El arte no es un queque
Leonardo Garnier

Sub/versiones - La Nación, Junio 13, 2002
La necesidad de ‘generar un público’ para las actividades artísticas o culturales ha resurgido en un foro reciente en Internet, en el que participan varios creadores costarricenses, lo que he querido aprovechar para meter la cuchara (no el cuchillo) de ‘economista’. De lo que se trata – como ya se ha planteado en el foro – es, precisamente, de juntar la economía y el arte, la economía y la música, la economía y la plástica, la economía y... cualquier tipo de manifestación cultural, pero no en un sentido mercantilista miope… sino, por el contrario, entendiendo y atendiendo el carácter de bien eminentemente público que, por diversas razones, tiene la creación artística.
Mi argumento parte del análisis de una serie de bienes que tienen la peculiaridad de ‘no ser un queque’: es decir, son bienes cuyo consumo, si bien puede ser enormemente placentero... ¡no es fácil! Es, para ponerlo en términos que evidencian la paradoja, un consumo ‘que toma trabajo’ o un consumo ‘que tiene su costo’ aunque este costo no se refleje en los precios, en los mercados… y ésta es una idea que resulta extraña para algunos economistas, acostumbrados a hablar de los costos de producción pero, rarísima vez, de los costos del consumo.
Pues bien, los bienes artísticos, como casi todos los bienes, tienen sus costos de producción – desde el costo de la pintura y los pinceles hasta la cuenta de la luz, los anteojos del pintor y el sueldo de su modelo – que tendrán que ser cubiertos por el precio de la obra de arte si es que el artista va a poder pagar sus gastos y seguir viviendo de la creación. Pero el arte es el arte. No es ni la aspirina que necesito cuando me duele la cabeza, la pago, me la tomo y me alivio; ni el chocolate que se me antoja, lo pago, me lo como y… mmmm. En algún sentido, el arte es más bien como la cerveza amarga, como el mondongo, como las anchoas y el caviar, o como un vino tinto bien seco: las primeras veces no nos gustan para nada, cuesta acostumbrarse… pero, una vez que uno les coge el gusto, no hay vuelta atrás.
El problema es que ‘cogerles el gusto’ no es tan fácil y eso, exactamente, es lo que ocurre con el arte: no basta pagar su precio y ‘comérselo’ para alcanzar la satisfacción que ofrece. No. Con el arte, además, hay que incurrir en otro costo al que – por no reflejarse en el mercado – los economistas no estamos tan acostumbrados: ‘el costo de consumo’. Una parte de ese costo estaría dado, precisamente, por el tiempo y esfuerzo necesarios para ‘cogerles el gusto’, por esa ‘inversión’ necesaria para poder, luego, disfrutar de esos bienes. Pero eso tampoco basta. Los bienes artísticos suelen exigirnos nuestro tiempo, nuestra concentración, nuestro esfuerzo, de nuevo, cada vez que queremos escucharlos, leerlos, apreciarlos. El ejemplo más típico que se me ocurre es la ópera. Cualquier fanático de la ópera nos dirá que una buena ópera es casi orgásmica… pero, si le proponemos a algún ciudadano común y silvestre que se siente por tres o cuatro horas a escuchar sin entender unas gordas estridentes cantando con viejos galilludos o muy roncos ¡no lo hace ni aunque le paguen, y mucho menos si, para ello, tiene que pagar diez o veinte mil pesos! Aunque con menos dramatismo que en la ópera, creo que este es el problema que encontramos detrás de muchos de los bienes artísticos y culturales (incluida, por cierto, la educación, cuyo consumo, de nuevo requiere un esfuerzo específico y distinto del costo de producir el servicio).
¿A qué viene todo esto? A que si bien en algunos campos artísticos – el de la música clásica, por ejemplo – en Costa Rica hemos invertido una gran cantidad de recursos en mantener viva una oferta de primera calidad, no hemos hecho mayor cosa por el lado de la demanda. Nunca se nos ha ocurrido trabajar realmente en reducir y financiar esos ‘costos de consumo’ de los que hablo, en dedicar recursos y esfuerzos suficientes y sistemáticos para desarrollar la comprensión y el gusto por las manifestaciones artísticas y culturales: por la música, por la pintura, por la literatura; y para lograr que la mayoría de la gente – y sobre todo los jóvenes – las gocen, las entiendan, las sientan como cosa propia. Cuando las manifestaciones artísticas le resulten a la mayoría de la gente tan familiares como Chope y Guima, como un pejibaye con mayonesa, entonces su demanda consumo serán mucho más amplios y diversos y mucho más estimulantes para los creadores artísticos.
Este nuevo consumo – un consumo ‘trabajado’ – constituiría una actividad transformadora por sí misma, pues ese costo, ese esfuerzo que demanda el consumo cultural, efectivamente produce algo nuevo, distinto, algo propio de cada consumidor artístico que, cuando realmente hace suya una obra de arte, la transforma, la recrea… y, al hacerlo, se transforma a sí mismo, se recrea. Esto sería más que suficiente como para justificar un esfuerzo nacional en ese sentido y, sin embargo, los resultados no se quedarían ahí, ya que difícilmente encontraríamos un mayor estímulo a la creación artística propiamente dicha – en todos los campos – que el desarrollo de una cultura masiva que conoce, entiende, siente y disfruta de esas creaciones. Si sabemos aprovechar la oferta artística que hoy tenemos para dar pie al surgimiento de esta nueva demanda, esta demanda a su vez se convertirá en uno de los mejores dinamizadores de más y mejores ofertas artísticas. Entendamos, eso sí, que en ambos casos – oferta y demanda – estamos hablando de bienes que son, esencialmente, bienes públicos: no habrá precio ni mercado que, por sí mismos y sin una política cultural sólida y sistemática, sea capaz de generarlos con la amplitud, la diversidad y la calidad que su disfrute amerita. ¿No será tiempo de intentar algo en esta dirección?