Desmontar el miedo
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
Sub/versiones (ampliadas) – La Nación, jueves 7 de julio, 2005
Tener miedo. Miedo de los extraños. Y de los no tan extraños. Miedo de perder lo que tenemos, de que nos lo quiten. Miedo. Tener miedo de que nos ofendan. De que nos humillen. Miedo de salir... o de no poder salir. Miedo de que se metan a la casa cuando no estamos. O cuando estamos. Miedo de estar afuera. Miedo de estar adentro. Tener miedo de que nos asalten. De que, al asaltarnos, nos hagan daño. Miedo de que nos golpeen. Miedo de que nos violen. Miedo de que nos maten. Miedo. Miedo de lo que nos pueden hacer. De que nos lo vuelvan a hacer. Miedo de la amenaza. Miedo de que no nos crean. De que les crean...
Eso nos hace la inseguridad: nos atemoriza – y con razón. No es imaginario el aumento en la violencia, en los robos, en los secuestros, en los tachonazos, en las violaciones. Es real y se publicita más, se conoce más, se comenta más. Nos asustamos, entonces, por cualquier cosa: porque alguien se acerca al carro si llevamos la ventana abierta; porque la hija está sola en casa y no contesta el teléfono; o porque salió y es tarde y aún no regresa. Tampoco es imaginaria esa violencia de puertas adentro, tantas veces mortal y siempre terrorífica: ¿qué más angustiante que dormir con el miedo al lado? Este año, en menos de seis meses, veinte mujeres han sido asesinadas entre nosotros por quienes – es un decir – decían quererlas. ¿Y las que no mueren pero viven con miedo al golpe, al grito, a la agresión? Nos sentimos inseguros, vulnerables, como sabiendo que en cualquier momento podemos ser una víctima más y... sin saber muy bien qué hacer para detener esta espiral de inseguridad, miedo y violencia.
Entonces reaccionamos y buscamos protegernos de las dos formas más obvias e inmediatas que nos vienen a la mente: castigando a los violentos – cárcel, palo, muerte – y haciéndoles más difícil el trabajo – rejas, alambres, alarmas, guardas... En dos palabras: represión y protección – disuasión – para frenar la violencia por miedo al castigo o, al menos, para hacer que se metan a otra casa, se roben otro carro, ataquen otro blanco más vulnerable. Son salidas probablemente indispensables pero... ¿suficientes?
Las causas de la violencia, de la amenaza, de la agresión y del despojo son muchas y diversas. Algunas vienen con nosotros; otras, las construimos como sin darnos cuenta... o sin que nos importe; como si no supiéramos que, una vez acomodada entre nosotros, la violencia es mucho más difícil de ahuyentar: se nutre a sí misma, se retroalimenta con el miedo, se perpetúa y crece. Contra ella – como apunta el Informe Nacional de Desarrollo Humano – sólo cabe un enfoque igualmente comprehensivo. Necesitamos muchas cosas, empezando, por supuesto, por un aparato policial y judicial eficaz, severo cuando corresponda, oportuno, transparente y justo que ponga coto a la impunidad. También hace falta capacidad – individual, comunitaria y pública – para protegernos y disuadir a los violentos. Pero eso no basta. Si de verdad queremos volver a ser una sociedad más segura, sin miedo, que pueda confiar en el otro, tenemos que hacer más, mucho más.
Tenemos que ir erradicando, una por una, todas las causas erradicables de la violencia. Reducir la pobreza, sí, pero sobre todo, revertir la desigualdad y frenar sus manifestaciones ofensivas, porque son éticamente inaceptables y porque sabemos que generan resentimiento y violencia. Dotar a nuestros jóvenes de espacios y oportunidades para el estudio, para el ocio y para el trabajo que los alejen de la desesperanza y el vacío y la tentación. Enfrentar el hacinamiento urbano, intolerable en sí mismo, que aumenta el estrés y revienta en exabruptos de violencia doméstica o pública. Recuperar para la gente los espacios públicos – parques, plazas, aceras – y no permitir que se conviertan en terreno de nadie donde cualquier cosa puede ocurrir impunemente. Generar trabajos decentes... y no esos falsos empleos con los que rellenamos las estadísticas, aunque sepamos que se trata de gente que apenas subsiste camaroneando o vendiendo algún chunche por las calles, jóvenes o viejos dependientes de la caridad – o lástima – ajena, lo que vulnera su autoestima y abre las puertas a conductas que si no justificables son, al menos, entendibles.
En fin, tenemos que enfrentar las crecientes formas de exclusión que han ido minando el ‘nosotros’, diluyendo nuestra identidad común, desdibujando y segmentando los derechos, fomentando el extrañamiento, el menosprecio, el desprecio al otro... y el resentimiento del otro. Es obvio que ninguna de estas transformaciones, por sí misma, reduciría rápidamente la violencia y la inseguridad que, hoy, nos tienen atemorizados. Siempre hará falta la policía y la justicia penal. Pero es igualmente obvio que, sin estas medidas, no habrá policía, no habrá cárcel, no habrá alarmas ni rejas ni tapias ni armas suficientes para que podamos vivir tranquilos, seguros, sin miedo. ¿No es hora ya de ir desmontando el miedo... o vamos a dejar que nos consuma?