Por ética y por eficiencia
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
El Financiero 25/4/01
Todas las evidencias apuntan en la misma dirección: la inversión social es la más importante de las inversiones. Desde los estudios econométricos más sofisticados hasta el básico sentido común tienden a confirmar que, como expresaron los Ministros de Finanzas de Ibero América en su reciente Cumbre, los recursos que nuestros países escatimen hoy a la creación del capital humano requerido para el tipo de crecimiento y desarrollo económico al que se aspira, son recursos que le estaremos restando a la construcción de la sociedad que querríamos ser mañana.
Mientras que los países de América Latina dedicaron menos de un 4% del PIB a la inversión en educación y menos del 3% a la inversión en salud durante la última década, los países de la OECD dedicaron más de un 5% y más de un 6% de su PIB respectivamente a las inversiones en la educación y la salud de su gente. Pero no sólo nuestro esfuerzo relativo es menor que el de los países más avanzados, sino que parte de un nivel mucho más bajo del producto, lo que lógicamente genera diferencias aún más marcadas en términos de la inversión social por habitante. En educación, por ejemplo, estimaciones aproximadas indican que los países de mayores ingresos estarían invirtiendo unos $1400 anuales por habitante, comparado con apenas unos $140 por habitante en nuestro caso, es decir, los países avanzados invierten en la educación de cada uno de sus habitantes diez veces más que lo que están invirtiendo, en promedio, los países latinoamericanos.
Con esas deficiencias, y en la medida en que persistan las actuales inequidades en el acceso a las oportunidades de desarrollo del capital humano de distintos segmentos de la población, en esa misma medida no sólo se están reproduciendo situaciones que son éticamente cuestionables, sino que se está generando un patrón claramente ineficiente de distribución, asignación y utilización de los recursos con que contamos para promover no sólo el bienestar sino el crecimiento y el desarrollo.
Esto es particularmente cierto en lo que refiere a las oportunidades de las que estamos privando a la mayoría de los niños, niñas y adolescentes del continente. Cuando se dice que la pobreza tiene cara de niño, esto es algo más que una metáfora: más de la mitad de los niños que viven en nuestros países son niños pobres y, peor aún, estos niños constituyen más de la mitad de los pobres de la región. Los ingresos y las condiciones de vida de sus familias resultan insuficientes para garantizarles las oportunidades básicas para su crecimiento y desarrollo, y los recursos materiales e institucionales que dedicamos a estos niños siguen siendo insuficientes e inadecuados como para romper la reproducción intergeneracional de la pobreza.
Nos consolamos pensando en la imposibilidad de resolver el problema: no alcanzarían los recursos –nos decimos, tranquilizándonos. Pero eso es absurdo: no realizar esas inversiones que vendrían a revertir desde la infancia este círculo vicioso de la pobreza no sólo es inaceptable desde el punto de vista ético y peligroso desde el punto de vista político, sino que es absurdo desde el punto de vista de la eficiencia económica, porque ninguna otra inversión tiene tasas de retorno más elevadas que las inversiones en la educación, la salud y el bienestar de la infancia.
Y esto aún más grave en un mundo crecientemente globalizado, en el que el acceso al conocimiento es, cada vez más, la condición básica de competitividad y éxito económico. Las carencias e insuficiencias que coartan el presente de más de la mitad de los niños y niñas latinoamericanos son, también, insuficiencias que atentan contra el desarrollo mismo. Si no queremos hacerlo por razones éticas, deberíamos hacerlo por consistencia con el discurso de la eficiencia y la competitividad. No creo que haya excusas válidas para no hacerlo, a menos que, en realidad, no queramos. Algún día nos tocará pagar el costo de las oportunidades perdidas.