Llovió muerte sobre mojado
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier Sub/versiones – La Nación, Costa Rica, jueves 8 de setiembre, 2005
Es difícil exagerar la tragedia humana que el huracán Katrina ha causado en Nueva Orleáns, Louisiana y en gran parte de Mississippi. La catástrofe se ha visto retratada en cuadros dantescos de cadáveres flotando en las aguas que cubren la ciudad; casas, calles y edificios históricos destruidos; decenas de miles de personas, la gran mayoría pobres y negras, sin agua, sin comida, sin medicinas... sin ayuda por varios días. Se estima en miles las muertes y – aunque nunca tan importantes – son incalculables las pérdidas materiales de miles de familias. Es cierto que nadie podía haber impedido el huracán, pero cada día se hace más evidente que si bien el fenómeno natural era inevitable, no lo era su magnitud ni, mucho menos, sus devastadoras consecuencias.
Las críticas inmediatas apuntan a una reacción tan mediocre y tardía del gobierno, que el propio presidente Bush se vio obligado a reconocerlo así. Michael Brown – quien antes de ser nombrado por Bush para dirigir la Agencia Federal para el Manejo de Emergencias (FEMA) era un mediocre administrador de la Asociación Internacional de Caballos Árabes – confesó que no fue sino hasta el jueves que supo que había quince mil personas que tenían más de cien horas de estar refugiadas, deshidratadas y hambrientas en el Centro de Convenciones de Nueva Orleáns. Aún así, el Presidente lo felicitó: “Brownie, estás haciendo un gran trabajo”. ¿Un gran trabajo cuando no previeron que más de la tercera parte de los habitantes de la ciudad eran demasiado pobres y no tenían automóvil o no podían comprar gasolina a fin de mes para ‘obedecer las órdenes de evacuación’? ¿Un gran trabajo cuando ni siquiera lograron establecer un puente terrestre para evacuar a los veinte mil refugiados en el Estadio de Nueva Orleáns?
Mientras el presidente Bush se limitaba a dar conferencias de prensa, la gente se preguntaba desesperada ¿dónde están los soldados? ¿Dónde los helicópteros y los buses de evacuación? ¿Dónde la policía? ¿Dónde los víveres? ¿Dónde los médicos? ¿Dónde los refugios? Ante tan inexplicables atrasos e insuficiencias en la ayuda, las autoridades de Nueva Orleáns – también responsables de la tragedia – expresaron su frustración y hasta su cólera contra el gobierno federal. El alcalde Ray Nagin se quejó sin diplomacia ante las declaraciones de la Casa Blanca: “están diciendo un montón de mierda mientras la gente se está muriendo; ¡muevan el trasero y hagan algo!”. Y cuando muchos estadounidenses se preguntaban cómo era posible que nadie en el mundo los ayudaba a ellos mientras ellos siempre ayudaban cuando estas tragedias ocurrían en otros países lo cierto era que, para entonces – mientras una tercera parte de la Guardia Nacional de la región así como la mitad de sus equipos, se encontraban en Irak – más de cincuenta países, incluyendo a Cuba y Venezuela, habían ofrecido su colaboración con médicos, helicópteros, medicinas víveres y hasta dinero... pero sus ofertas seguían siendo ‘estudiadas’ por el Departamento de Estado, mientras la gente, literalmente, moría. ¿Por qué tanta arrogancia?
Pero imperdonable como hayan sido los errores, los descuidos, la insensatez y la insensibilidad de los esfuerzos de evacuación primero y de rescate y atención de las víctimas después – incluso las tonalidades de racismo y clasismo que se reflejan en las acciones y declaraciones de las autoridades – no constituyen el problema de fondo tras esta tragedia. Luego de preguntarnos cómo pudo fallar tanto el enfrentamiento inmediato de la crisis – que fue lento, incompleto y mediocre – tenemos que preguntarnos cómo pudo ocurrir una tragedia así en esta imponente e histórica ciudad estadounidense. ¿Acaso no se sabía?
Claro que se sabía. Para empezar, la ubicación de la ciudad fue precaria desde un inicio, allá por 1718 y a eso siguió, como una constante que se aceleró en el siglo XX, el intento permanente por modificar la topografía sin tomar nunca las precauciones para evitar el tipo de tragedias que se hacían más y más probables. Se alteró el río Mississippi para facilitar la navegación pero, al hacerlo, se destruyeron los manglares costeros y las protecciones naturales contra este tipo de desastres. Así, igual que la deforestación en Honduras magnificó los estragos de Mitch hace unos años, ahora fue Nueva Orleáns la que pagó por ese menosprecio por los equilibrios ecológicos, sacrificados ante la rentabilidad de grandes desarrollos urbanos en áreas de alto riesgo ambiental y la valorización momentánea de las propiedades. Robándole tierra al agua, la ciudad fue quedando bajo el nivel del mar, y se pensó que unos pocos diques serían suficientes para evitar problemas. No fue así. Los diques no se habían terminado de construir ni de reforzar; más aún, el presupuesto de $105 millones que había solicitado el Cuerpo de Ingenieros del Ejército para su construcción y para enfrentar planes de contingencia ante huracanes e inundaciones en Nueva Orleáns, había sido recortado a cerca de $40 millones por la Casa Blanca. Tras décadas de imprevisión y sin planes efectivos de contingencia, las amenazas varias veces repetidas finalmente se hicieron realidad con Katrina. Como de costumbre, fueron los más pobres los que pagaron los platos rotos, en muchos casos con sus vidas.
Ahora – como en Irak – seguirá el negocio de la reconstrucción mientras, como música de fondo, la voz carrasposa del viejo Satchmo repite y repite ...it’s a wonderful world.