La independencia: más que una fecha
Leonardo Garnier
Leonardo Garnier, Ministro de Educación Pública
Hace 187 años se vivieron tiempos difíciles y confusos en Centroamérica. La independencia fue un proceso complejo que tardó varios años en madurar, en tomar forma, moviéndose a veces en una dirección, a veces en otra, frente a la incertidumbre de lo que pasaba en el resto de América y el mundo.
Al igual que en las demás Provincias de Centroamérica, el proceso independentista en Costa Rica fue ambiguo y gradual: ni el acta de Independencia que llegó de Guatemala, ni los documentos que se firmaron desde la llegada de esa acta hasta la firma del Pacto de Concordia, ni el propio Pacto, eran claros en el sentido de esa Independencia que unos buscaban y otros temían y que se entendía de muy distintas maneras.
Aunque lo celebremos todos juntos en una misma y única fecha, lo cierto es que nada se decidió aquel 15 de setiembre, nada cambió de la noche a la mañana. Hubo largas discusiones; se celebraron muchas y muy diversas reuniones; abundaron las discrepancias y los enfrentamientos. Para tratar de resolverlos, una primera Junta de Legados se realizó el 25 de octubre en Cartago; en la segunda sesión – reflejando las angustias y ambigüedades del momento – se propuso la creación de una Junta Gubernativa Superior que se separaba tanto del Gobierno español como del de Guatemala y el de León, pero claro, con carácter provisional y “mientras se aclararan los nublados del día” – frase que tan bien refleja, desde entonces, el espíritu nacional.
El 12 de noviembre se formó la Junta de Legados de los Pueblos, con representantes de las principales ciudades y pueblos de entonces: Cartago, San José, Alajuela y Heredia; pero también Ujarrás, Escazú, Curridabat, Aserrí, Pacaca, Quircot, Cot, Tobosi, Barva, Bagaces, Tres Ríos, Esparza, Cañas, Orosi, Tucurrique, Térraba y Boruca. No todos los representantes llegaron a participar en las sesiones ni faltaron, tampoco, las intrigas, como aquella que llevó a José Santos Lombardo a promover la expulsión del Bachiller Osejo y a que se nombrara en su lugar a Félix Oreamuno, cuñado del cura párroco Juan Manuel Carazo y más afín a las posiciones de Santos Lombardo.
En medio de conflictos, la Junta sesionaba con dificultades y no lograba su propósito. Se nombró entonces un grupo especial de redactores y, finalmente, el 1 de diciembre estuvo listo el “Proyecto de Pacto Social Fundamental Interino de Costa Rica” conocido como el “Pacto de Concordia”.
La ambigüedad con que la Independencia era entendida entonces se evidencia desde el primer capítulo del Pacto, que dice: “La provincia de Costa Rica está en absoluta libertad y posesión exclusiva de sus derechos para constituirse en una nueva forma de gobierno y será dependiente o confederada de aquel Estado o potencia a la que le convenga adherirse, bajo el preciso sistema de absoluta independencia del Gobierno español y de cualquier otro que no sea americano”.
Había quienes abogaban por la anexión al Imperio Mexicano de Iturbide – quien a su vez no era visto en México como independentista, sino más bien como traidor a la Independencia. Otros abogaban por la anexión a la Federación Colombiana. Unos pocos, como don Pablo Alvarado, insistían más bien en la unidad con las otras provincias centroamericanas, pero había gran suspicacia del dominio guatemalteco.
En pocas palabras, nos reconocíamos libres pero, al mismo tiempo, le temíamos a esa libertad y buscábamos la protección de algún hermano mayor. Nos sentíamos libres pero pequeños; y esa pequeñez nos hacía temer por nuestra libertad. Así, hace 187 años, cuando apenas se gestaba nuestra Independencia de España, también nuestros abuelos se preguntaban qué significaba, en su mundo de entonces, ser independientes.
Hoy – y gracias a ellos – podemos intuir que ser independientes significa, en primer lugar, tener identidad: saber quiénes somos, de dónde venimos y para dónde vamos o, al menos, para dónde queremos ir... cómo y con quiénes. Significa tener claro el sentido del “nosotros” que nos permite diferenciarnos de otros – de los ciudadanos o gobiernos de otros países, en este caso – pero, al mismo tiempo, tratar con ellos en un ambiente de respeto mutuo.
Pero significa también entender que la identidad no es única ni estática sino diversa y dinámica. Ya en aquellos primeros tiempos de nuestra independencia se hacía evidente esa diversidad: había quienes se consideraban aún españoles; quienes vivían aquí pero eran oriundos de alguna otra de las provincias centroamericanas, quienes se sentían más afines a México o a Colombia, a Guatemala o a León; y quienes mostraban con claridad sus raíces indígenas o su identidad criolla, mezcla de muchas de las anteriores.
En fin, éramos una sociedad diversa; y fue en medio de esa diversidad que debió ir forjándose una identidad nacional que, como dije, no ha sido nunca rígida: ser costarricense ha tenido, en cada momento, claros matices unificadores, pero ha sido también unidad de lo diverso; y de una diversidad cambiante que se ha enriquecido tanto con los migrantes que hemos recibido a lo largo de nuestra historia y con la recuperación gradual de nuestras culturas originarias, como con los avances culturales, científicos, económicos, sociales y éticos que hemos recibido y acogido de otras latitudes.
Somos diversos y somos fruto de la historia, pero sin duda, somos. Tenemos identidad y nuestra identidad es condición indispensable de nuestra independencia: no se puede ser independiente si no existen esas variadas fronteras que separan... y conectan a su vez a los de dentro y los de fuera.
Porque está claro que independencia no implica autarquía, no implica desconocer al vecino ni – menos – verlo como enemigo, como peligro, como amenaza... aunque a lo largo de la historia así haya sido tantas veces en el mundo. No. Independencia significa simplemente que la historia nos hizo sentir más unidos entre nosotros, tener más cosas en común entre nosotros que con los otros y, por tanto, nos llevó a forjar eso que llamamos patria y a reclamar el derecho a definir nuestro destino entre nosotros mismos.
Pero lo cierto es que, entre patria y patria, las fronteras deben ser cada vez más canales de comunicación y enriquecimiento mutuo y cada vez menos barreras o muros de contención que, inevitablemente, empobrecen a quienes se encuentran a cada lado de las paredes, de los alambres... o de las visas.
La independencia, pues, debe ser entendida no como nuestra forma de aislarnos de los males del mundo – que sería también una forma de aislarse de sus bienes – sino como nuestra forma particular de ser parte de ese mundo: nuestra forma especial de pertenecer al resto de las sociedades humanas que, con nosotros y como nosotros, buscan construir un mundo más humano, un mundo en el que realmente podamos vivir juntos.
Para eso tenemos que saber muy bien quiénes somos, cuál es – hoy – nuestra identidad, qué es lo que nos une, qué es lo que, en nuestra diversidad, nos hace costarricenses y qué nos hace simplemente seres humanos. Por eso, entendamos siempre la independencia como una forma de convivencia, no como una forma de aislamiento y, menos, de enfrentamiento.
Ser independiente – como dije – es saber de dónde venimos, cuáles son nuestras raíces y cómo – en nuestra interacción con los demás – nos hemos ido forjando a nosotros mismos como país, como sociedad, como personas.
Ser independientes es saber cómo hemos ido apropiándonos y haciendo nuestro mucho de lo que alguna vez nos fue ajeno: como nos fue ajeno el español que hoy hablamos como lengua materna, al punto que apenas empezamos a redescubrir nuestras lenguas indígenas, por tanto tiempo acalladas; como nos fue ajena la guitarra y aún antes la marimba, que recorrieron un largo trecho desde sus raíces árabes, españolas y africanas, hasta llegar a ser el material con que cantamos esa música tan nuestra y, sin embargo, tan plena de influencias diversas; como nos fue ajena la libertad, perdida y ganada, que hoy nos parece tan consustancial a la identidad costarricense y que, sin embargo, igual se forjaba en la antigua Grecia, en el Renacimiento o en las revoluciones francesa o americana; como nos era ajeno el Estado de derecho y la democracia que hoy nos resultan tan familiares, tan ticos; en fin, como nos han sido ajenos juegos y deportes que hoy jugamos con gusto como ‘deportes nacionales’ y que reúnen a miles de fanáticos en barras, ultras, doces y garras... o nos unen a todos cuando juega la Sele.
Ser independiente, pues, no es rechazar lo que en algún momento resulta o parece ajeno, sino saber apropiárselo. Claro que con cuidado: no hablamos aquí de la copia burda, del esnobismo que rechaza lo propio como una polada para abrazar cualquier cosa que venga de fuera simplemente porque viene de fuera o porque es ‘la última’.
No. Apropiarse de algo – como nos enseñaba Piaget – solo puede hacerse mediante una verdadera asimilación: a partir de lo que ya somos, a partir de lo que ya sabemos, a partir de lo que ya sentimos... a partir de lo que ya nos es propio.
Es así como a lo largo de la historia se han enriquecido la cultura universal y las culturas de cada una de las sociedades que han sabido mantener y recrear su identidad en interacción con el mundo; incorporando como suyo aquello que les parecía valioso, pero haciéndolo a su manera: dándole el toque propio, el saborcito local que transforma lo apropiado y lo convierte en algo nuevo que, algún día... enriquecerá a otros.
Esto, que es tan evidente en el intercambio comercial, es aún más evidente en el arte, en la música o en la comida que compartimos y donde se sienten las esencias y los sabores del mundo, aunque cada quien los prepare a su manera: ¿Qué sería de la comida italiana sin el tomate?, ¿del gallo pinto tan nuestro, sin el arroz?, ¿de los chocolates suizos y belgas sin el cacao?, ¿de la supervivencia de tantos europeos, sin las papas?, ¿de todos nosotros sin el café?
Pero si muchas sociedades independientes han sabido ensanchar su identidad sin perderla y, más bien, enriqueciéndola en su interacción con el mundo; otras no supieron, o no pudieron hacerlo: fueron arrasadas y vieron cómo les arrancaban la historia y la memoria, como ocurrió a tantos de nuestros pueblos indígenas cuando, precisamente, vivieron una larga noche de dominación, antítesis de la independencia.
Por eso la independencia se celebra: porque – como la libertad o la equidad – no es algo que podamos dar por sentado. Es algo que se construye, algo por lo que en determinados momentos se pelea y algo por lo que se trabaja siempre: ser independientes requiere esfuerzo, es una recreación permanente de lo que queremos ser.
Es más fácil la autarquía, pero absurda.
Es más fácil la dependencia, pero humillante.
La independencia es más difícil, más compleja y exigente, pero vivificante. Nada nos enriquece como la independencia bien entendida, solo ella nos permite entablar relaciones de respeto mutuo con distintas personas, sociedades y gobiernos, y crecer con ellos sin dejar por eso de ser nosotros.
Por eso hoy celebramos con faroles y antorchas y banderas aquella gesta que, con dudas y temores, con avances y retrocesos, con heroísmo y también con traiciones y errores, nos permitió y nos sigue permitiendo disfrutar de la libertad más fundamental de todas: la de decidir quiénes somos... quiénes queremos ser... y cómo queremos serlo.
Una libertad, finalmente, que solo es plena cuando nos cubre a todas y a todos, porque una sociedad solo es plenamente independiente y libre cuando es también equitativa y solidaria, cuando cada uno de sus miembros puede disfrutar de la libertad en el sentido pleno de que nos habla Amartya Sen: el de que todas las personas puedan disfrutar realmente de las oportunidades para desarrollar en forma libre y solidaria una vida plena.
Tal es el reto de nuestra independencia. Trabajemos por eso... y celebremos.