Doscientos o no doscientos: ¿Será ese el dilema?
Leonardo Garnier

Sub/versiones – LA NACIÓN: 08/11/01
A finales de los años setenta los costarricenses tomamos una decisión absurda: reducir el curso lectivo de doscientos a ciento setenta días. Esa decisión no surgió –como hoy parece insinuarse—de un argumento educativo sofisticado, sino de una irresponsable concesión fiscal: a cambio de que los docentes renunciaran al aumento salarial que pedían, se les compensó exigiéndoles menos trabajo: ¡un mes menos de clase! No hubo un cambio radical del curriculum o una revolucionaria tecnología pedagógica que permitiera cumplir los mismos objetivos educativos en menos tiempo, no: simplemente recortamos el financiamiento, recortamos los días de clase y recortamos los objetivos de la educación. En pocas palabras, recortamos la educación porque nos pareció más importante el déficit fiscal que el déficit educativo. Pero tampoco se redujo el déficit fiscal. Luego vino la crisis y, con ella, el inevitable ajuste. El presupuesto educativo siguió restringido y, con él, la inversión educativa: al cercenamiento del curso lectivo se agregaría el deterioro de la infraestructura, el equipamiento y los materiales educativos.
Frente al deterioro simultáneo de la educación pública y las remuneraciones docentes, vimos pulular en los ochentas nuevas escuelas y colegios privados que parecían ofrecer a los sectores medios un ‘escape’ de la educación pública: aunque a un costo muy alto, ofrecían una mayor cantidad de educacióny una educación de mayor calidad. Esto produce un círculo vicioso, pues la ‘salida’ de estos sectores medios hacia la educación privada reduce la presión social por recuperar la calidad de la educación pública, que es cada vez más percibida como una educación de segunda, o de tercera. ¿Cuántos padres de familia de esos que llegaron a ser profesionales exitosos a partir de una educación primaria y secundaria pública, se sienten hoy obligados a tener a sus hijas e hijos en escuelas y colegios privados, para que tengan las mismas oportunidades que ellos tuvieron? ¿Cuánto le cuesta ese esfuerzo a esas familias? ¿Qué porcentaje de su presupuesto tienen que dedicar a financiar una educación que sus hijos debieran poder recibir en las escuelas y colegios públicos? Los datos son más que reveladores: hoy por hoy, los ingresos familiares no son menores que hace veinte años, son mayores. ¿Por qué, entonces, tanta gente siente que no le alcanza la plata? ¿No será porque hoy, fruto del deterioro de nuestra educación pública, una gran parte de las familias de clase media, tienen que hacer frente a un enorme gasto educativo? Recuperar la calidad de la educación pública debiera ser visto, entonces, como un objetivo nacional: no sólo de quienes la utilizan, sino también de quienes podrían beneficiarse si esa educación pública fuera, efectivamente, una buena educación.
A pesar de las dificultades, desde mediados de los ochenta, la educación pública ha recuperado parte de lo perdido y ha dado nuevos pasos, aunque de manera lenta y zigzagueante. La reinstauración del bachillerato y la creación de las pruebas nacionales brindaron un instrumento de control de calidad. La introducción masiva de la informática educativa y el inglés han devuelto atractivo real y simbólico a la educación pública. La expansión de la educación preescolar pública durante la última década ha sido espectacular. La inversión en infraestructura educativa –aulas de escuelas y colegios—volvió a crecer. Finalmente, se recuperó el salario real de los docentes y, a cambio, se negoció la recuperación del curso lectivo: regresamos a los doscientos días. Nos tomó veinte años desfacer ese entuerto. Por supuesto, aún falta mucho. Todavía se nos queda fuera de la educación secundaria más de una tercera parte de esa juventud a la que hablamos de ‘competitividad’ y ‘globalización’, como si algo bueno pudieran sacar de la globalización quienes no tengan, al menos, una educación secundaria. Seguimos sin resolver muchos de los problemas de equipamiento, de infraestructura, de buenos materiales educativos. La formación docente continúa renqueando. Aún no se cumple de manera efectiva la reforma constitucional que nos exige dedicar al menos el 6% del producto nacional a la educación. Y, como se refleja en las diversas pruebas nacionales, la calidad y relevancia de nuestra educación pública sigue siendo insuficiente con respecto a la privada, y con grandes desigualdades a su interior.
¿Justifica alguna de estas carencias que echemos abajo, de nuevo, la duración del curso lectivo? Evidentemente, no. ¿Será cierto que al aumentar la cantidad hemos reducido la calidad de nuestra educación? Tampoco. ¿Alguien puede creer que volviendo a quitar treinta días a nuestro curso lectivo mejorará la calidad, la cobertura o la relevancia de nuestra educación pública? Lo dudo. Y –cabe también preguntarse—¿renunciarían los docentes al aumento salarial que acompañó el acuerdo de los doscientos días?
Los costarricenses solemos quejarnos de que uno de los principales problemas del país es que no hay continuidad en las políticas importantes de gobierno a gobierno, que todo cambia cuando cambia el ministro de turno, que no tenemos ‘políticas de estado’. Pues bien, en este caso al menos, esto no parece ser así. Recuperar el derecho de nuestros estudiantes a un curso lectivo de doscientos días –una duración normal en los países avanzados—ha sido una meta que trasciende gobiernos y partidos. La posición del Ministro Guillermo Vargas ha sido consecuente, valiente y responsable. No ha desconocido las limitaciones y vacíos –cuantitativos y cualitativos—de nuestra educación pública, pero ha sido firme en que no hay marcha atrás en los logros, por parciales que estos sean. Es solo así, defendiendo cada pequeño logro, que podremos alcanzar los objetivos más ambiciosos.