Leonardo Garnier

En todo sexto grado él era el único que. El ú-n-i-c-o. En el fondo, se sentía bien por eso. Aunque sus compañeros se burlaran; aunque lo hicieran sentirse medio tonto, pendejo, raro, ajeno; aunque le pegaran más de lo que normalmente le pegaban a todos. En el fondo se sentía bien por ser diferente. Claro, no se sentía bien del todo. En las mañanas, al tomar el bus, sabía que no pasarían más de dos paradas antes de recibir un golpe o un insulto, o antes de poder escuchar a dos o tres de los mayores – o de los menores – burlándose de él (o al menos eso parecía, o eso creía él). En clase las cosas se disimulaban, más o menos. Los profesores no tenían por qué saber que él, pero de seguro sabían porque, si no… ¿a qué los comentarios de aquél miércoles en clase de ciencias, o los chistes del Gordo que les daba Química? Tenían que saber, todo mundo sabía. Los recreos se hacían tan largos como cortos habría querido él que fueran. Y nunca estaba seguro de si prefería estar solo – siempre sentía que quería estar solo cuando los otros lo rodeaban para humillarlo con sus bromas o sus jodas – o si prefería, aunque doliera un poco, estar con ellos, con el grupo, con esos que a pesar de todo eran sus compañeros. Y es que cuando estaba solo, el dolor era un poco más hondo. En todo sexto grado él era el único, el ú-n-i-c-o. Las burlas lo golpeaban, los golpes le marcaban el alma. En el fondo, se sentía bien por ser diferente. Más en el fondo, sin embargo, se sentía una porquería.