Todas las de ganar
Leonardo Garnier

Decidió inventar una parte de su vida y, para eso, se fue a Nueva York. Llevaba una carta de recomendación de don Anselmo, que había sido abogado de Peat Marwick y diputado. Llevaba también una corbata, un vestido, un Mont Blanc y aquella imitación de Rolex que compró en la esquina de Monumental. Llevaba todas las de ganar… y de perder. Llevaba su inglés a cuestas, que era tal vez lo mejor que llevaba, auténtica herencia de su abuelo – Mr. Dartlow. Y claro, llevaba el apellido del abuelo: sólo hizo falta cambiarlo un tanto de lugar, ponerlo de primero, como corresponde, y trocar Miguel por Michael: Michael Dartlow.
Yo lo conocí años después. A su regreso de Nueva York, según me dijo, le resultó fácil conseguir un puesto de ejecutivo en una conocida empresa de representaciones comerciales, que fue donde hizo amistad con Carlos, el hermano de la que llegaría a ser su esposa. Mariella, hoy mi esposa, lo vio por primera vez cuando Carlos lo invitó a almorzar en su casa en San Antonio de Escazú . Michael – Miguel no regresó de Nueva York – era un tipo encantador que llevaba todas las de ganar. Por eso lo invitó Carlos. Por eso todos celebraron su presencia en la mesa familiar. Por eso Mariella aceptó salir ese fin de semana con Michael Dartlow, que llegó a ser visita frecuente en la casa de los Domínguez y, no mucho tiempo despúes, el novio de Mariella. Un año y dos ascensos más tarde, Mariella se había convertido en su esposa y Michael en conspicuo personaje de la pequeña pero selecta sociedad costarricense.
Gracias a la discreta afición que le tenía don Anselmo, Michael había logrado combinar su éxito en los negocios con una creciente influencia en la política – y viceversa, como debe ser. Así fue como lo conocí: trabajaba yo como asesor legal del Ministerio de Obras Públicas, cuando don Michael – como se le trataba entonces – me ofreció que trabajara part time en un ambicioso proyecto de su empresa. Se trataba de la construcción de un metro que viniera a resolver de una vez por todas los problemas del tráfico de un San José que se ahogaba en el humo y en las presas y en los permanentes arreglos de calles cancerosas que ya habían agotado su vida varias veces. Era un proyecto tentador, pero también era un proyecto que me colocaba ante un delicado conflicto de intereses –le dije. ¿Cómo se le ocurre, joven? Nunca pensaría yo colocarlo en esa posición. Lo que necesito es que usted me ayude, con su experiencia, a explicarle a mis socios franceses los problemas y vericuetos de la legislación costarricense. Nada más que eso, y en eso no hay ningún conflicto de intereses ¿no le parece? Y entre sus argumentos, los embotellamientos y mis deudas, terminé aceptando.
A Mariella la conocí en el juicio. Ella estaba allí por él, claro. Los acusados éramos cinco: don Michael y su socio, el empresario don Whilhelm Casto; el propio Ministro de Obras Públicas – mi jefe – y dos de sus asesores – yo, obviamente, uno de ellos. No hubo metro que desahogara las atribuladas calles de San José, y probablemente nunca nadie pensó que lo hubiera – excepto unos cuantos ingenuos como yo. Pero sí hubo muchos estudios de factibilidad y prefactibilidad, muchos anteproyectos y proyectos, y un impresionante Plan Maestro para la Construcción del Metro de la Gran Area Metropolitana de San José, que debía ser financiado por los franceses pero que terminó siendo financiado – en su primera etapa, para no atrasarnos, había dicho don Michael – por el Banco Nacional. Pero lo único que vimos de la primera etapa, fueron los planos... y el adelanto que hizo el Banco.
Mariella siempre asistía a las sesiones del juicio. Ella era bastante menor que él y, para las circunstancias, se comportaba con aplomo y dignidad. No quiero imaginar lo que esto significaba para su familia, sobre todo para Carlos, que se sentía un poco culpable. Fue antes de iniciarse una de las sesiones del juicio que se me acercó. Juan – dijo – ¿podría hacerme el favor de darle estos papeles a Michael cuando llegue? parece que le urgen para la sesión de hoy, pero yo no puedo quedarme porque tengo que llevar a las niñas al médico, por las vacunas. Usted le explica ¿sí?
Lo que ví me dejó pasmado. No era mi costumbre leer documentos ajenos pero ¡qué carajo! un juicio es un juicio, y estábamos en esto juntos, o al menos eso había creído yo hasta que leí. Leí primero con ingenuidad y luego con un asombro que se fue convirtiendo en rabia. Leí documentos en los que yo, ¡yo! aparecía como ‘cabeza’ de un plan que nunca existió, un plan que involucraba a varias personas que, al igual que yo, habían estado fuera de toda jugada. Leí la explicación detallada del plan con el que, como en culebrón de la tele, habríamos engañado a nuestras supuestas víctimas: don Michael y el Ministro que, según estos documentos, no parecían haber estado al tanto de la estafa. Con estos papeles, don Mike tenía todas las de ganar.
Sin ellos, el juicio tomó un rumbo inesperado para Dartlow, que miraba con sus ojos agitados por encima del hombro y por toda la sala, como buscando con inútil discreción a alguien, maldiciendo de seguro a su esposa ¿dónde estará esa estúpida? y sin entender por qué no llegaba con los papeles, sus papeles, los papeles que inventarían su inocencia, los papeles que alimentaban mi maletín y mi desquite.
El Ministro, contra mis sospechas y para decepción general de la prensa que olfateaba sangre, resultó tener suficientes argumentos, documentos y testigos para demostrar que él, efectivamente, había sido engañado (en eso los papeles no mentían). Nada en el juicio parecía incriminarnos ni a mí ni a Pepe – mi compañero asesor en el Ministerio. Nuestro papel en todo esto no había pasado de dar opiniones legales en el caso de Pepe, y de explicar a los franceses nuestras leyes, en el mío. Sólo entonces entendí por qué un trabajo tan simple había sido tan bien pagado: según los planes de don Mike, revelados en los documentos que nunca llegaron a sus manos, mi papel habría de ser otro. Y otro habría sido mi destino en el juicio de no haber sido por Mariella y las vacunas de sus hijas. Don Wilhelm, finalmente, tampoco parecía saber nada del asunto o, por lo menos, ninguna de las pruebas lo incriminaba. Las pruebas apuntaban, todas, en una sola dirección. Por un momento, pensé que don Mike tenía todas las de perder.
Demasiadas cosas habían dado vueltas en menos de tres horas esa mañana, pero faltaba una sorpresa. Y la sorpresa la daría Miguel Valle, el Miguel que nunca fue a Nueva York, pero que fue siempre lacayo fiel de don Anselmo, mensajero, asistente, confidente, alcahuete, testaferro... siempre fiel, hasta que se sintió perdido, abandonado. Y cuando se sintió perdido, cuando se sintió abandonado, Miguel cantó.
Don Anselmo no regresó al país. Murió años después en Miami, sin plata, sin poder y sin prestigio. Sin nada. Solo. Miguel, después de cinco años de buena conducta, se encontró de nuevo libre para buscar un empleo, ahora sin recomendaciones y sin la aureola de regresos exitosos de un supuesto viaje a Nueva York, que no había pasado de acompañar hasta Tampa uno de los envíos de don Anselmo para aquel socio cubano – el mismo que organizaba algunas de las reuniones con los franceses. Por lo menos tenía el inglés, ese sí que era suyo, se lo heredó su abuelo – Mr. Dartlow. Y con su inglés a cuestas Miguel logró colocarse de administrador en un discreto hotel de Playa, cerca de Cahuita.
Mariella y yo nos casamos un año después del día que pasé a su casa a darle explicaciones. Se lo debía. Ella nunca entendió qué había pasado. Mike siempre le dijo que no se preocupara, que él no había estado en ningún negocio turbio, que si algo estaba claro es que él había sido víctima de una trampa, y que todo se resolvería en el juicio. Ella iba al tribunal todos los días. Así se lo había prometido a Mike. Todos los días menos aquel martes por la tarde en que tuvo que llevar a sus hijas al médico, por la vacuna. Y aún ese día ella cumplió. Ella pasó temprano con los documentos que Mike necesitaba y los dejó en mis leales manos de abogado. ¿Cómo iba a saber ella qué contenían aquellos papeles? Sólo lo supo cuando yo se los mostré. Entonces entendió. Lloró. De dolor y de rabia, lloró. Con unas lágrimas amargas y dulces, lloró. Con unos ojos perdidos y hallados, lloró. En mi hombro lloró, y fue su hombro.