El enano del cuento
Leonardo Garnier
Leonardo Garnier
Estaba harto de ser el enano del cuento. ¡Harto! ¿Pero qué podía hacer? La cosa estaba escrita y estaba escrita así: él era el enano del cuento y punto. Pero la pereza es poderosa y así, de pereza en pereza, un día llegó tarde al momento del desayuno (era jueves, y se quedó leyendo en la sección de deportes del diario cómo había terminado el partido de fútbol de la noche anterior). Para su asombro, nadie pareció notarlo.
Todo funcionó como cada mañana y, luego de desayunar, el cuento prosiguió su marcha sin mayores contratiempos. Tal vez no era tan cierto que él fuera indispensable y obligado personaje en aquel tan contado cuento. Pereza y malicia confabularon desde ese día hasta hacerlo escapar una tarde, cuando la princesa jugaba distraída y los caballeros cruzaban sus espadas en la plaza de armas. Y mientras ellos seguían en lo suyo, él, extasiado por una burbujeante e inédita sensación de libertad, caminaba ligero por entre las páginas, con los ojos abiertos como dos gran angulares y las manos en las bolsas, admirando esos mundos hasta ahora vedados, insospechados. La noción del tiempo, tan clara cuando seguimos nuestras rutinas, se vuelve caprichosa bailarina cuando nos embriaga la música de lo desconocido, de lo mágico, de lo etéreo. Las responsabilidades sólo aplican en horas de oficina. El timbre que marca el final del recreo sólo se escucha en las inmediaciones del colegio. Los modales sólo se guardan en palacio. Y él corría por los renglones descubriendo destinos ignotos y moralejas nuevas – no el mismo final de todos los jueves, todos los jueves, todos. Se hizo de noche en un cuento de tigres y elefantes, mientras era invierno en el cuento del gigante y más allá una orquesta sonora y diminuta tocaba el vals de las horas. La alegría del conejo se confundía misteriosa con el asombro del sastre y ambos cabalgaban con nuestro enano en traviesas escobas azules ¿o eran aves? que los llevaban en busca de nuevas aventuras. Mis hijas mientras tanto no entendían nada. Pero nunca, nunca se habían reído tanto con aquel libro.