Leonardo Garnier

Cuando sonó el timbre tucutún sonó entre la caja en que guardaba los recuerdos y las ilusiones y los afectos y los temores y rencores, tucutún, cada vez más rápido mientras se acercó a la puerta esperanza, a la puerta futuro, a la puerta que no, no era él. ¿Por qué no? Y al mismo tiempo ¿por qué habría de ser? Era una tonta, sí, ya sabía, sus amigos se lo habían dicho (sí, sus papás también, pero eso no cuenta porque ya se sabe) – y hasta los amigos de él, que eso sí que cuenta – pero aún así le habría gustado que sí, que fuera él aunque, y ver otra vez esa sonrisa fresca que no parecía ocultar, y volver a pasar un buen rato con él, conversando sobre las tonteras de siempre y tucutún de vez en cuando y mezclar comentarios inteligentes con, y verse en esos ojos, ojos con negrura que podría ser profunda, o simplemente ambigua, ojos negros y sonrisa fresca pero, tucutún y todo, que hubiera venido y que hubiera pasado y que se hubiera sentado a tomar algo y que hubiera sonado el teléfono, algún amigo, cualquiera de ellos, no importa, y que él hubiera oído, sí, que hubiera oído que ¿mañana, a bailar? sí, claro que voy, y que él supiera que ya no, que el tucutún era sólo de salida, que la sonrisa ya no, que los ojos negros no daban para tanto. Y Hola, y Pasá, y ¿tomás algo? Y no más tucutún, sólo un recuerdo.