Opción de Vida, no de Muerte
Leonardo Garnier

Con la fecundación in vitro hay nueva vida, sin la fecundación in vitro, no la hay. Si alguna idea quisiera yo dejar clara en este debate, es esa: con la fecundación in vitro hay nueva vida, sin la fecundación in vitro, no la hay.
Y no estamos hablando de una vida abstracta, teórica, sino de la vida de personas reales, con nombre y apellido, con cara, con padres, parientes, amigos, conciudadanos. Estamos hablando de personas que sólo existen hoy porque, para darles vida, sus padres recibieron ayuda de las técnicas médicas de fecundación in vitro. En efecto, más de dos millones de personas en todo el mundo han nacido gracias a esta técnica médica, incluyendo quince niños costarricenses como Esteban Kooper, Álvaro Soto, Delia Víquez, los gemelos Beatriz y Luis Daniel Vega, Kaven Lee y su hermana, Meylin Sofía – la última bebé que tuvo derecho a la vida por este medio. Todos ellos son hoy testimonio vivo de esta afirmación: con la fecundación in vitro hay nueva vida, sin la fecundación in vitro, no la hay.
Sin embargo, a partir de la decisión de la Sala Constitucional, que el 15 de marzo de este simbólico año 2000 prohibió la fecundación in vitro en Costa Rica, hemos aprendido que es posible coartar la vida aún antes de la concepción. Es posible optar por la no vida. El problema, y lo que amerita el más amplio debate, es que se pretende forzar esta opción de conducta sobre el conjunto de la sociedad, convirtiéndola – mediante interpretación – en norma de rango constitucional.
La fe y las creencias – como la moral – son personales, individuales. Como tales, deben guiar la conducta personal, individual de cada uno de nosotros: si creo que la vida empieza en la concepción, si creo que la fecundación in vitro atenta contra la vida, si considero que esa técnica destruye vidas humanas, y si considero que eso es moralmente inaceptable, entonces no debo recurrir a esa técnica, esa es mi opción moral y mi opción de fe. Mis creencias y mi fe no pueden convertirse en norma de conducta para los demás. Las sociedades desarrollan normas de conducta social que sean compatibles con las creencias y valores de sus miembros, que permitan el ejercicio de su libertad de manera razonable y razonablemente justa. Las normas que exigen el respeto a los derechos humanos – incluido el derecho a la vida – son parte de esos acuerdos mediante los cuales, los seres humanos, hemos decidido vivir juntos. En esto, sin embargo, siempre habrá áreas grises y múltiples interpretaciones.
Una de esas áreas grises surge, precisamente, en este punto: ¿cuándo la vida es efectivamente vida humana, vida de una persona? Porque la pregunta no es, como algunos sugieren, cuándo hay vida: hay vida en cada parte del cuerpo, hay vida en el espermatozoide, hay vida en el óvulo, hay vida en el cuerpo con muerte cerebral. Más aún, hay vida en los animales, en las plantas, en fin, hay vida múltiple y diversa en la Naturaleza, pero ese no es el punto. Aquí hablamos de la vida humana, no de cualquier forma de vida. Pero ¿cuándo la vida constituye vida humana? ¿Cuándo adquiere esa vida los deberes y derechos de ser considerada persona? Me temo que no es posible saberlo. Hay que decidirlo. Y no es fácil decidirlo.
Personalmente creo que, para ser considerada vida de una persona, la vida debe reunir un mínimo de condiciones. Estas condiciones son particularmente difíciles de establecer en sus extremos: cuando la vida empieza, cuando la vida acaba. En un caso, nos preguntamos si esa vida es ya una vida humana, es ya persona; en el otro, nos preguntamos si esa vida todavía es vida humana, todavía es persona. Y aunque lo quisiéramos – y aunque así lo crean fanáticos de uno u otro signo – no existen respuestas fáciles a estas preguntas, y no hay respuestas absolutas.
En uno de esos extremos, el del final de la vida, hasta la Iglesia ha reconocido que un cuerpo con muerte cerebral puede ser considerado muerto, es decir persona muerta, aún cuando esté biológicamente vivo, es decir, sea un cuerpo vivo. Dejar morir a ese cuerpo vivo no es matar a la persona, la persona murió antes que su cuerpo. Este dilema es aún más complejo en el caso de la eutanasia, en el caso del suicidio asistido: una persona, de acuerdo a su fe, a sus creencias y a su moral, podría decidir que su vida ya no vale la pena, que ya no es lo que esa persona considera una vida digna de ser vivida, vida de persona; por tanto, considerando que su vida ya no es vida, esa persona decide acabarla. Lo que para algunos sería un pecado terrible y sin perdón, para otros puede ser un derecho humano fundamental. Es una decisión personal e íntima. Es una decisión personal, que sólo puede ser cuestión de fe y valores. Es una decisión personal, que no puede y no debe ser cuestión de ley.
El debate sobre la fecundación in vitro enfrenta el dilema de la vida humana en el otro extremo. ¿Son personas los embriones antes de estar implantados en el útero? Personalmente, yo pienso – o creo – que no. En nuestro estado de desarrollo, pienso que antes de aferrarse al útero, los embriones no son viables. Como el espermatozoide antes de fecundar al óvulo, como el óvulo antes de ser fecundado, el embrión no implantado no representa, no es, aún, la vida de una persona. Ciertamente, el embrión es más que óvulo, es más que espermatozoide. Es persona en potencia. Y la fecundación in vitro logra, precisamente, que óvulos y espermatozoides que nunca habrían llegado a ser embriones, lo sean. Este es un triunfo de la vida. Pero no es un triunfo definitivo. Para serlo, hace falta, además, que el embrión encuentre las condiciones necesarias para su realización plena, hace falta que el embrión se implante.
Esto no es muy distinto a lo que ocurre en el proceso natural, sin que nadie se rasgue las vestiduras por ello: las investigaciones más recientes muestran que una gran cantidad de embriones son fecundados y no llegan a ser persona porque ni siquiera logran implantarse en esa cuna viva que es el útero. Igual ocurre con la fecundación in vitro. Como en el proceso natural, uno o varios de los embriones fecundados logran implantarse en el útero – a veces ninguno lo logra – y, al lograrlo, se concreta la potencialidad de esa vida humana. Los embriones que no llegan a implantarse – y aún aquellos que, por deficiencias identificadas, hubieran sido descartados antes de la implantación – no pueden considerarse personas muertas, sino potencialidades fallidas, proyectos de vida humana que no llegaron a buen término. Nunca muertes.
Frente al argumento de que al implantar más de un embrión los médicos están condenando a todos menos uno a la muerte, la respuesta de los médicos es clara y sólida: cuál o cuáles embriones logren implantarse depende de un proceso natural, no de la selección de los médicos. Y la realidad parece darles la razón, como se desprende del hecho de que en los casos asistidos por la fecundación in vitro los embarazos múltiples son 25 veces más frecuentes que en los casos normales. Paradójicamente, parece que los embriones tienen más fe en ellos mismos y en su capacidad de implantarse en el útero materno que quienes, aduciendo su defensa, quieren hasta prohibirles el intento. Para que los embriones no mueran, mejor que no lleguen a vivir – parecerían decir los opositores a la fertilización in vitro. ¿Tiene sentido ese argumento?
Creo que las evidencias son claras. Con la fecundación in vitro hay nueva vida, sin la fecundación in vitro, no la hay. ¿Por qué entonces el debate, por qué entonces la prohibición? Porque en todos estos casos límite de la vida, ya sean iniciales, como el de la fertilización in vitro, o terminales, como los de la muerte asistida, siempre enfrentaremos decisiones complejas y dramáticas que rozan las áreas grises de nuestro conocimiento y nuestras creencias. En algunos casos son incluso más complejas y dramáticas que en la fertilización in vitro. Varios ejemplos, unos reales, otros hipotéticos, servirán para ilustrar estos dilemas.
Tal vez uno de los ejemplos más claros de estas decisiones de vida que algunos interpretan como decisiones de muerte lo tenemos en el caso de los embarazos ectópicos, el caso de esos embriones, vivos, que quedan implantados al útero por fuera, en sus paredes, en las trompas del ovario, y que por tanto no tienen posibilidad de vida, excepto a costa de la vida de la madre. Normalmente, estos embarazos ectópicos se terminan médicamente, y a nadie en su sano juicio se le podría ocurrir pensar en esto como un aborto ni, mucho menos, como un crimen, como un asesinato, como un acto en que la madre, actuando en defensa propia, opta por matar a su hijo nonato. Se trata solamente de un caso de embarazo fallido, de fecundación fallida, de una vida en potencia que no llega a concretarse por no lograr las condiciones naturales adecuadas para su desarrollo. Así lo entienden los médicos, así lo entiende la madre, así lo entiende la sociedad. Y es razonable que así sea.
Otro ejemplo que nos permite apreciar la complejidad de estas decisiones que involucran opciones de vida es el caso reciente de las siamesas británicas. Este ha sido un dilema particularmente angustiante pues la propia posición de los padres y de ciertos grupos religiosos, de no intervenir y dejar que Dios o la Naturaleza siguieran su curso, habría significado la muerte de las dos niñas. La sociedad – en este caso representada por sus tribunales de justicia – optó por otra alternativa: intervenir quirúrgicamente para tratar de salvar una de esas vidas humanas a costa de la otra. ¿Será justo decir a costa de la otra? Creo que no. No se trata, como algunos argumentan en casos como este, o en el caso de abortos terapéuticos, de matar en defensa propia. Ese argumento, aunque bien intencionado, no es más que una perversión. Se trata de algo mucho más humano: son situaciones en las que hay una opción de vida, no dos. No tenemos la posibilidad de que de esa situación surjan, o continúen, dos vidas. Sólo una es viable, sólo una es posible, sólo una. La decisión, pues, no tiene que ver con la muerte, sino con la vida, pero claro, el problema es ¿con cuál vida? Es una decisión dramática y desgarradora, una decisión sin respuestas claras, una decisión sin garantías – podrían perderse ambas vidas – pero es una decisión de vida que sólo el fanatismo puede convertir en una decisión de muerte. En Inglaterra, como ha ocurrido otras veces en otros lugares, una niña vive hoy gracias a esa intervención quirúrgica, intervención que no podía – aunque quisiera – salvar a su hermana siamesa.
Pero déjenme alejarme de los casos reales y cotidianos en que enfrentamos estas decisiones angustiantes, para comentar uno de esos ejemplos absurdos pero útiles que se nos plantean cuando empezamos a estudiar economía.
“Usted es el jefe de una tribu del desierto. Luego de una terrible sequía sólo han logrado salvar una pequeña cantidad de arroz, una cantidad que es apenas suficiente para alimentar a toda la tribu durante un período, y luego todos morirán de hambre. La alternativa es igualmente dramática: usted puede decidir que sólo la mitad de la tribu se alimente, y que la otra mitad muera de hambre, para así poder sembrar la mitad del arroz y garantizar la supervivencia futura de la tribu. ¿Qué haría usted, como jefe responsable de la tribu? Y, si decide que la mitad debe morir para que la otra mitad sobreviva, ¿cómo elige cada mitad?”
Y planteo este ejemplo porque en él no hay discusión alguna sobre si hay o no hay vida previa: la hay, vida con caras y con nombres, vida con amigos y parientes, vida con pasado y con presente pero, tal vez, sin futuro. La pregunta, si nos atrevemos a enfrentarla, es terrible: ¿deben morir todos, o debe morir la mitad? ¿Cuál mitad? Pero aunque no nos atrevamos a enfrentarla, la pregunta sigue siendo terrible: ¿Morirán todos o morirán sólo algunos? ¿Cuáles morirán? ¿Cuáles se salvarán? ¿Por qué? Como en los otros casos, este dilema no tiene una solución correcta. La solución depende de los valores y las creencias de quienes tomen la decisión. En un caso como este, y aunque la diferencia parezca retórica, yo me inclino por replantear la pregunta: ¿Podrán vivir algunos, cuántos podrán vivir? Así replanteada, la pregunta apunta más claramente en una determinada dirección ética: si la mitad de la tribu puede vivir, puede tener un futuro, sería inmoral una decisión que coartara esta vida, y sería moral una decisión que garantizara esa vida, aún si para eso tiene que aceptar la muerte de la mitad de la tribu. ¿Cuál mitad debe morir? ¿Cuál mitad debe vivir? Esas siguen siendo decisiones terribles, pero estemos claros: no se trata de una decisión de muerte, la muerte ocurriría aún en ausencia de la decisión. Se trata de una decisión de vida, de una vida que dejaría de existir de no darse esa decisión. Hay problemas que no nos permiten escapar.
Yo pienso – como dije – que el dilema de la fecundación in vitro no es tan terrible. Pienso que los embriones que no llegan a implantarse no son vidas humanas que se pierden, sino tan sólo elementos de un proceso de creación de vida. Pero quise traer a colación el ejemplo de la tribu porque, para algunos, la fecundación in vitro sí envuelve una decisión equivalente a dejar morir de hambre a la mitad de la tribu. Pues bien, aún si así fuera, pienso que – para mí – esa sería la única decisión moral aceptable. En efecto, cualquier otra decisión significa la muerte de toda la tribu. En el caso que nos ocupa, significa la muerte – la no vida – de todos aquellos seres que pudieron llegar a vivir, pudieron llegar a ser personas con presente y con futuro y que, por la intransigencia moral de algunos, ahora no vivirán. Al negarse a enfrentar esta decisión a la que nos enfrenta la fertilización in vitro, los que se oponen a esta técnica toman – probablemente sin quererlo – la peor de las decisiones. Paradójicamente, su defensa de la vida los ha colocado en el otro extremo, en el de la negación más absoluta de la vida. Su argumento se resume así: si no pueden vivir todos, que no viva ninguno.
Y no exagero. Es sólo con la fecundación in vitro que esos embriones tienen opción de vida. En ausencia de la fecundación in vitro, estos son casos en los que sólo habrá espermatozoides y óvulos perdidos, desperdiciados, muertos si se quiere. No habrá ningún embrión. No habrá ningún niño, ninguna niña. Es sólo la fecundación in vitro la que hará posible que algunos de estos espermatozoides y algunos de estos óvulos se encuentren y sean fecundos, haciendo real su potencia de vida. Sólo la fecundación in vitro hará posible que uno – o varios – de estos embriones se implante en el útero materno y desarrolle ese potencial. La fecundación in vitro permitirá que haya vida donde antes, o en su ausencia, no habría nada. La fecundación in vitro es fuente de vida, nunca causa de muerte.
Quienes consideren que, en el proceso de crear esas vidas humanas, se sacrifican otras vidas, y consideran por tanto que esto constituye una violación de los derechos de esas supuestas personas, que esto constituye un pecado inaceptable, están en todo su derecho – y obligación – de no recurrir a estas técnicas. Pero no tienen derecho de imponer sus creencias, su fe, sus valores, al conjunto de la sociedad. En particular, no tienen ese derecho cuando la fe, las creencias y los valores de la sociedad costarricense, son otros, como se ha evidenciado en el apoyo masivo y patente de la ciudadanía al derecho de los padres a recurrir a esta técnica como único medio de hacer realidad la vida de sus hijos y sus hijas. Esperemos que, al final, prevalezca la opción de vida.
Contrapunto, circulado en Internet, Noviembre, 2000