La vida, el trabajo y la fiesta: me confieso
Leonardo Garnier

La vida, el trabajo y la fiesta: me confieso
Leonardo Garnier
Ministro de Educación Pública, Costa Rica
Normalmente me habría resultado fácil escribir un artículo vinculando los temas de “el trabajo y la fiesta” con relación a nuestra vida, a la relación con nuestros amigos, a la vida en familia. Y digo que habría sido simple porque siempre he creído que la vida es Vida con mayúscula y completa, que no debemos permitir que un aspecto particular se ensanche tanto como para desequilibrarnos y acabar aplastando a los demás: la vida no debe ser una juerga permanente, un “viva la Pepa” que descuide las responsabilidades, el trabajo, la atención y el cuidado de nuestros seres queridos; pero tampoco debe ser un tiempo capturado exclusiva y excesivamente por el trabajo y los deberes, sin dejar tiempo ni espacio a la familia, al disfrute del ocio, a una buena comida largamente conversada con los amigos, a un rato frente al televisor viendo – ojalá – una buena película o leyendo un buen libro. En fin, me habría sido fácil responder que la vida, la buena vida, debe estar compuesta por un sano balance entre todos sus aspectos.
Pero conforme iba a empezar a escribir, topé con un problema. Lo que escriba, lo podrán leer mi esposa y mis hijas; lo podrán leer mis amigos. ¿Y qué dirán? Pues ¿qué van a decir? …que estoy, literalmente, “hablando paja”, que soy un farsante si digo que la buena vida debe tener un sano balance entre “el trabajo y la fiesta”, entre el trabajo y la familia y los amigos… porque, la verdad, en los últimos años mi vida ha estado francamente desequilibrada y absorbida por el trabajo. Así que no puedo, honestamente, predicar lo que no estoy viviendo.
Me ha ocurrido, entonces, que la petición para escribir este breve artículo se me convirtió en otra cosa: una obligada confesión pública. Confieso que no me gusta confesarme… y menos en público. Pero aquí estoy: confieso que no lo estoy haciendo bien. Lo confieso a los cuatro vientos, pero lo confieso también en la intimidad: lo confieso a mi familia, lo confieso a mis amigos. No estoy viviendo bien. Estoy viviendo mi trabajo intensamente, pero no estoy viviendo bien.
Algo he mejorado – creo – de la administración anterior a esta (el juicio final le toca a mi familia: fue casi la condición para “tener su permiso”). Para empezar, ahora, por primera vez en mi vida, estoy haciendo ejercicio al levantarme, algo que es bueno para el cuerpo pero también para el espíritu y el ánimo. Estoy tratando, además, de sacar algunos fines de semana para salir con mi esposa o, si ellas pueden, con mis hijas, alejarnos un poco (aunque es difícil alejarse de este trabajo en Costa Rica: a cualquier rincón que uno vaya, hay una escuelita, un liceo rural… que nos recuerda al menos la responsabilidad cotidiana) y tener unos días – pocos – para nosotros. Algo, pero no lo suficiente, sé que me echan de menos y que me lo reclaman en silencio (y a veces no tan en silencio). Sé que tienen razón, pero…
¿Y qué decir de los amigos? Aquí, fatal: casi no los veo, casi no les hablo, tal vez en alguna ocasión – puede ser una fiesta por algún cumpleaños o alguna boda… o, cada vez con más frecuencia, puede ser también algún entierro – nos encontramos, nos saludamos con el mismo afecto, repetimos aquella frase tan tica y tan falsa: “tenemos que vernos, sí, yo te llamo”… y nada más. Me confieso: tengo abandonados a mis amigos y voy a necesitar que me perdonen, porque los trabajos se acaban, ojalá los amigos perduren.
Pero no siempre es fácil. A veces ocupamos cargos que, en sí mismos, son fantásticos… pero terriblemente absorbentes: nos enfrentan con un nivel de responsabilidad pública en el que cada minuto que le robemos al trabajo parece un minuto escamoteado a alguna escuela, a algún docente, algún estudiante que necesita ese minuto de más. Otras veces, somos nosotros mismos los que magnificamos la importancia del trabajo y lo usamos de excusa para escamotear más bien el tiempo a nuestros prójimos más próximos: la compañera o compañero, los papás, las hijas o hijos, esos buenos amigos que vemos tan poco.
Por eso, ante ustedes, yo me confieso, hago acto de contrición y propósito de enmienda: sin bajar la responsabilidad en el trabajo, necesito un mejor balance en mi vida. Me comprometo a intentarlo.
Sólo algo más porque ¡cuidado! Pues si bien es posible pecar por exceso de trabajo… también están los del otro extremo, y no se nos pueden escapar: los que igual sacrifican a los seres queridos, a la familia y a los verdaderos amigos… pero también le zafan el lomo a la responsabilidad del trabajo. Son los de la juerga permanente: ni viven plenamente ni trabajan seriamente, solo gozan, solo se entretienen, solo la pasan bien. A estos les espera una confesión, acto de contrición y propósito de enmienda mucho más difícil; y una penitencia mucho más dura. Si usted es de esos, piénselo a tiempo: si no lo hace, al final… solo habrá un gran vacío.
(artículo escrito en Agosto 2011con motivo del “Mes de la familia”)