Escuelas de manejo ¡y más!
Leonardo Garnier

Sub/versiones – La Nación: 14 de marzo, 2002
Cuando decidió pagar las clases de manejo no sabía que, por los ₡ 30.000, le enseñarían mucho más que a manejar: ¡Le darían una lección para toda la vida! Una lección de manejo, sí, pero también de manejo ciudadano, una lección de civismo… ¿o de cinismo? Un curso comprimido de economía y de política. Una clase sobre la intersección oscura entre las leyes del mercado y los embudos del poder, aunque sea de los pequeños poderes – y nada peor que esos pequeños poderes que van para grandes –. Una lección, en fin, de ‘cómo es qu´es’. ¿Y todo eso por treinta mil pesos? ¡Una ganga!
Primero, pensó que podía aprender a manejar por su cuenta, con el carro de sus tatas y la colaboración de su novio o de alguno de sus amigos que ya tenían licencia. Pero qué va. Había que sacar el tiempo: el de ella, el de quien la acompañara, y hasta el del carro – que era el más ocupado. Ella misma solía encontrar excusas para posponerlo porque, mal que bien, eso de aprender a manejar tiene sus bemoles y sus riesgos, y los seres humanos somos expertos en encontrar las más variadas razones para postergar las cosas que tenemos que hacer. Por eso, cuando Laura le contó que ella había aprendido en una escuela de manejo, y que el curso incluía hasta la sacada de la licencia, le pareció la solución ideal. Además, siempre es buena una presión externa para obligarnos a hacer las cosas, sobre todo las que tienen algún costo o nos enfrentan con algún temor.
Así que se matriculó en el curso, y hasta lo pagó por adelantado para saberse comprometida con el asunto. Las clases fueron bastante buenas. El instructor resultó un tipo simpático, no muy exigente, pero adecuado para lo que ella necesitaba: coger confianza en la manejada. Las lecciones transcurrieron sin mayor tropiezo: por lo general, tranquilas; aunque a veces un poco más tensas, como cuando había que zigzaguear entre los conitos rojos o arrancar en cuesta sudando frío y con unos cuantos energúmenos pitando atrás. Lo peor, fue el día que tuvo que atravesar varias rotondas: casi se muere del susto. Pero de eso se trataba: de coger confianza… y sacar su licencia.
El jueves, cuando William – su instructor – le dijo que ya la sentía lista para hacer el examen de la licencia, se había sentido feliz. Pero esa tarde, al hablar con sus amigas sobre el asunto, la volvió a embargar una vieja angustia que había archivado en la comodidad de las clases: “Y vos qué, ¿le vas a pagarle algo al del examen?”. Muchas veces había oído lo mismo: que si uno ‘le untaba la mano’ al examinador… las cosas salían muy bien. “Yo le di dos mil pesos y se portó como un ángel”. Pero, si no… “Claro, no es que haga falta, si sos una gata manejando pasás el examen aunque no pagués”. Siempre había pensado que eso de pagar mordidas era inmoral, y que ella nunca. ¿Pagar por el examen de la licencia? No. Para eso había ido a clases: ya sabía manejar. Sí, pero. Al pensarlo, se sintió incómoda.
La angustiaba pensar en cómo sería la situación exacta. ¿Le pedirían la mordida así no más, casi oficialmente? “Señorita, la tarifa para pasar el examen es de…” O “Señorita, la cosa es así, son…” ¿Serían, más bien, discretos? “Si usted quiere ayudarme, pues…”. Temía que el tono pudiera ser amenazador. “Mire, el examen puede ser muy fácil, o muy difícil… usted dirá”. Hasta pesadillas tenía sobre el asunto: una noche, fue el mismo carro el que le pidió la plata: “Guapa, meteme un par de rojos en el cenicero y yo me encargo de tu licencia”. A veces se sentía como una tonta. “Tal vez no, tal vez no me piden nada”. Pero si… ¿Cómo negarse? No lo sabía. Con miedo de que la angustia la afectara a la hora de la prueba, decidió comentárselo a su instructor: él tenía que saber cómo manejar el asunto. El ‘profe’ soltó una carcajada: claro que sabía. “Pero ¿cómo te vas a preocupar por eso? Nadie te va a pedir plata, mucho menos la persona que te haga la prueba. De eso ni te angustiés, no funciona así. Nosotros hablamos desde antes con él. Vos me decís si querés o no querés darle algo, y nosotros se lo decimos a él antes del examen. ¿Ves? Así él sabe desde el principio si vos le vas a ayudar o no. Además, no es gran cosa, sólo son dos o tres mil pesos… y así, salís licencia en mano.”
Quería llorar de la rabia, pero se contuvo. Se sintió atrapada. La lección estaba completa. Al día siguiente, a las nueve de la mañana, hizo la prueba. Fue muy fácil: no tuvo que frenar en cuesta, ni parquear en un campito imposible, ni – por dicha – atravesar una rotonda. El examinador se portó súper decente. Al final, discreto, sólo le dijo: “Lo que tenga que dejar, déjelo aquí abajo, antes de salir”. Unas horas después, tenía en sus manos la licencia: un documento que indica, claramente, que ya aprendió a manejar. Debería decir que aprendió mucho más que eso.