Leonardo Garnier

Tengo cáncer. Estoy seguro de que tengo un cáncer. ¿Qué más podría ser? El doctor dice que estoy bien, que no me preocupe, que no tengo nada, que el peso que perdí fue por la dieta pero ¿qué más podía decir? Es típico de los cánceres: no se siente nada, no hay síntomas y, de pronto ¡tras! caíste... y nadie se atreve a decírtelo. Ya lo sospechaba desde que Cecilia me dijo que por qué no me hacía los exámenes. ¿Por qué me iba a pedir que me hiciera exámenes si no hubiera sospechado algo? Yo todavía no sentía nada raro, pero ella me conoce tan bien, me conoce mejor que yo mismo. ¿Y por qué acepté esta vez hacerme los exámenes?

Eso también fue raro porque yo siempre le ando huyendo a esas cosas. La forma más segura de enfermarse es hacerse un examen. Eso decía siempre tía Carmen, y algo sabría la vieja porque llegó casi a los cien, y quién sabe si no hubiera pasado del siglo de no haberse caído en la escalera de la Clínica el día que operaron a mamá de la hernia. Y claro, el doctor me pudo haber dicho que tenía un cáncer pero ¿para qué? – habrá pensado – si ya no hay nada que hacer por este pobre, ¿para qué le voy a amargar lo que le queda diciéndole lo inevitable? Y claro, todavía si me lo hubiera dicho, si me hubiera asegurado que tengo un cáncer, que no me queda mucho, entonces yo podría dudarlo, porque los médicos a veces se equivocan en sus diagnósticos, en sus malas noticias, pero... si no me lo dijo, entonces es porque estaba de verdad seguro de que sí tengo el cáncer. Todo apunta a eso, hasta la insistencia en que no postergara el viaje a Europa. Sí, eso terminó de delatarlo. ¿Por qué no postergarlo si estuviera sano? Está claro. Y ¿se lo habrá dicho a Cecilia? ¡A saber! Porque si se lo dijo, ella me lo negará... y con más razón si no se lo dijo. De fijo tengo un cáncer, todo calza. Estoy seguro. Me duele un poco aquí, de este lado...