Tan visionarios y tan miopes
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
La Nación, 11/2/00
Costa Rica se enorgullece por ser ya un país líder en América Latina en la producción de software. Gracias a las nuevas inversiones en industrias tecnológicas, gracias al desarrollo turístico fruto de la protección ambiental y al crecimiento de la nueva agricultura, logramos un superávit externo que permite finalmente reducir la devaluación y aspirar a una menor inflación. Cerramos el siglo XX con las tasas de crecimiento más altas de las últimas décadas, con la inversión social por persona más alta y los niveles de pobreza más bajos de toda nuestra historia.
Pero, al mismo tiempo, casi la mitad de nuestros jóvenes están fuera de los colegios (porcentaje que parece superar el 70% en los barrios marginales urbanos y en algunas zonas rurales). Esto es una vergüenza y un sinsentido. ¿Cuál es el futuro de un país que por un lado apuesta a la productividad y la modernización, pero por otro parece apostar a la exclusión de más de la mitad de las futuras generaciones? El riesgo de la exclusión social es claro: un país partido en dos.
Muchos, preocupados por esto, han apuntado sus baterías contra los procesos de modernización y sus más evidentes símbolos (las críticas a INTEL son buen ejemplo). Algo similar ocurría en tiempos de la Revolución Industrial, cuando los movimientos luditas destruían las modernas máquinas que –según ellos – eran la causa del desempleo. Como entonces, estos ataques yerran el blanco. Frente al riesgo real de la exclusión social, nuestra protesta y nuestros esfuerzos no deben dirigirse contra los procesos que nos dinamizan – y que más bien deberíamos fortalecer y generalizar – sino contra aquellos que dificultan la integración social, la transformación productiva y la puesta al día de nuestras instituciones.
En educación hemos avanzado, pero sólo a medias. Por un lado, tenemos la expansión de cobertura educativa que se impulsó a inicios de los setentas; los programas de informática educativa, de segundo idioma y de colegios científicos que se impulsaron a partir de los ochentas y noventas; el fortalecimiento del INA; la decisión de destinar el 6% del PIB a la educación y el estímulo que resulta de la atracción de empresas pioneras en la revolución informática y del éxito de industrias modernas como la del software, que dan sentido al esfuerzo educativo.
Pero, al mismo tiempo, somos incapaces de completar el proceso: no logramos revertir la falta de cobertura, la falta de calidad y la falta de relevancia de nuestra educación secundaria. Los muchachos, entonces, se quedan afuera en números alarmantes. Hoy, afuera de la educación. Mañana, afuera de las oportunidades.
Para superar esto necesitamos combinar dos estrategias. Una de largo plazo, que reduzca la deserción y logre que quienes hoy están en la escuela sigan luego en el colegio y que para ellos se abra una gama adecuada de opciones educativas y laborales. Esto demanda aumentar las inversiones en infraestructura; incorporar plenamente la tecnología de la información, única forma de garantizar la universalidad en el acceso; promover esquemas simultáneos de incentivos y capacitación permanente de los docentes; superar las dicotomías absurdas entre aprendizaje y conocimiento; y construir un nuevo esquema institucional que revitalice la escuela y el colegio como instituciones básicas del desarrollo de la comunidad y el país.
Pero a la vez, se requiere otra estrategia – de emergencia o transición – que combine producción y educación en programas dirigidos a rescatar a esa generación que ya no ingresó a la educación secundaria formal, que difícilmente regresará a ella y que, sin embargo, ya empieza a enfrentar la terrible realidad de que, sin educación, no tiene ninguna posibilidad de aprovechar las oportunidades que ofrece la revolución tecnológica que vivimos y que está dando paso a la llamada era de la información. Sin educación, estos muchachos no tienen más futuro que una Costa Rica de segunda o de tercera... mientras otros viven en una Costa Rica de primera.
Cualquier costo es pequeño si lo comparamos con la rentabilidad social y económica de rescatar a estos muchachos, y aún más si tomamos en cuenta los costos – que ya empezamos a pagar – de no hacerlo. ¿Seremos de verdad tan miopes?