Cumbre de la vergüenza
Leonardo Garnier

Sub/versiones: LA NACION – Mayo 23, 2001
Fue hace ya algunos años – más de quinientos – pero, según se recuerda, nadie les pidió visa cuando llegaron. Ni siquiera hicieron los trámites de aduana. Entraron como Pedro por su casa y, aunque no lo era, la hicieron suya. Se tomaron las tierras, y se dieron el derecho de propiedad sobre ellas. Se tomaron el oro y las riquezas que encontraron. Convirtieron en poco menos que esclavos a los pobladores originales de estas tierras, los privaron de su cultura, de su lengua, de sus costumbres, de su religión, de su dignidad y, en muchos casos, de la vida misma. Pero nadie les pidió visa. Muchos se quedaron aquí y, con el tiempo, una nueva raza nació: la América mestiza, compleja, contradictoria, ambigua, pero rica en su diversidad.
A lo largo de los siglos, y cada vez que hubo grandes tragedias o dificultades para vivir decentemente en Europa, nuevas oleadas de inmigrantes llegaron a América. Muchos de nuestros abuelos vinieron así: escapando de persecuciones religiosas o políticas; huyendo de la pobreza y la falta de esperanza; buscando una vida mejor, una oportunidad para hacer familia. Y nadie les pidió visa. Sin importar de dónde vinieran, ni qué tan distintos fueran. Nadie amenazó con apiñarlos en campos de refugiados. Sin importar qué tan extraños sonaran sus apellidos. Nadie les negó el derecho a trabajar, honrada y legalmente, como ciudadanos de pleno derecho. Castizos, gálicos, germanos, tútiles, polacos… Todos fueron bienvenidos a estas tierras, acogidos por pueblos pobres pero generosos. Encontraron espacio y abrigo, apoyo y afecto, oportunidad y derecho. Echaron aquí raíces, trabajaron, produjeron, hicieron amistades, se enamoraron y tuvieron hijos que les dieron nietos. Se hicieron parte de la familia americana, de esa América mestiza que crecía y se enriquecía con las migraciones.
Hoy, cuando crisis de índole diversa golpean con saña a esta América mestiza, cuando la violencia destroza las familias colombianas, cuando la pobreza carcome la esperanza de las comunidades andinas, cuando la angustia y la desesperanza ahoga a millares de argentinos, hoy, cuando hijos y los nietos de esta América mestiza buscan una esperanza más allá de sus fronteras, las cosas parecen muy distintas. No hay visas, no hay espacio en Europa para los hijos de la América mestiza. No hay visas, ni espacio en Europa para los hijos y nietos de Europa y el maya, de Europa y el inca, de Europa y el azteca, de Europa y el guaymí, el araucano y el patagón. No hay visas para ellos en la Europa cristiana, civilizada, moderna de la que llegaron muchos de nuestros abuelos. No hay visas. No hay espacio. No hay manos extendidas. No hay oportunidades. No hay derechos. No hay brazos que los reciban en familia: son recibidos como extraños, ajenos, sudacas, ilegales... indeseables.
Así se reafirmó en la “Cumbre de Madrid”, cuando la Unión Europea rechazó “el compromiso de no imponer restricciones al flujo migratorio, en momentos en que miles de latinoamericanos se refugian en el bloque de quince países huyendo de crisis políticas y económicas en sus naciones”. Sin duda, fue la cumbre… de la vergüenza.