Diccionario
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
No hay nada peor que perderse
en un diccionario.
Es terrible.
Uno entra por un simple sustantivo
y, de pronto, ante el menor descuido,
se ve rodeado por los más variados adjetivos.
Las casas dejan de ser simples casas
y se ponen hermosas, erguidas,
quejumbrosas, memorables,
azules, misteriosas estancias
donde los niños dejan un instante de jugar
para volverse malcriados,
pobres, monstruosos, pequeños,
joviales, transitorios envoltorios del alma,
que se torna oscura, pesada, ligera,
olvidadiza, inquieta hurgadora del sentido.
Y del alma brota el verbo que nos guía
por un camino ignoto,
cuajado de adverbios, preposiciones y temores,
por el que avanzamos tímida y cautelosamente.
¿Para qué?
¿Ante quién?
¿Contra qué?
¿Con qué objeto?
Y a cada explicación le acompaña su antinomia.
Al amor, el odio.
A la sabiduría, la ignorancia.
Al enemigo, el amigo.
Y es sólo entonces que,
con un poco de suerte y suspicacia,
¿perspicacia?
recordaremos de pronto dónde estábamos,
pues sólo en un diccionario
podrían ser las cosas tan claras y evidentes.
Blanco y negro.
Antónimo y sinónimo.
Entenderemos en ese trance
que la vida es otra cosa,
que a la pereza no se opone la diligencia,
sino la lujuria;
que a la violencia no la detiene la concordia
sino el miedo,
- el mismo miedo que la causa -;
que la prisa sólo cesa cuando la ambición se apaga;
que el verdadero enemigo del amor no es el odio,
sino el tedio;
y que la amistad no tiene antónimo ni sinónimo,
a pesar de lo que pueda decir la enemistad
y aunque el diccionario la embadurne
de compañerismo, camaradería,
cariño, aprecio y simpatía.
¿Y qué decir de la tristeza y la alegría?
Tan opuestos en el diccionario
como compañeros inseparables en la vida
(y en la muerte).
Leamos, pues, pero dejemos el libro siempre abierto
y con múltiples ventanas,
para poder usarlo sin que, mañoso, nos atrape
irremediablemente.
Porque no hay nada peor que perderse
al confundir la vida
con una definición preestablecida y plana.