Juego de palabras
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
Sub/versiones – La Nación, Costa Rica: jueves 7 de abril, 2005
No todo el mundo puede escribir como lo hacía Octavio Paz, igual que no todos podemos jugar al fútbol como Zidane. ¿Por qué, entonces, si todos nos sentimos con derecho a mejenguear, a patearla, a gozar corriendo tras la bola, por qué no nos atrevemos a mejenguear con las palabras, a jugar con la escritura?
Anímese, no es tan difícil – siempre que no pretenda que, a la primera, le salga algo digno de mostrarse o, peor aún, de publicarse. ¿Acaso alguien anhela que lo filmen mientras ensaya sin mucho éxito unas cuantas series con la bola? Pero inténtelo, tome papel y lápiz – o, si lo prefiere, cuádrese frente al teclado y el monitor – y arrójele al espacio blanco unas cuantas palabras, juegue con ellas, únalas de una u otra forma y diviértase... que no hay reglas. Algunos empiezan por el fondo, pero muchos – o los mismos, otras veces – zarpan más bien por la forma: decir algo importante, o decir cualquier cosa pero no de cualquier forma: con belleza, con ingenio, con rareza... pero decirlo, ponerlo por escrito. Unos piensan, ante todo, en el lector. Otros no: simplemente escriben; si luego aparece audiencia... pero, si no, tampoco importa.
Puede ser una carta a quien no vemos desde, o que vemos a menudo pero como si no, y decir lo que habríamos querido cuando, o pasarle un chisme nuevo o viejo, pero sorprendiéndole con un giro inesperado. Una queja: las quejas dan buen material para entretenerse y hasta desahogarse. Puede usted quejarse de la vecina que ¿cómo se le ocurre? Del periódico que llega tarde. Del tráfico ¿quién no podría, sobre todo un viernes por la tarde? Del marido. De la suegra. De ese colega ¿colega? ¡enemigo a sueldo! que nos hace el trabajo imposible o, más exactamente, insoportable. Puede quejarse de Bush, de los diputados, de Pinto – ya para qué – o de usted mismo (que buena falta hace, a veces, quejarnos de ese personaje).
Los recuerdos (reales o imaginarios, no importa mucho y, además, uno nunca está muy seguro) son material de primera para disparar unas líneas. El carro del abuelo, con todos nosotros adentro, pasando al lado izquierdo de la calle y saltando por encima del caño y la acera hasta ir a dar a media cancha de fútbol, allá en Coronado, ante la mirada atónita de árbitro ¿había árbitro? y los jugadores. El teclado del piano embadurnado con cera, esperando los dedos del maestro de música que, ingenuo dejó caer sus manos sobre las relucientes ¡plaaang! Las moscas sin alitas que alguien dijo haber confundido con pasas (no, mejor esa no). Aquella caricia, lo que pasó antes y, sobre todo, lo que ¿pasó? después. Un profesor de sociología que, como todos los miércoles, preguntó ¿dónde quedamos la clase pasada? y, confiado ante la respuesta timo, procedió a repetirnos, idéntica, renglón a renglón y hasta chistes incluidos, la clase de la semana previa. Y están, por supuesto, los sentimientos, que – aunque peligrosos – siempre dan para choques y saltos y vericuetos de palabras: lo que nos duele, lo que nos ilusiona, lo que nos prende... o nos apaga.
Al final, vuelva sobre lo escrito y léalo. No, no en voz baja, léalo en voz alta, que las palabras, como los goles, también suenan ¡y cómo suenan cuando suenan bien! No tenga miedo a corregir, pero tampoco se obsesione: son sus palabras. Si quiere, guárdelas, déjelas madurar, asentarse. Tiempo después (pueden ser años, no se preocupe) vuelva a ellas, tal vez le sorprendan... o tal vez no, pero ¿qué importa? Anímese y gócelas, como se goza de cualquier juego.