El mejor negocio
Leonardo Garnier

Sub/versiones: LA NACION – Febrero 14, 2000
¿Recuerdan aquel viejo chiste sobre el mejor negocio del mundo: “Comprar argentinos por lo que valen… y venderlos por lo que creen que valen”? Pues bien, desde 1991 Argentina trató de enfrentar la apertura haciendo exactamente lo contrario: con un dólar artificialmente barato fruto de la convertibilidad, los productores argentinos tendrían que comprar la fuerza de trabajo y los demás insumos locales a precios artificialmente altos respecto a los precios a los que podían vender sus productos en los mercados internacionales. Si ‘un peso por un dólar’ reflejaba lo que los argentinos creían – o querían – valer, eso no fue reconocido así por los mercados, lo que condujo a que la producción argentina se estancara y retrocediera frente a importaciones que, por el contrario, resultaban artificialmente baratas. Era el peor negocio del mundo.
Y fue peor aún, porque la economía argentina no podía encontrar sustento adecuado en las exiguas divisas provenientes de unas exportaciones que la misma convertibilidad frenaba y, sin dólares que respaldaran su liquidez, podía verse rápidamente enfrentada a una severa y rápida deflación contractiva. Pero eso, no ocurrió. Entre 1991 y 1994, el gobierno echó mano de las privatizaciones para generar un gran flujo de recursos externos y luego, agotadas las privatizaciones, recurrió al endeudamiento y al capital financiero. Al principio la economía creció, los recursos externos compensaron el déficit comercial y fiscal y así, a pesar de un alarmante desempleo y una creciente desigualdad, Argentina emergió como ejemplo de una reforma exitosa. Para algunos, fue sin duda exitosa.
Pero los mercados – en especial los financieros – no perdonan: ante la creciente vulnerabilidad argentina, el riesgo país aumentó amenazante encareciendo el costo del endeudamiento hasta niveles prohibitivos, el país entró en default, la economía se paralizó, estalló la crisis. Finalmente, al desmoronarse la convertibilidad, el tipo de cambio saltó a más de dos pesos por dólar, como terca evidencia de que, para los mercados globales, los argentinos y sus recursos valían apenas la mitad de lo que creían o querían valer. ¡Qué mal negocio!
Ojalá, al menos, nos enseñe que fijar remuneraciones y precios internos ilusoriamente altos mediante la sobrevaluación de la moneda sólo nos brinda un momentáneo alegrón de burro, que se esfuma al agotarse el esquema de un crecimiento basado en el endeudamiento. Pero ¡cuidado! porque el camino opuesto – competir a base de salarios bajos y a punta de devaluaciones – puede ser tanto o más peligroso, ya que atrae inversiones de baja productividad que perpetúan las ventajas competitivas de un crecimiento basado en pobreza. No hay atajos: el bienestar económico sólo puede alcanzarse mediante un proceso en el que una creciente productividad y una distribución equitativa se refuerzan recíprocamente: aumentos razonables en las remuneraciones y la inversión social deben acicatear y promover los aumentos en la productividad que, a su vez, hacen sostenible ese creciente bienestar. El buen negocio debe ser de todos.