Leonardo Garnier

Lo movía una pereza inagotable. Lentamente cerró los ojos, como quien no quiere hacer ni ese mínimo esfuerzo de soltar los párpados cual persianas herrumbradas, empujándolos despaciosos y ajenos hacia abajo, hasta llenar de oscuridad el vacío.

Desconectó luego los oídos o, más bien, esperó hasta agotar la batería, escuchando cada vez menos, recibiendo cada vez más débiles los hilillos de sonido que se colaban por los tímpanos gastados. La boca, levemente abierta pero inútil, dejaba entrar y salir un poco de aire baboso y entrecortado, cuyo retumbo ronquete no llegaba ni a ronquido. Pero Carmen sigue ahí. Con el frasco de lexotanes en la mano abierta y la sonrisa de ayer retenida todavía en la comisura de los labios. El no quería verla más. Por eso las pastillas. Nunca más, por eso todas las pastillas. Pero Carmen sigue ahí, obligándolo a pensar en ella hasta el final. Aunque sus ojos se cierren, la imagen de Carmen sigue grabada, indeleble y vivaz como el timbre de su voz que trasciende los sentidos apagados y estimula el registro eterno de su memoria. Ahí está Carmen a su lado, burlándose de él hasta el final, las manos jugueteando con el frasquito vacío de sus recuerdos, de sus ansias y de sus cobardías.