¿Para qué educamos?
Leonardo Garnier
Leonardo Garnier: Ministro de Educación Pública, Costa Rica
Discurso ante la Asamblea General de UNESCO: octubre 23, 2007
Del documento 34 C/5 que nos presenta la UNESCO – un nombre frío para un documento tan rico – se desprende que educamos para la vida, educamos para la convivencia. Vivir y convivir tienen muchas aristas: en nuestra relación con los otros nos va la vida; ya sea que hablemos del amor o de la guerra; del trabajo o del juego; de las pasiones o los intereses, del ocio o del negocio. Para todo eso, educamos… y para eso, debemos educar a todos.
Nuestra paradójica relación con los otros está maravillosamente recogida en las dos grandes obras de aquel profesor de filosofía moral que terminó convertido en padre de la economía moderna: el ser humano vive en una constante tensión entre el egoísmo y la simpatía; entre el intento por aprovechar la necesidad ajena en su propio beneficio y la capacidad de sufrir con el dolor y gozar con el bienestar del prójimo.
No esperamos el pan de la bondad del panadero ni la cerveza de la del cervecero sino de la necesidad que tienen de satisfacer su propio interés, nos decía Adam Smith en La Riqueza de las Naciones. De ahí el comercio, el intercambio y el trabajo en su sentido social: trabajamos para los demás e intercambiamos el fruto de nuestro trabajo con ellos esperando, sin ingenuidad, que ellos trabajen también para nosotros.
Por eso la educación debe ser, en parte, una educación para el trabajo, para la producción y el intercambio, para la convivencia económica, una convivencia que nos permita sacar partido a lo que bien podríamos llamar la eficiencia del egoísmo.
Pero así como nos importan los demás desde este ángulo utilitarista, nos importan también en un sentido mucho más complejo y profundo, que el mismo Smith desarrolla en su Teoría de los Sentimientos Morales: más que ninguna otra cosa – dice – nos interesa el afecto o la simpatía de los demás: su aprecio, su respeto, su reconocimiento; nos importa qué piensan y sienten los demás sobre nosotros.
De aquí fluye esa contradicción inevitable que marca nuestras vidas: vivimos entre el egoísmo y la simpatía. Buscamos poder, prestigio y riqueza, pues creemos que nos brindan todo aquello que tanto anhelamos. Pero al mismo tiempo, buscamos el afecto, el respeto, la solidaridad y el reconocimiento de los demás; pues solo ahí encontramos el sentido trascendente a nuestra vida.
Para eso debemos educar: tanto para la convivencia eficiente, útil y práctica del mundo del trabajo; como para la vida plena y trascendente que surge de la convivencia solidaria y del afecto desinteresado.
Queremos que los estudiantes aprendan lo que es relevante y que lo aprendan bien : que nuestros jóvenes adquieran y desarrollen el conocimiento, la sensibilidad y las competencias científicas; lógicas y matemáticas; históricas y sociales; de comunicación y lenguaje que la vida en sociedad exige. Todo esto es clave… pero no basta.
En un mundo incierto en el que pareciera que todo se vale; y en el que se vuelve casi indistinguible lo que vale más… de lo que vale menos; en un mundo en el que prevalece el miedo, la pregunta de ¿para qué educar? adquiere un significado adicional y angustiante.
Al educar para la vida y la convivencia no podemos quedarnos con las necesidades prácticas del egoísmo: necesitamos de la simpatía, de la identificación con el otro, como condición indispensable para la supervivencia de una sociedad libre y desigual que convive en un planeta frágil. No podemos quedarnos con el economista: necesitamos al filósofo.
A la educación que prepara para la búsqueda pragmática de ‘lo verdadero’ debe agregarse la educación que forma para la búsqueda trascendente de ‘lo bueno’ y ‘lo bello’: una educación en la ética y la estética, como criterios fundamentales – y nunca acabados – de la convivencia humana. Una educación para la ciudadanía, una educación que nos libre de la discriminación y el miedo.
No podemos educar ni en los valores inmutables de los conservadores ni en la cómoda ambigüedad de los relativistas, sino en la búsqueda de qué es lo que nos permite vivir juntos, con respeto, con simpatía, con solidaridad, con afecto; reconociéndonos y aceptándonos en nuestra diversidad. Para eso, educamos.
De la misma forma, debemos educar en la estética, para que nuestros jóvenes aprendan a gozar de la belleza natural y artística; para que sean capaces de apreciarla y valorarla; de entenderla: de conocer y respetar sus raíces y experimentar sus derivaciones y combinaciones; para poder así comunicarse y expresarse, ellos mismos, artísticamente.
Educamos para la cultura, para los derechos humanos y para eso que hemos llamado un ‘desarrollo sostenible’. Educamos para cultivar esa parte de nuestra naturaleza humana que no viene inscrita en el código genético, sino en nuestra historia. Educamos para el ejercicio crítico pero sensato de la ciudadanía democrática. Educamos para cerrar esas brechas que nos separan. Educamos para que prevalezca la razón y no se repitan los errores del pasado. Educamos contra la magia y la tiranía. Educamos, en fin, para vivir sin miedo en el afecto y la memoria de los demás: solo así trascendemos como individuos; solo así sobrevivimos como especie.
Es por todo ello que la alfabetización del siglo XXI significa algo más que leer, escribir y operar la aritmética básica; significa poder entender el mundo en que vivimos y expresarnos en los símbolos de nuestro tiempo, y esos son los símbolos de la ciencia, de la tecnología, de la política, del arte y la cultura a todo nivel. No podemos aspirar a menos.
Termino con un comentario más práctico sobre esta reflexión un tanto abstracta. Educar para la búsqueda de ‘lo verdadero’ no es solamente un esfuerzo académico, sino que es indispensable para poder vivir una vida plena: los estudiantes deben entender que la ecuación matemática de la parábola es, precisamente, la que permite a Percy Montgomery anotar sus goles de tiro libre; que tras la fórmula NaCl se esconde lo que da ese sabor saladito a su comida y que en alguna de las tantas guerras que estudiaron, yace también alguno de sus abuelos.
De la misma forma, educar en la búsqueda de ‘lo bueno’ y ‘lo bello’ no tiene un sentido sublime y lejano, sino completamente práctico… y esto lo entienden bien los jóvenes artistas – raperos, bailarines, poetas, cantantes, pintores, cineastas – que expresan en su arte las angustias de ser joven en nuestro mundo y encuentran en ello su identidad y su razón de permanecer… o escapar de los colegios.
En español, la diferencia entre aula y jaula es solo una letra… cuanto más parezcan jaulas nuestras aulas, mientras más prevalezca el miedo como estrategia educativa… menos jóvenes tendremos en ellas, menos educación. Cuanto más arte, más convivencia, más respeto haya en los colegios, más jóvenes se sentirán a gusto en ellos; habrá menos deserción y más educación para la vida, para el trabajo y para la convivencia ciudadana. Para eso educamos… y el reto es enorme: es un reto que empieza por reeducarnos nosotros mismos y reeducar a los educadores.
Una pregunta final: en todo esto ¿para qué sirve UNESCO? UNESCO no puede sustituir a los jóvenes, ni puede sustituir ni dirigir las escuelas y colegios del mundo; tampoco puede jugar a ser una especie de Ministerio Mundial de Educación.
Lo que sí puede ser es un catalizador, un coordinador y, sobre todo, un ente que aproveche su poder y los recursos comunes para crear las redes que garanticen que el conocimiento y la cultura sigan siendo bienes públicos globales y para poner estos bienes y servicios al acceso de todos y no solo de quienes pueden pagar por ellos.
El principal dilema de nuestro tiempo en esta llamada ‘era del conocimiento’ es simple: ¿se convertirán el conocimiento en la cultura en un bien público que – como la luz – sea capaz de iluminar a todos sin quitar por eso luz a nadie; o se convertirán en una mercancía más, que solo puede ser aprovechada por quien tiene la capacidad para pagar por ella? ¿Nos unirán el conocimiento y la cultura… o terminarán de separarnos? Tal es la principal tarea de UNESCO: responder esa pregunta desde la óptica de los derechos, de la universalidad, de la solidaridad.
Muchas gracias