Inversiones, equilibrios y confusiones
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
Sub/versiones (ampliadas) – La Nación, jueves 13 de enero, 2004
La notamos cuando falla. Cuando nos vamos en un hueco. Cuando se nos va la luz y se borra el documento en que trabajábamos – o se para la fábrica. Cuando se roban el carro y no hay un policía cerca. Cuando se cae Internet. Cuando la medicina no está en la Caja. Cuando la cola en el aeropuerto es de hora y media. Cuando no entra el celular. En fin, cuando esa inversión pública que debió garantizar que algo ocurriera, y que ocurriera bien, no estuvo ahí en el monto y con la calidad requerida. Pero nos cuesta entender su importancia y, sobre todo, nos cuesta aceptar que esa inversión tiene un costo (costo de oportunidad, diríamos los economistas): tenerla, significa dejar de tener otras cosas. Por eso, lleva razón Jorge Guardia – mi colega de los martes – cuando nos advierte que las inversiones del ICE tienen un costo para la sociedad: el costo de todas las otras cosas que podríamos tener en vez de luz y teléfonos.
Jorge entiende bien que la metodología del FMI “mide la concordancia entre el crecimiento de los gastos totales en la economía de un país y el crecimiento de la producción nacional. Si la demanda excede a la oferta – dice Jorge, con razón – hay un faltante que se debe corregir”. Aunque con la nueva metodología del Fondo ese desequilibrio ya no aparece como un “déficit”, Jorge nos recuerda que el desequilibrio sigue ahí, rebautizado ahora como el nivel de “endeudamiento neto” que – según el Fondo – “refleja el grado en que un gobierno está utilizando recursos financieros generados por otros sectores. Por lo tanto, puede considerarse que es un indicador de la repercusión financiera de la actividad del gobierno en el resto de la economía”. Eso es clave para Jorge, que insiste en que “para preservar el equilibrio, lo que invierta más el ICE habrá que restárselo a los otros entes, al Gobierno o al sector privado, ya sea que se mida con la actual o con la nueva fórmula.” Y le advierte al Ministro de Hacienda – y a nosotros – “que jamás se le ocurra aceptar obligaciones ilimitadas para financiar inversiones, en la falsa creencia de que no afectará el equilibrio, porque se hunde.”
El problema, Jorge, es que cualquier inversión – de hecho, cualquier gasto – afecta el equilibrio financiero del país. No solo los del ICE. No solo los del gobierno. Todos. Si los ticos gastamos más en televisores o en chocolates, eso afecta el equilibrio. Si las empresas privadas aumentan su nivel de inversión, eso afecta el equilibrio. Si el Ministerio de Educación logra completar la cobertura de secundaria, eso afecta el equilibrio. Pero si todos los gastos afectan de igual manera el equilibrio financiero, en el sentido de que generan la necesidad de ser financiados, no todos tienen el mismo efecto neto ni el mismo impacto en el desarrollo y el bienestar. Hay gastos que, literalmente, se van en humo – o por la alcantarilla – mientras que otros son más bien gastos o inversiones que aumentan la capacidad productiva y, a la larga, se pagan solos: no hacer estas inversiones nos sale más caro que endeudarnos para hacerlas. Entendamos el costo financiero, sí, pero entendámoslo bien.
Y no nos confundamos, no se trata aquí del equilibrio o desequilibrio fiscal, sino de ese otro equilibrio que menciona Jorge, el equilibrio entre nuestra oferta o producción total y nuestra demanda total de inversión y consumo. Siempre que gastemos más de lo que producimos, aumentamos ese desequilibrio, que no se arreglaría – como curiosamente propone Jorge – si Pablo Cob lograra “convencer al Ministro de hacer una buena reforma fiscal para darles más espacio a las inversiones del ICE, que son muy importantes.” Eso no cambiaría nada: el impacto macroeconómico del ICE que tanto preocupa a Jorge seguiría ahí: elevando la demanda, sí, pero también potenciando la oferta. El país dejaría de hacer algunas cosas (las que hacía la gente con la plata antes de que se la quitáramos con impuestos) para que el gobierno tuviera recursos para financiar esas otras inversiones públicas que requerimos, como las de educación y mantenimiento de la infraestructura. La inversión en electricidad y telecomunicaciones se financiaría igual que hoy: con endeudamiento que sería luego atendido por las tarifas. Por eso, la pregunta correcta aquí no es fiscal, sino económica, social y política: ¿cuáles son las inversiones que el país necesita para desarrollarse bien, cómo las vamos a financiar y a qué vamos a renunciar para poder hacer esas inversiones? Ojalá el debate apunte en esta dirección, y dejemos de discutir sobre falsos dilemas.
En Guardia
Jorge Guardia
La Nación: martes 11 de enero, 2004
Se está gestando una pelea entre el ministro de Hacienda, Federico Carrillo, y el presidente ejecutivo del ICE, Pablo Cob, por el déficit fiscal consolidado y su fórmula de medición. ¿Cuál de los dos prevalecerá? Yo voy a atizar el fuego.
Don Federico Carrillo, en palabras más gentiles y conciliadoras, afirmó que el ICE se lo había bailado porque en el 2004, en vez de equilibrar su presupuesto, cerró con un faltante de 30.000 millones. Don Pablo Cob, apoyado en mi colega sub/versivo de los jueves, lo negó tres veces. Dijo que la fórmula para medir el déficit se basaba en un manual “anticuado y absurdo del FMI, obsoleto desde 2001”. Sin duda, un golpe bajo. El Ministro no respondió. Está, supongo, recobrando el aliento. El Banco Central, que, por ley, es el coach obligado del Gobierno, guardó conspicuo silencio, y don Abel ni siquiera se acercó al cuadrilátero. Lo abandonaron en su esquina, como si la pelea les fuera del todo indiferente.
Don Pablo pelea bien, pero tiene una confusión grave sobre los alcances del Manual de Finanzas Públicas de 1986, revisado en el 2001, y la programación financiera del FMI. La fórmula del 86 no es anticuada ni obsoleta; de hecho, sigue siendo utilizada oficialmente por el Fondo y los gobiernos en la mayoría de los países. Tampoco es absurda. Mide la concordancia entre el crecimiento de los gastos totales en la economía de un país (demanda agregada que, por definición, incluye gastos de consumo y capital de los sectores público y privado) y el crecimiento de la producción nacional (oferta total). Si la demanda excede la oferta, hay un faltante que se debe corregir.
Con la metodología del 2001 -que, insisto, aún no está vigente- también se debe corregir el desequilibrio. Si bien las inversiones se capitalizan sin afectar el resultado operativo neto y pueden reflejar superávit, se atrapan por el endeudamiento neto cuando exceden los recursos propios del ente. El propio manual lo describe así: “El endeudamiento neto es un indicador analítico que refleja el grado en que un gobierno está utilizando recursos financieros generados por otros sectores. Por lo tanto, puede considerarse que es un indicador de la repercusión financiera de la actividad del gobierno en el resto de la economía”. Eso es clave. Para preservar el equilibrio, lo que invierta de más el ICE habrá que restárselo a los otros entes, al Gobierno o al sector privado, ya sea que se mida con la actual o con la nueva fórmula. Victoria pírrica.
El ICE podrá seguir registrando sus inversiones como quiera. Pero el Ministro deberá continuar calculando el déficit con la fórmula convencional, o con la nueva, pero centrándose en el endeudamiento neto. Que jamás se le ocurra aceptar obligaciones ilimitadas para financiar inversiones, en la falsa creencia de que no afectará el equilibrio, porque se hunde. Y, si don Pablo aceptara su error, podría enderezar el debate hacia una arena más prometedora: convencer al Ministro de hacer una buena reforma fiscal para darles más espacio a las inversiones del ICE, que son muy importantes. El verdadero ganador sería el país.