Los retos de la (social) democracia
Leonardo Garnier

Me gusta – y me asusta – el lúcido ensayo de Alfonso Rojas sobre el populismo publicado hoy (y que se adjunta abajo). Me gusta por los matices de su matriz explicativa. Siguiendo a Mudde, Alfonso parte de una comprensión del populismo contemporáneo como una corriente que ve a la sociedad dividida en dos grupos – el pueblo contra las élites corruptas – la que explica por dos causas distintas pero complementarias.
Por un lado, está el descontento creciente de los perdedores de la globalización. Perdedores que no se conforman con las explicaciones de los beneficios del comercio y la globalización para las sociedades en su conjunto, sino que más bien resienten seguir siendo perdedores en medio de los avances generales y, sobre todo, frente a las ganancias exorbitantes de las élites. Pero a ese descontento se suma otro, muy distinto y hasta contradictorio, pero igualmente real. En palabras de Alfonso, se trata de “la reacción xenofóbica ante la llegada de inmigrantes y un conservadurismo social debilitado tras los avances progresistas de las últimas décadas”. Juntos, estos descontentos son el caldo de cultivo de una fuerte coalición de resistencia tanto a las élites comerciales y financieras como – paradójicamente – a los avances de los derechos humanos.
La segunda causa – nos dice Alfonso – es el isomorfismo político, es decir, esa tendencia a que los partidos políticos tradicionales se vuelvan cada vez más parecidos hasta el punto que hacen verdadera la consigna de que “todos los políticos son iguales”, lo que no solo desprestigia a los políticos y a los partidos, sino a la democracia representativa como institución.
Pero el ensayo también me asusta por la poca capacidad que parecemos tener para reaccionar frente a estos populismos. Como plantea Alfonso, el descontento de una población que se siente marginada por las élites es un terreno fértil “para políticos oportunistas capaces de explotar el agravio popular.” Pero eso no es nuevo, ha ocurrido muchas veces. Hoy, sin embargo – dice Rojas – “si a este legítimo descontento le sumamos la habilidad para beneficiarse de la civilización del espectáculo, obtenemos una fórmula con una capacidad impresionante de acumular capital político” – que lo diga Trump que hace apenas un año parecía solo una mala broma pasajera.
En ese contexto, debiera ser obvio que no basta “más de lo mismo” y ni siquiera “algo un poquito mejor de lo mismo”.
Pero ¿y entonces? ¿Cómo se reconstruye la política sin ceder ante los populismos mediáticos ni renunciar a la democracia? ¿Cómo vuelve a prevalecer la autonomía relativa de la política frente al poder económico? ¿Cómo puede la gente volver a sentirse representada, participar en la construcción de esa representación?
Agrego al análisis de Alfonso un elemento adicional que diferencia la situación en estas primeras décadas del siglo XXI de lo que fue la realidad política a lo largo del siglo XX: el final de la amenaza comunista.
Una gran parte de las reformas progresistas que lograron impulsar los partidos social-demócratas y social-cristianos en el mundo tuvo como telón de fondo el fantasma del comunismo. Fue precisamente por ese temor a las revoluciones que podrían emular a la revolución bolchevique en Europa que las élites del poder económico “toleraron” las reformas sociales del Estado de Bienestar como males menores ante el mal mayor de la amenaza comunista. Algo parecido ocurrió gracias al temor a las revoluciones que podrían haber emulado a la revolución cubana en América Latina. Pero caído el muro, muerto el fantasma que recorría el mundo ¿qué falta hacen las reformas? ¿Qué necesidad habría del centro-izquierda?
Así las cosas, a pesar de la sensatez de sus propuestas, la social-democracia se quedó sin proyecto. Las terceras vías no encontraron terreno fértil porque ni había fantasmas que las hiciera tolerables ni ilusiones que las hicieran necesarias. Prevaleció el pragmatismo conformista y se produjo lo que Alfonso Rojas llama “el isomorfismo político de nuestros tiempos”, esa paradoja en la que los contrincantes políticos se parecen tanto entre sí que ya nadie sabe decir en qué se diferencian. Y sin diferencias, se pierde la gracia. Y, sin gracia… ¿se perderá también la democracia? Tal es el reto que enfrentamos.
La política democrática solo tiene sentido si hace una diferencia, si es capaz de representar un balance frente a los poderes económicos o fundamentalistas y si ofrece un camino para construir un proyecto inclusivo de sociedad.
Sin eso, queda abierto el camino a los populismos. Y esta es la peor de las paradojas: esos populismos, que aparecen y se ofrecen como alternativas frente a las élites y frente a las fuerzas más conservadoras, terminan siendo, una vez en el poder, la expresión más acabada del poder de las élites y del más violento conservadurismo. Como todas las curas milagrosas, el populismo no hace más que postergar – con graves consecuencias – el reto de reconstituir la política.
¿Estaremos a la altura de ese reto? O, por el contrario – como pregunta Alfonso Rojas - ¿Caeremos en la trampa?
La imagen que ilustra esta nota es una caricatura de Ricardo Kandler, quien falleció hoy domingo y por muchos años ilustró con sus caricaturas las páginas de opinión de La Nación. Fue publicada originalmente el 16 de junio de 2013.
A continuación, el ensayo de Alfonso Rojas:
El nuevo populismo
Hace algunos años, pocos imaginábamos donde nos encontraríamos como humanidad a mediados del 2017. El arrollador surgimiento de una nueva generación de populistas nos tomó a muchos por sorpresa, y, ante ello, debemos estudiar este fenómeno político con cuidado y prudencia. Más aún, el análisis cobra especial relevancia en Costa Rica, donde la elección del 2018 ya se asoma y todo parece indicar que el populismo jugará un papel predominante.
Origen. Una tarea inicial, pero particularmente compleja, es conceptualizar el populismo. Cas Mudde (2004), de la Universidad de Georgia, ha sugerido una de las definiciones más útiles para el análisis político. El autor argumenta que el populismo considera a la sociedad fundamentalmente dividida en dos grupos: el pueblo contra las élites corruptas.
Es a partir de esta separación que los movimientos populistas cimientan su acción política. Los demagogos proponen una solución simple pero falaz a problemas complejos: que las “grandes mayorías” regresen al poder. Este “programa político” usualmente va de la mano de exclamaciones de mano dura y suspensión de las libertades fundamentales.
El resto de las ideologías, tanto de izquierda como de derecha, vienen por añadidura y abarcan un menú tan amplio como podamos imaginar. Desde el anarcocapitalismo en la extrema derecha hasta el socialismo radical de la izquierda, pasando por el conservadurismo, nacionalismo y proteccionismo.
La mesiánica reivindicación de un pueblo marginado por las élites políticas, financieras, mediáticas y gremiales, plantea un terreno fértil para políticos oportunistas capaces de explotar el agravio popular. Si a este legítimo descontento le sumamos la habilidad para beneficiarse de la civilización del espectáculo, obtenemos una fórmula con una capacidad impresionante de acumular capital político.
Si bien el populismo ha existido en diversas configuraciones desde la época del Imperio romano, por ahora nos interesa su reciente génesis dentro de las democracias representativas de Occidente.
Alexander Hamilton, padre de la democracia federal estadounidense, alertaba en The Federalist Papers la posibilidad de que la democracia fuera destruida por demagogos que “profieran shibboleths populistas para ocultar su despotismo”.
Por su parte, James Madison, en el mismo documento, reafirmaba el peligro de que la democracia perdiera su estabilidad producto de facciones que se anclaran en el poder y funcionaran en contra del interés público, es decir, la élite corrupta en la definición de Mudde.
Posteriormente, a inicios del siglo veinte, algunos movimientos populistas buscaron la supuesta reivindicación de las grandes mayorías en contraposición a los intereses de “unos pocos”. Desde Estados Unidos hasta Europa y América Latina, experimentaron iteraciones del mismo fenómeno, algunos con más éxito que otros.
Causas. Desde hace algunos años, el espectro del populismo ronda el mundo entero. Si bien se trata de un fenómeno multicausal, dos dinámicas particulares explican con mucha claridad su resurgimiento: la globalización comercial y el isomorfismo de las estructuras político-electorales.
La primera causa ha sido ampliamente discutida, y se refiere a todos aquellos sectores de la población que no han sido beneficiados con las tendencias de apertura comercial iniciadas en la Ronda de Uruguay de los años 90. Si bien el comercio es indiscutiblemente eficiente para la sociedad en su conjunto, los sectores perjudicados siempre van a reaccionar, más aún cuando las políticas de contención no son suficientes o las redes de seguridad social no funcionan adecuadamente.
Dado el caso, obtenemos segmentos de la población en regiones como Ohio, en Estados Unidos, o Portsmouth, en el Reino Unido, cuyo sentimiento hacia las élites es permanentemente negativo. Han estado en el bando perdedor por muchos años.
En muchos países estos sectores son minoritarios, pero si le sumamos la ansiedad económica tras una débil recuperación de la reciente recesión, la reacción xenofóbica ante la llegada de inmigrantes y un conservadurismo social debilitado tras los avances progresistas de las últimas décadas, encontraremos una fuerte coalición de resistencia a las élites comerciales y financieras.
Ante ello, los nuevos populistas proponen como respuesta un nacionalismo económico, expulsar a los inmigrantes y desmembrar las instituciones comerciales y políticas predominantes, sean los tratados de libre comercio, el “pantano de Washington DC”, la OMC, la Unión Europea, entre otros.
La segunda causa, el isomorfismo político, es bastante familiar para los latinoamericanos. Esta dinámica institucional se refiere a una tendencia de las estructuras políticas a actuar de manera similar, y apelar hacia el centro del espectro electoral. En buen castellano: “todos los políticos son iguales”.
Durante gran parte del siglo veinte, los partidos políticos representaron opciones electorales distintas: los republicanos y demócratas en Estados Unidos, los conservadores y laboristas en el Reino Unido, los democristianos y socialistas en Alemania, España, Noruega, Suecia y otros; el PLN y el PUSC en Costa Rica, AD y Copei en Venezuela, el Congreso Nacional en la India. La lista podría seguir casi indefinidamente.
Para ilustrar con un ejemplo, Michael Broning (2016), director de política internacional de la Fundación Friedrich Ebert, argumenta que en ningún país el isomorfismo político es tan evidente como en Alemania. Tras la unificación de 1990, el Partido Socialdemócrata y la Unión Democristiana llegaron a acuerdos en materia migratoria, comercial y de integración europea, al punto que cualquier propuesta alternativa de orden regional fue marginada.
Esto ha llevado al surgimiento del partido AfD (Alternativa por Alemania), cuyo impacto estará pronto a medirse en las elecciones del próximo setiembre.
A la luz de la opinión pública, eso hace que los partidos se conviertan en distintas manifestaciones de un mismo grupo: la élite gobernante. Ese control de las élites no únicamente genera desconfianza en los partidos políticos, sino de la democracia representativa como institución.
Según el Democracy Index de The Economist, la confianza en las élites políticas y las instituciones democráticas ha caído en más de 70 países desde el 2015, con Estados Unidos y el Reino Unido liderando el descenso. Nuevamente, este clima institucional negativo representa una jugosa oportunidad para demagogos dispuestos a vender ideas simples con tal de acceder al poder. El gran atractivo, y peligro, de los nuevos populistas es que fundamentalmente responden a agravios reales, aunque sus soluciones sean un disparate.
Para ellos, los partidos políticos no son coaliciones de discusión ideológica y planteamiento de políticas públicas, sino únicamente vehículos para llegar al poder. En muchos casos, forman un nuevo partido o se apropian de uno existente con el objetivo de obtener legitimidad ante los órganos electorales, pero su movimiento es fundamentalmente personalista.
Costa Rica. En el caso costarricense, muchos de los factores previamente mencionados se encuentran presentes. Los partidos políticos se encuentran debilitados, la confianza de la población en la élite gobernante es mínima y la ansiedad económica es visible tras el alto desempleo, la pobre infraestructura y la reciente volatilidad cambiaria.
Peor aún, ya se ha declarado un candidato con tendencias autocráticas y la expresa intención de explotar las vulnerabilidades de nuestro sistema. Desea plantear una visión maniquea de “pueblo” contra la “élite”, propone soluciones sencillas a problemas complejos y busca chivos expiatorios en sectores vulnerables de la población, como los inmigrantes.
Todo parece indicar que el “excepcionalismo costarricense” enfrentará su más fuerte desafío en la elección del 2018. La sabiduría (y suerte) que nos ha acompañado por décadas se puede desvanecer instantáneamente.
¿Caeremos en la trampa? En ocho meses lo sabremos.