que esto tenga que cegarme a sus muchos y muy variados defectos. Y así, reconociendo y advirtiendo mi propio sesgo personal, que me hace preferir la visión socialdemócrata a la socialcristiana, el acercamiento estructuralista al neoliberal, me atrevo a presentar, de nuevo como caricatura, algunas de esas diferencias que me hacen preferir el PLN al PUSC.
Respecto a la relación Estado/Mercado, el énfasis del PLN está en lograr un balance entre el dinamismo que provoca el mercado y la solidaridad que emana de las decisiones colectivas y el respeto a los derechos mediante el sistema político-institucional. El PUSC más bien enfatiza la libertad de mercado y empresa, con una participación subsidiaria del Estado para evitar abusos o complementar vacíos. El PLN sólo parece estar de acuerdo con las privatizaciones en aquellos casos en los que puede haber suficiente competencia y posibilidad real de regulación para garantizar el acceso y la calidad. El PUSC tiende a apoyar las privatizaciones en un sentido más generalizado, aunque ha aceptado que no se realicen mientras la opinión mayoritaria se oponga.
La base social del PLN se ha ubicado tradicionalmente en los sectores medios, mientras la del PUSC más bien se ubica en los extremos: en los sectores más altos y más bajos. Consecuentemente, la estrategia social del PLN se ha centrado en combinar una política social de corte universal con esfuerzos por la diversificación de la economía, para que los beneficios del crecimiento económico lleguen a más sectores y se logre la expansión de la clase media; en tanto el PUSC tiende a confiar más en el goteo (trickle down) a partir del crecimiento económico, complementado con programas asistenciales focalizados como medio de combate a la pobreza.
La estrategia económica del PLN busca la estabilidad macroeconómica en forma gradual y sujeta al crecimiento; la inversión debe ser atraída y guiada por el mercado y por una política activa de producción que promueva un crecimiento que sea compatible con el desarrollo social, lo que supone salarios e impuestos mayores. Para el PUSC, hay que lograr la estabilidad macroeconómica a toda costa, y el estado debe intervenir lo menos posible en los mercados y en la atracción de inversión, que deben resultar de la iniciativa privada. Mientras el PLN prefiere contar con una amplia gama de instrumentos de política económica, para poder reaccionar discrecionalmente ante distintos problemas, el PUSC quiere minimizar la cantidad y diversidad de esos instrumentos, para evitar que los gobiernos abusen de ellos. El PLN aboga por una apertura gradual y regulada y mantiene una activa preocupación por el desarrollo de la región centroamericana; el PUSC parece preferir una apertura acelerada y muy desentendida de lo que ocurra en Centroamérica.
La política liberacionista respecto a los recursos naturales y el medio ambiente implica una activa intervención estatal para proteger la naturaleza, promoviendo un uso rentable de esos recursos, pero responsable y sostenible. El PUSC parece tener una mayor confianza en el mercado, que sólo requiere que se internalicen los costos y beneficios del uso de los recursos naturales para asignarlos de manera sostenible.
No da lo mismo pero, entonces... ¿qué hacemos?
Termino regresando a las dos preguntas que nos hemos hecho respecto a nuestros partidos tradicionales: ¿Podríamos decir que el PLN y el PUSC son básicamente la misma cosa? ¿O, podríamos pensar más bien que el primer camino, el del crecimiento basado en pobreza corresponde a la versión neoliberal del PUSC mientras el segundo, el del desarrollo sostenible, corresponde a la versión socialdemócrata del PLN? Como dije, la respuesta a esta pregunta es no. Y, sin embargo, también es no la respuesta a la primera: no, no son iguales, y no da lo mismo. Entonces... ¿qué hacemos?
Ah... esa es una pregunta que no me corresponde responder por el lector, a quien sólo pretendía provocar. Y se provoca más con las preguntas que con las respuestas. El ¿qué hacemos? tiene una connotación claramente ética: ¿qué es lo correcto? Y así son, en efecto, las preguntas fundamentales cuando se trata de la participación personal en política, que es siempre una participación que pretende lograr un cambio. La pregunta es angustiante y difícil porque, para responderla, no basta saber cuál es el cambio al que aspiramos –lo que ya es una tarea difícil, cuando nos la tomamos en serio—sino que, además, requiere que nos cuestionemos sobre las condiciones, los requisitos, los procesos y las acciones para que ese cambio pueda, en efecto, hacerse realidad.
En su libro “De la Utopía a la Política Económica”* –un libro que debiera ser de lectura obligatoria—Jorge Arturo Chaves se ha referido a este problema desde una óptica particularmente provocadora, afirmando que tanto renuncia al cambio quien se aferra a una actitud conformista como quien se consuela con sueños irrealizables y, en ese sentido, tan grande sería el peligro de las utopías no mediadas como el del realismo conformista.
Jorge Arturo ejemplifica el primer peligro, el de las utopías no mediadas, en las actitudes revolucionarias que caracterizaron –y nos caracterizaron—en los años sesenta y setenta. Señala con acierto que si fue sorprendente la capacidad que se tuvo entonces para formular ideales; para expresarlos de formas sencillas, hermosas e intensas; para capturar la imaginación del mundo –en especial de los jóvenes- tanto o más sorprendente fue la incapacidad que se tuvo para traducir esos ideales en procesos efectivos de cambio; para tener respuestas específicas al qué y el cómo de la transformación soñada; para diseñar propuestas, mecanismos, instituciones. Más temprano que tarde se haría evidente que ‘¡la imaginación al poder!’ podría resultar tan atractivo como graffiti como inútil sería como guía para algún tipo de acción, por modesta que fuera.
Pero el libro de Jorge es un rechazo a los sueños ni, mucho menos, un elogio al conformismo, un aval al statu quo. Reconociendo el fracaso del utopismo no mediado de los sesentas y setentas, Jorge constata que éste dio paso a una oleada de pragmatismo chato que, sin embargo, resulta igualmente criticable ya que se materializa en un abandono de los sueños, más que en su operativización. En una renuncia a las utopías, en vez de la construcción de mediaciones.
Si la utopía sin mediaciones resulta estéril al abandonar la lucha por el qué y el cómo, por el aquí y el ahora, el pragmatismo conformista es igualmente inútil pues se contenta con la administración del corto plazo, abandonando cualquier horizonte final que vaya más allá de preservar la estabilidad presente. Ese horizonte final, esa utopía, sigue siendo indispensable para que el qué y el cómo, el aquí y el ahora tengan algún sentido, alguna trascendencia. Así, ante esta disyuntiva entre las utopías no mediadas y el pragmatismo chato y cómodo, Jorge propone una ética de lo posible que abra el camino tanto a los sueños realizables como a las realizaciones ambiciosas.
Por eso, y a pesar de los pesares, sigo convencido de que vale la pena participar en política. Pero estoy igualmente convencido de que, para que de verdad valga la pena, tenemos que transformar la política misma. En lugar de abandonarla o desterrarla, hagamos bien la política, promovamos la discusión y el debate, renovemos y transformemos sus medios y sus fines, corramos riesgos, revitalicemos los partidos –los tradicionales y los emergentes, que para todos hay tareas—. Volvamos, en fin, a tener sueños, pero asegurémonos de que sean sueños en los que todos caben y, sobre todo, descubramos cómo hacerlos realidad. Ese es el reto.