¿Qué han aprendido los economistas del Japón?
Anónimo

Leonardo Garnier
La República, 10/1/90
Una de las grandes paradojas de las discusiones recientes sobre los problemas económicos del desarrollo la encontramos en aquellos economistas ortodoxos que creen descubrir en el éxito de los países del sudeste asiático una prueba irrefutable de lo adecuado de sus recetas liberalizantes. Así, los ejemplos de Japón, Taiwán y Corea aparecen de pronto como paradigmas de un capitalismo perfectamente competitivo, en el que se cumplen a pie juntillas los supuestos tradicionales de la perfecta movilidad del capital y los recursos productivos, en el que se igualan los precios de los factores, en el que los mercados abiertos producen siempre los mejores resultados, y donde el papel del Estado se limita a facilitar el funcionamiento fluido y exento de distorsiones del sistema económico de mercado.
Esta paradójica confusión ha sido criticada por Miyonei Shinohara, quien precisamente ocupara la jefatura de la Agencia Japonesa de Planificación Económica. Shinohara sintetiza así su posición:
“En la teoría económica moderna se ha considerado que en una economía de abundante trabajo y escaso capital, el desarrollo de métodos productivos intensivos en trabajo llevaría naturalmente a una asignación racional de los recursos. Por otro lado, en una economía con abundante capital y escasez de mano de obra, se da por supuesto que las industrias intensivas en capital crecerían y se convertirían en industrias exportadoras. También se ha asumido que cualquier medida que se tome contraria a este teorema estaría yendo en contra de los principios económicos, distorsionando así la asignación de los recursos. Si este razonamiento fuera correcto –continúa Shinohara- las políticas industriales adoptadas por el MITI (Ministerio de Industria y Comercio del Japón) desde los años cincuenta estaban equivocadas. Irónicamente, sin embargo, las políticas industriales del Japón lograron un éxito sin precedentes por ir, precisamente, en contra de la teoría económica moderna”.
La teoría económica debe usarse para actuar en el mundo que existe, no para fabricar el mundo imaginario en el que nos gustaría actuar. Vivimos en un mundo caracterizado por lo que los economistas llaman competencia imperfecta, con rendimientos crecientes de escala, remuneraciones desiguales de los factores, externalidades, ausencia de mercados a futuro, incertidumbre, interacciones no mercantiles entre los agentes económicos y, sobre todo, un mundo con agentes sociales y políticos que no pueden ser reducidos a las categorías simples de “agentes económicos”.
Eso fue lo que Japón entendió. Japón entendió que tanto los límites como las posibilidades que este mundo le ofrecían eran distintas a las que le señalaban los economistas ortodoxos. Así, la experiencia japonesa debiera enseñarnos que la mejor política económica no es aquella que promueve la eliminación indiscriminada de distorsiones en busca del paraíso perdido de la economía perfectamente competitiva que, a su vez, nos llevaría a “encontrar” nuestras verdaderas ventajas comparativas. Ese paraíso nunca ha existido, ni da señales de alumbramiento. Los países no “encuentran” sus ventajas comparativas… ¡las construyen! Y las construyen –como Japón- con una política económica inteligente que sólo busca eliminar aquellas distorsiones que resultan perjudiciales para su proyecto social de desarrollo, profundizando y aprovechándose de aquellas distorsiones que más bien contribuyan a lograr las transformaciones económicas, sociales y políticas a que la sociedad aspira.
Sin provocar distorsiones, sin una política activa e inteligente, sin más guía que la mano invisible de los mercados internacionales, nuestros países volverían a competir unos con otros, como hace años, para ver quién vende más barata su mano de obra y quién dilapida más rápidamente sus recursos naturales.
Estas enseñanzas son especialmente importantes para países que, como Costa Rica, enfrentan en estos años un reto dramático: o desarrollan ventajas comparativas en sectores productivos que les permitan mantener los niveles de vida alcanzados en las últimas cuatro décadas, o ajustan los niveles de vida de su población hacia abajo, hasta encontrarse con las “ventajas comparativas” del empobrecimiento provocado por la crisis.