La independencia exige educar para la libertad
Leonardo Garnier
Solemos entender la “independencia” en el sentido de quien tiene la capacidad de decidir y actuar con libertad y sin obedecer a un mando o autoridad extraña. Somos independientes o autónomos cuando podemos definir nuestras propias reglas y normas, darnos nuestras leyes y elegir a nuestras autoridades en libertad.
Lejos están la independencia y la autonomía de la autarquía, de la ausencia de normas. Lejos está la libertad de un “hacer lo que nos dé la gana” sin la responsabilidad que exige la vida en sociedad. La libertad es siempre una libertad condicional, una libertad responsable que parte de la relación con los demás. Por eso la independencia debe ir de la mano con la democracia.
Un país independiente y democrático es un país de ciudadanos libres, de hombres y mujeres capaces de gestar, entre todos, el destino común. No es una tarea fácil. A veces nos cuesta encontrarnos, dialogar, debatir, discrepar y construir acuerdos. En medio de la diversidad y las diferencias que siempre existen a veces nos cuesta ser capaces de seguir construyendo esa independencia que hoy celebramos y que es mucho más que la mera no-dependencia de órdenes ajenas: es nuestra capacidad de construirnos a nosotros mismos como sociedad, como país.
Un país independiente y democrático requiere ciudadanos libres y responsables, con la autonomía de criterio para discernir tanto en lo que respecta a sus decisiones personales, privadas, familiares, como en lo que respecta a la vida en sociedad, a la vida económica y a la vida política.
Esa autonomía es la base de la vida cívica, y es algo que debe aprenderse desde muy temprano y en forma sistemática. A veces perdemos esto de vista y reducimos la educación a sus fines más utilitarios, al aprendizaje académico o técnico que nos prepara para la producción o para una vida funcional como parte del engranaje institucional... y nos olvidamos que el objetivo fundamental de la educación va mucho más hondo, hasta las raíces de la vida en sociedad.
La educación debe formarnos como personas libres, autónomas, responsables, solidarias. Esto, que parece tan obvio, es algo que fácilmente podemos menospreciar cuando educamos. A veces parece que educamos solo para la obediencia, sin darnos cuenta que, cuando simplemente obedecemos, delegamos nuestra autonomía, delegamos nuestra libertad: no somos responsables, somos obedientes. Pues bien, yo no quiero una educación para la obediencia, quiero una educación para la libertad.
Y no quiero ser simplista ni ingenuo en este punto. Por supuesto que hay un espacio para la obediencia, para el cumplimiento de normas, para la capacidad de seguir instrucciones: es el espacio para la obediencia como parte de un acuerdo colectivo, de un ejercicio conjunto de la autonomía, como parte de la vida democrática en la que nos damos reglas, establecemos autoridades y las respetamos dentro de los límites establecidos.
Por eso respetamos la Constitución y las Leyes que nos hemos dado en libertad. Por eso obedecemos a las autoridades a las que libre y temporalmente hemos elegido, o que lo son para ciertas tareas particulares. Eso es claro y entendible, es, en pocas palabras, una obediencia en democracia, una obediencia libre.
Lo que no resulta tan entendible es esa educación que busca la obediencia por la obediencia, esa educación que busca la obediencia ciega, la obediencia incondicional; esa educación que busca no el respeto, sino el sometimiento a la autoridad sin cuestionamiento alguno.
Esa educación en que la obediencia se logra por el miedo al castigo o por el deseo del premio o la recompensa, es una educación que irremediablemente fracasa cuando se trata de construir la capacidad para la vida autónoma de cada ciudadano.
Esa educación que confunde autoridad con autoritarismo, atrofia nuestra capacidad para construir la vida en democracia. Más que educación, es adoctrinamiento. Y para la democracia no cabe el adoctrinamiento: solo la educación, una educación para la libertad.
Esta educación para la libertad debe ser gradual y sistemática. Nadie nace aprendido en matemáticas o en ciencias. Tampoco nacemos aprendidos en asuntos de libertad y convivencia. Se requiere un aprendizaje sistemático para la vida autónoma en la que cada persona, a partir de sus propios criterios éticos y políticos, en forma responsable y libre, es capaz de tomar sus decisiones individuales y participar en la toma de decisiones colectivas.
Debemos construir, desde muy temprano, esta educación para la autonomía, para la libertad, para la convivencia, de manera que en cada etapa de su desarrollo, nuestras y nuestros estudiantes sean capaces de avanzar desde las visiones más ingenuas del mundo que los rodea y de las normas que los rigen, hacia una visión más madura, sofisticada y crítica tanto del conocimiento siempre parcial que nos brinda la indagación científica, como de las reglas y normas que rigen nuestra vida en sociedad y de los argumentos que sustentan las opiniones con que toparán en su vida diaria, en los medios de comunicación, en las redes sociales, en la política o en las iglesias.
Queremos que nuestros estudiantes aprendan a vivir libre y responsablemente en sociedad y por supuesto que esto supone cumplir con una serie de normas y de reglas; obedecer, si se quiere. Pero tendrán claro que estas reglas son una construcción social y que, como tales, pueden tener más o menos sentido, ser más o menos importantes. Sabrán que son normas que así como deben obedecerse mientras estén vigentes, pueden también modificarse – y sabrán que para cambiarlas hay procedimientos establecidos que respetan las opiniones y derechos de los demás. Ese es otro aprendizaje vital e la democracia: cómo hacer cambios, como transformar el statu quo sin ceder a la tentación autoritaria.
Finalmente, cada estudiante deberá aprender que puede haber momentos excepcionales y críticos en los que alguna norma vigente choque gravemente con sus principios, con sus criterios éticos; un momento en el que, a pesar de todos los intentos, se bloquee autoritariamente la reforma democrática de la norma. Son los casos extremos en los que la desobediencia es el único camino éticamente responsable, como sugirió Thoreau y como nos enseñan los ejemplos de Mandela, de Gandhi, o de Luther King. La educación que forme para la libertad deberá advertirles, también, que aún esa desobediencia nos exige asumir responsablemente sus consecuencias. Tal es el costo de la libertad.
Eduquemos, en fin, para que sepamos ser libres; para que seamos capaces de vivir juntos, de construir, entre todos, esa sociedad cuyas normas y acciones respondan a los mejores criterios de la convivencia y los derechos humanos, de manera que sea el terreno fértil en que germinen y florezcan la libertad, la fraternidad y la igualdad.