Mono Congo y León Panzón
Leonardo Garnier

Este era un mono divertido, comelón y cocinero. Para él no bastaba el bananito arrancado del racimo, no. Mono Congo prefería bananitos en miel, arreglados con crema dulce y canela, algún clavito de olor y, ojalá, servidos junto a una buena pelota de helados de vainilla.
Y qué decir de otros manjares. Las zanahorias le gustaban en mantequilla y con gotitas de naranja. Las espinacas, en salsa blanca, con cebolla y mucha pimienta. Los picadillos, de mil formas diferentes, siempre con un toque especial que resaltaba el sabor del chayote, del maíz, de las vainicas, en fin, de lo que fuera que fuera a parar en esa olla. Y así la lista seguía. Mono Congo era todo un experto en el arte del buen comer.
Pero lo realmente asombroso no era el gusto de Mono Congo por la cocina fina. Lo realmente asombroso -y más vale que lo crean- era que el mismísimo Mono Congo era el “chef” que preparaba las delicias que él mismo se comía... y comía y comía... ¡hasta relamerse los bigotes!
Ese martes tenía antojo de macarrones. Los había guardado desde el jueves, esperando que las ganas se le fueran subiendo hasta llegar al punto. Los preparó con todo cuidado, con su salsa a la bolognesa, y hasta con quesito parmesano recién rayado. Se veían mmm... deliciosos.
Silbando de gusto puso la mesa: la gran olla caliente en el centro, un coco fresco con la pajilla de colores que le regaló Aurelia la Jirafa el día de su cumpleaños, y un gran plato de madera vacío y listo para recibir los macarrones.
Pero dos grandes ojos observaban...
Mono Congo, orgulloso de su habilidad de cocinero, se lavó las manos, se sentó a la mesa y se dispuso a dar fin a aquel suculento banquete.
Entonces, sintió esa rara sensación que se siente cuando alguien nos mira por la espalda; y en seguida, escuchó las quejas de la hierba que anunciaba lentas pero grandes pisadas. Olfateó, snif... snif... pero el olor pícaro del ajo, el tomate y la cebolla ocultaba cualquier otra señal a sus narices.
Se sirvió la primera cucharada... y lo sintió más cerca; la segunda... y más cerca; cuando la tercera cucharada de macarrones cayó al plato, cayó la manaza sobre sus hombros:
-¡ESTAS FRITO, MONO CONGO: HOY TE COMO!
Los olores desaparecieron de un solo. Mono Congo sintió un escalofrío frío frío recorrerle todo el cuerpo, desde la gorra de cocinero que heredó de su abuelo hasta el lazo verde que adornaba la punta de su rabo. Volvió lentamente su cabecita de mono, y se encontró frente a frente con León Panzón, el viejo rey de la selva que, aunque más gordo y más lento que en sus buenos tiempos, conservaba aún sus garras, sus colmillos y suficiente fuerza como para mantener el respeto y el temor de sus súbditos.
-¡No me comás! -chilló Mono Congo-, ¡no me comás!
Pero León Panzón estaba hambriento. Ya no era fácil a su edad darle caza a las gacelas y a las cebras, que lo burlaban en plena carrera; o a los búfalos y a los alces, que se le enfrentaban altaneros con sus cornamentas al frente. Así las cosas, y después de días de no comer, hasta un mono le sabría bien al viejo Rey.
-¡No me comás! -seguía chillando Mono Congo, mientras León Panzón se preparaba para devorarlo.
Pero antes de que el mono hubiera llegado hasta sus fauces, llegó el aroma de los macarrones a su narizota.
-Snif... mmm... ¿qué es eso?, ¿a qué huele, mono tramposo?
Mono Congo, que además de ser un mono divertido, comelón y cocinero, era un mono muy astuto, no dudó un instante ante la posibilidad de salvarse. -Eso -respondió-, es la comida del Rey. Y, por cierto, llegás tarde, ¡tengo media hora de estar esperándote!
-¿A mí? -gruñó León Panzón, entre halagado y sorprendido.
-¿A quién más? -dijo rápidamente Mono Congo-. ¿No eres tú el Rey de la Selva?
-¡Por supuesto! -afirmó prepotente León Panzón.
-¿Y no sabe siempre el Rey de la Selva dónde y cuándo está invitado a almorzar?
León Panzón dudó. El no sabía que estaba invitado, pero -pensó- no podía dejar que un vulgar mono supiera que el Rey de la Selva no sabía ni dónde, ni cuándo, ni cómo, ni por qué estaba invitado a almorzar. Además, tenía tanta hambre...
Así que mintió. Mintió para engañar al mono, aunque fuera él el engañado:
-¡Claro que lo sabía! -dijo, es sólo que me atrasé persiguiendo a una gacela que comí de aperitivo cuando venía para acá. Pero bueno, ya estoy aquí. Ahora, contestá vos mi pregunta: ¿Qué es esto? ¿Qué es la comida del Rey?
-Macarrones a la bolognesa -dijo tímidamente Mono congo, sin saber si aquello sería del agrado del León, o si sería suficiente como para salvarle el pellejo.
-¿Macarrones? Veamos -dijo el goloso felino. Y dejando caer al mono, que del susto estaba más blanco que las canas de su abuelo, empezó a devorar los macarrones de nuestro amigo.
Con cada bocado de León Panzón, Mono Congo suspiraba angustiado, temiendo que fuera de pronto a detenerse. Pero León Panzón no se detuvo, sino que comió y comió... ¡hasta relamerse los bigotes!
-¡Deliciosos! No sé de dónde los sacaste, amigo mono, pero estos macarrones estaban maravillosos. Siento mucho que se hayan acabado sin que los probaras, pero creéme, estaban realmente buenos y yo, ¡estoy realmente satisfecho!
Mono Congo empezó a tranquilizarse. Claro que le habría gustado probar sus macarrones, pero ante la posibilidad de haber conocido por dentro la panza del león, se conformaba con saber que éste estaba satisfecho, y dispuesto a dejarlo en paz.
Pero mientras Mono Congo se tranquilizaba, pensando cómo sus macarrones le habían salvado la vida, León Panzón también pensaba. Pensaba en lo difícil que le resultaba en estos días conseguir algo de comer, y en lo sabrosos que habían estado esos macarrones. ¿De dónde los habría sacado el confitero mono? ¿Podría conseguir otras cosas tan sabrosas? Entonces, exclamó:
-Mono Congo, estos macarrones te salvaron... ¡por hoy!
-¿Por... por hoy? -tartamudeó el monito, presintiendo lo peor.
-Sí, por hoy. Mañana a la mismísima hora te espero en la entrada de mi cueva. Y más vale que me llevés un almuerzo digno de mí, algo tan bueno como estos macarrones. Si no, pobre de tí, porque ahí mismo ¡TE COMO!
Y el león se marchó, tan campante, saboreando todavía los macarrones y ya soñando con lo que el mono le serviría al día siguiente.
“¿Y ahora qué voy a hacer?”, pensó para sus adentros Mono Congo. Pero por más que pensó, sólo había una cosa que hacer si quería seguir vivito y coleando: ¡seguir cocinando!
Esa tarde logró conseguir unas berenjenas preciosas, moradas, apretaditas, y ¡bien grandes! Al día siguiente, y desde buena mañana, Mono Congo se dedicó a prepararlas con queso, carne molida, salsa de tomate hecha por él mismo (pues nuestro mono no era muy amigo del Ketchup), cebollita, olores y varios ingredientes más que no tengo permiso para poner en este cuento. Así, Mono Congo fue preparando unas Berenjenas a la Parmigiana que estaban mmm... de chuparse los dedos.
A las once y media, echándose la gran olla al hombro, el mono cocinero cogió el camino hacia la cueva de León Panzón. Pero pesaba tanto la olla que el pequeño primate no pudo viajar en su forma habitual, de rama en rama y de bejuco en bejuco, a lo Tarzán, sino que tuvo que conformarse con caminar de patitas en el piso y el rabo en alto, para no ensuciar el lazo verde.
Le faltaba ya poco para llegar a la cueva del león cuando se detuvo a tomar un poco de agua a la orilla del río. Pobre Mono Congo, más le habría valido aguantarse la sed: antes de que pudiera ni chistar, Ruperto el Lagarto se plantó frente a él, rodeándolo con su cola blindada y mostrándole sus temibles fauces.
-Tiempo de no verte por el río, Mono Congo. ¿Qué te trae por aquí? -preguntó con sorna el reptil, mientras se pasaba la lengua por el hocico.
-Na... nada especial -dijo el pobre mono con una vocecilla entrecortada, mientras trataba de ocultar tras sus escuálidas carnes el gran ollón con berenjenas que llevaba para el león.
-¿Nada? -repitió incrédulo Ruperto-. ¿Y eso? -dijo, señalando la olla-. Para no ser nada, parece pesar bastante ¿eh, mono mentiroso? A ver, destapá rápido ese perol, si no querés que te destape a vos de un buen ñangazo.
Al pobre Mono Congo no le quedó más remedio que obedecer. No había terminado de salir el olorcito de las berenjenas, cuando el glotón de Ruperto tenía el enorme hocico bien metido en la olla; bastaron unos pocos bocados y una buena pasada de lengua, para dejar la olla más limpia que en anuncio de “Lavaplatos Axión”.
Mono Congo, que había aprovechado la glotonería del lagarto para ponerse a salvo en la copa de un árbol, seguía temblando del susto. Ya no de que Ruperto el Lagarto pudiera clavarle sus colmillotes, sino de la temible amenaza de León Panzón.
¿Y a estas horas, qué podía hacer? Ocultarse del viejo león era imposible pues conocía la selva mejor que ningún otro animal y, en todo caso, no faltaría algún lengua larga que, por quedar bien con el Rey de la Selva, se echara la lengua al hombro delatando el escondite del pobre simio.
Así que, sin saber qué hacer, Mono Congo empezó a vagar sin rumbo por la selva, lamentándose de su mala suerte... y tan mala era que, como sin querer queriendo, vuelta que va y vuelta que viene, fue a dar finalmente a la cueva del León.
León Panzón ya estaba impaciente, y hambriento. Eran las doce y media, es decir, media hora tarde. Cuando por fin vio llegar al mono le gritó:
-¡Eh, Mono Congo, hoy sos vos quien llega tarde! Y ¿qué hay de comer?
Mono Congo no sabía ni qué decir, así que optó por decir la verdad. Primero, le contó al león sobre las berenjenas moraditas y le explicó en detalle la receta, ingrediente por ingrediente. A León Panzón se le hacía agua la boca de pensar el gustazo que le esperaba. Entonces, Mono Congo le contó cómo de tanto caminar tuvo sed, cómo por la sed se detuvo en el río, cómo en el río se topó con Ruperto el Lagarto y cómo, por fin, Ruperto el Lagarto se alagartó con las berenjenas del león.
-¡ROOAAARRRRR! -El rugido se oyó por toda la selva. León Panzón estaba furioso. ¡Ahora sí la hiciste, mono embustero, pero me la vas a pagar! Si no puedo comer berenjenas a la parmigianna... ¡comeré mono en canasta! Y diciendo y haciendo, tomó a Mono Congo del rabo y lo zampó en la canasta de tiquisque que había preparado para acompañar el almuerzo.
-¡No me comás, no me comás! -chilló de nuevo Mono Congo-. Por Dios, ¡no me comás!
-Lo siento changuito -dijo el león-, ya hasta simpático me estabas cayendo, pero el hambre es el hambre... ¡y mi hambre no aguanta hasta mañana!
Al oír esto, al mono se le prendió un bombillo. Tal vez todavía podría salvarse. -¿Hasta mañana? -dijo- ¿y quién ha dicho que tenés que esperar hasta mañana? Dame tan sólo un par de horas y te traeré algo mucho más apetitoso que un simple mono crudo en canasta. Además, mirá qué flaco estoy, así ni para quitarte el hambre voy a servir.
Con su astucia, Mono Congo había tocado dos puntos flacos de León Panzón. Era un león goloso y glotón. Le gustaba comer rico... y comer mucho. Y, la verdad sea dicha, nuestro amigo no se veía ni muy apetitoso, ni muy gordo.
Así, tratando de disimular sus debilidades, León Panzón se las dió de generoso:
-Está bien -dijo-, para que veás que el Rey de la Selva además de fiero es noble, te daré las dos horas que me pedís; pero ¡cuidado me fallás esta vez, porque... ya sabés!
Y bien que lo sabía, y ninguna gana que tenía este mono de pasar de cocinero a cocinado o -lo que es peor- a ser comido sin haber sido siquiera calentado. Así que corrió como una gacela hacia su casa; de camino consiguió una buena porción de espárragos frescos y grandes, y unas zanahorias bien anaranjadas. Al llegar, rápidamente hizo hervir los vegetales, y preparó una salsa de queso y vino con diversos olores y condimentos, en la que terminó de cocinar los espárragos y las zanahorias; para acompañarlos, pensó Mono Congo, nada mejor que un buen arroz. Cuando todavía faltaba media hora para la hora, ya todo estaba listo. Qué digo listo, ¡listo y delicioso! Tanto que hasta nuestro cocinero habría querido meterle cuchara, si no fuera por el nudo que se le hacía en la garganta cada vez que se acordaba de la canasta...
Así, con una olla en cada mano, corrió de nuevo Mono Congo hacia la cueva del león. No se le ocurrió esta vez parar en el río, no fuera el Lagarto Ruperto a hacerle otra gracia. Pero, para gracias, siempre hay más de un payaso. No acababa el mono de alejarse del río cuando sintió pisadas de animal grande, bien grande. No tuvo tiempo ni de pensar. Cuando se dio cuenta ya estaba en el aire, guindando de un gran bejuco que no era otra cosa que la trompa de Felipe, el Elefante.
-¿Qué es esa corredera que te traés? -preguntó el paquidermo. Más parecés un carga-maletas de aeropuerto que un vulgar mono de la selva. ¿Cuál es el apuro? ¿Qué llevás ahí?
Mono Congo no quería responder porque, como todo mundo sabe, pocas cosas le gustan más a los elefantes que los espárragos, y ni qué decir de unos espárragos con zanahorias en salsa de vino. Pero ni modo, antes de que pudiera pensar una respuesta, Felipe había destapado la primera olla, la de los espárragos... y ya no preguntó más. Con su gran moco hizo a un lado al mono que trataba de tapar de nuevo la olla y, enseguida, se dedicó a disfrutar de los espárragos, las zanahorias, y hasta del arroz. Al igual que Ruperto, dejó las ollas relucientes y, al pobre mono, crujiendo dientes del susto de tener que enfrentar, una vez más, la ira de León Panzón.
Después de darle vueltas y más vueltas, Mono Congo terminó por presentarse, de nuevo con las manos vacías, ante la cueva del León. Como la primera vez, empezó por explicar con todo detalle la receta de los espárragos con zanahoria. Luego, cuando ya León Panzón se relamía pensando en la comilona que le esperaba, el acongojado Mono Congo pasó a relatar su caminata por la selva, el cuidado que tuvo para no toparse con el Lagarto, su encuentro con Felipe... y cómo éste había acabado con el banquete del Rey de la Selva.
Como se imaginarán, el rugido de León Panzón fue tan pero tan fuerte que hizo caer los cocos de las palmeras, y hasta en la ciudad lejana temblaron los vidrios de los edificios.
-¿Cómo te atrevés a burlarte de tu Rey, chango indigno ¡Ahora sí que no tenés perdón!
Y una vez más fue a parar Mono Congo a la canasta de tiquisque, y una vez más trató de usar sus argucias para salvarse:
-¡Una hora! Eso es todo lo que te pido, poderoso y noble Rey, dame tan sólo una hora y te traeré un manjar digno de Nerón, Salomón y Miterrón.
Pero el león seguía inconmovible. Ya no iba a dejarse engañar más por aquel truhán, y aunque mono fuera lo único que probara en ese día, al menos mono comería. Ya iba a dar el primer bocado cuando, en un último y desesperado intento por salvarse, Mono Congo gritó:
-¡Filet Mignon! ¡Filet Mignon! ¿A que nunca has comido un enorme y jugoso Filet Mignon?
-¿Filemiñón? ¿Qué es filemiñón? -exclamó el león.
-Pues ¿qué va a ser? -dijo Mono Congo haciéndose el inocente-, pues el plato favorito de los reyes y los emperadores. Estoy seguro que será también tu favorito... ¿no?
-Pues, pues... sí -dijo León Panzón, fingiendo que sabía de qué hablaba el mono-, claro que es también mi favorito.
-Entonces -arguyó el mono-, ¿no vale la pena esperar una pinche hora por disfrutar del mejor Filet Mignon de la selva? A lo que, como era de esperar, el león, goloso y glotón, no se pudo negar.
Más rápido que un correcaminos asustado, corrió de nuevo Mono Congo hacia su casa. Sacó del congelador aquel trozo de lomito que tanto había guardado esperando una ocasión especial (¿qué más especial que salvar su vida?), lo metió velozmente al horno de microondas y, mientras se descongelaba, preparó con rapidez los honguitos, la tocineta y los demás ingredientes. Terminó en menos de media hora, y salió volado, con su deliciosa carga, hacia la cueva del león.
Esta vez, ni lagarto ni elefante, ni mamífero ni semáforo, parecían interponerse entre el apurado mono cocinero y su exigente y ya impaciente cliente. Ya faltaba poco para llegar, uf... uf... Mono Congo corría y corría sin parar. Sólo el valle lo separaba ya de su destino. Bueno, el valle... y el tigre que dormía en el valle, oculto entre las hierbas y los matorrales.
Como dice el dicho, “al que nació pa' martillo, del cielo le caen los clavos”, y es que del cielo parecían caerle a Mono Congo los problemas: iba tan absorto en su carrera, tan preocupado por llegar a tiempo donde el león, que se dió semerendo tropezón...
-Diay, ¿con qué pegué? -decía Mono Congo atontado, mientras buscaba entre las hierbas y los matorrales el paquete de comida. Por fin lo vió, estaba sobre una piedra café, más bien anaranjada. Y Mono Congo, respirando de alivio, se apresuró a recuperarlo. Pero antes de que pudiera siquiera tocar su paquete, la piedra se movió... y levantándose majestuosamente sobre la hierba, se transformó, ante los ojos atónitos del simio, en lo que realmente era: el temible Tigre Epaminondas (sí, al que sus enemigos apodaban “el de las patas hediondas”).
“¿Con qué pegué, con qué pegué?” -repitió el tigre, imitando la vocecilla del insignificante simio. -Pues ¿con qué vas a haber pegado, gran baboso? ¿A quién esperabas encontrar durmiendo entre los matorrales, a Mickey Mouse? ¡Pegaste conmigo! Y echaste a perder mi siesta y mi digestión. Epaminondas estaba furioso.
-Pe... pe... perdone, discu... culpe, lo... lo siento -decía tartamudeando el monito, tratando de recuperar su paquete, y temiendo que antes de conocer por dentro la panza del león... fuera a conocer la del tigre. -No qui... quise molestarlo, es que lle... llevo prisa, y no... no lo ví. Por fa... favor, perdóneme, déjeme seguir mi ca... ca... ca... camino.
En eso, el tigre reparó en el gran paquete que el monito trataba de alcanzar. -¿Y qué es eso? -dijo con su vozarrón de barítono.
“¡Ya estoy frito!”. dijo Mono Congo para sus adentros cuando oyó la pregunta. Ya sabía que dijera verdad o mentira, el tigre abriría el paquete, y que abierto el paquete y comido el bocado serían la misma cosa. Y dicho y hecho. Epaminondas se acercó al paquete, aflojó las amarras, destapó la olla... y se zampó el Filet Mignon como si no acabara de comer.
Como en las dos ocasiones anteriores, nuestro amigo se aprovechó de la distracción para escapar, aunque ya ni siquiera sabía si escapar valía la pena. León Panzón ya no aceptaría más excusas -era tonto, pero no tanto- y a él ya ni siquiera se le ocurría qué podía ofrecerle al león a cambio de su vida, y menos en media hora.
Así, lentamente, se fue caminando hacia la cueva del león, cabizbajo y resignado a su suerte, que parecía haberlo abandonado desde el día anterior, cuando se preparaba a saborear aquellos macarrones a la bolognesa.
Cuando llegó, León Panzón estaba ya preparado, con la servilleta amarrada al pescuezo, y los cubiertos en la mano.
-Bien Mono Congo, ¿dónde está mi filemiñon? ¡Estoy muerto de hambre! ¿No ves que ya van a ser las cuatro de la tarde, gran irresponsable?
Esta vez, Mono Congo ni se inmutó. Una vez más detalló al Rey de la Selva la receta -como para que supiera de lo que se había perdido. Luego narró su carrera por la selva, cómo al cruzar el valle había tropezado con lo que él creyó era piedra y resultó tigre y, por último, cómo el tigre, sin dudarlo ni un instante, se zampó el plato favorito de reyes y emperadores.
León Panzón estaba tan bravo, pero tan bravo, tan bravo, que no pudo ni rugir del colerón que se tenía. Sin decir palabra tomó del rabo al pobre mono y lo incrustó en la temida canasta de tiquisque. Mono Congo ni chistaba, dispuesto a sufrir su suerte con valentía.
Pero entonces, cuando ya León Panzón se preparaba para almorzarse a nuestro amigo, lo goloso pesó más que lo glotón, y no pudo evitar las comparaciones: ¿qué era aquel pinche mono comparado con los macarrones del día anterior?, ¿cómo comparar un mono crudo y sin pelar con unas berenjenas a la parmigianna?, ¿y quién cambiaría unos espárragos con zanahoria en salsa de vino por un simio en tiquisque?, ¿y qué decir del filet mignon? ¡Qué caray! Sí que había tenido mala suerte en ese día: soñar tanto y tan rico, para terminar con tan poco y tan furris.
Así es que, cogiendo al sufrido mono entre sus manotas, y acercándoselo al hocico, le preguntó:
-Mono Congo, decime una cosa antes de comerte, ¿de dónde se supone que sacabas vos todas esas delicias que me ofrecías?
-¿Cómo que de dónde? -respondió el simio, ofendido en su orgullo culinario. Pues de ningún lado, ¡yo mismo los preparaba!
-¿Vos? ¿Vos cocinás? -inquirió el león, incrédulo.
-¿Que si cocino? ¡Como el mejor chef de Francia!
-¿En serio?, no me tomés el pelo una vez más, mono mañoso.
-Tan en serio como que lo aprendí de mi abuelo André, que lo aprendió de su abuelo Pierre, que vivió varios años en Paris con los Rostchild y las Frufru, hasta que se enroló con Barnum en un circo, y aprovechó una escala en el Congo Francés para escapar y volver a casa.
Mono Congo decía todo esto sin pensar, sin segundas intenciones, simplemente ya no tenía esperanzas ni ocurrencias. Esta vez, sin embargo, el bombillo se le prendió al mismo León Panzón quien, al oir lo que oía, pensó. Pensó que a lo mejor sería un gran error comerse a un mono cocinador. Así, sin pensarlo mucho más, exclamó:
-¡EUREKA! Ya lo tengo monito, ya lo tengo.
“¿Ya lo tengo?”, se dijo Mono Congo, ¿y ahora qué le pasa a este gato? Por supuesto que ya me tiene, ¿qué espera para comerme?
Pero el león prosiguió:
-Te propongo un trato, Mono Congo, te propongo un trato.
-¿Un trato? -repitió incrédulo el mono, que más bien esperaba un maltrato. -Pues ¿de qué se trata?
-Si todo lo que me has dicho es cierto (y cuidadito si no lo es), vos y yo podríamos hacer una gran pareja. Juntos podríamos conseguir todo tipo de ingredientes culinarios, vos arriba en los árboles, yo a ras del suelo; luego, vos podrías darte gusto cocinando exquisiteces para los dos; y yo, con mis colmillos y mis garras, te protegería de las amenazas de Ruperto, de Felipe, de Epaminondas, y de cuanto bicho suele amenazarte y acecharte. ¿Qué me decís?
Mono Congo no daba crédito a sus oídos. ¿Vivir con el león? ¿Un mono y un león? En principio, sonaba descabellado pero... ¿porqué no? A decir verdad, bien que le molestaban los abusos de los grandulones de la selva, que en los últimos dos días le habían robado macarrones, berenjenas, espárragos y filet. Y si bien León Panzón era uno de ellos, hacer equipo con él sí que podría acabar con estos problemas.
Por otro lado, pensó Mono Congo, no tengo mucho por donde escoger. Así que saltando rápidamente de la canasta de tiquisque, antes de que el león se fuera a arrepentir del ofrecimiento, le alargó la mano y dijo
-¡Chóquela, socio!
Desde ese día, León Panzón no volvió a pasar hambres ni antojos, y nadie se atrevió a molestar a Mono Congo ni a robarle su comida... que era también la comida del León.
Juntos cazaban y pescaban; juntos sembraban y cultivaban todo los ingredientes necesarios para que Mono Congo se diera gusto con las recetas del abuelo, y del abuelo del abuelo. Juntos desayunaban, juntos almorzaban y cenaban lo que el mono cocinero preparaba y el gran felino resguardaba.
Juntos se divertían, en fin, estos amigos peculiares, que aprendieron a vivir... cual familiares.