Mar de tristeza añeja
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
Tenía lágrimas en los ojos o, para ser exactos, casi las tenía. Se le apelotaban en la comisura del párpado pero ahí se quedaban, amargas, sin salir. Su cara mantenía la compostura mientras la vida, sin voltear siquiera, le pasaba al lado. Era profunda su tristeza pero, tan vieja, que ya ni parecía tristeza sino, más bien, como un modo de ser. Su modo de ser. Triste. Pero no se le notaba. Así, con esa cara, con esos ojos casi húmedos, con ese modo de ser que pasaba por amable llegó esa tarde a casa de las Taylor. ¿A Margarita busca? Sí, cómo no, espere aquí. Todo el tiempo del mundo, nada más que hacer, tranquilo. El teléfono, a lo lejos, frases sueltas, que sí, por Margarita, ¿cómo voy a saber?, en la sala, no, no sé, más de media hora. Un café y otra media hora después, Margarita. La vio bajar cada grada: un poco en curva y hacia arriba las escaleras, un poco en curva y hacia abajo Margarita. A él, siempre tranquilo, en ese momento se le aceleró, por un instante, el pulso, hasta casi empujar hacia fuera aquellas gotas de tristeza añeja que le acompañaban siempre. Pero se contuvo usando un viejo truco para controlarse, un truco que le enseñó su tío Luis y que consistía en desviar los pensamientos de la mirada, dejarse ir detrás de cualquier detalle, como el hilito de lino negro que sobresalía del borde escotado de aquella blusa, hilo travieso, marinero como él, perdido en un mar ajeno pero capaz, sin embargo, de navegar airoso, sin delatar sus temores ni su soledad. El bote se estremecía con cada nueva oleada, que amenazaba con reventarlo contra el acantilado, pero él se aferraba a los remos y maniobraba una y otra vez, buscando la apertura ansiada, buscando el momento preciso para dejarse ir. Un hilo de esperanza, de luz, el miedo que cede, Margarita, una apertura entre las rocas, hace tiempo que quiero, no, que tengo que decirte esto, el bote se escabulle, apretado, entre los riscos, Margarita, ya no puedo más, necesito regalarte mis lágrimas… y navegar.