Mala política, peor economía
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
Sub/versiones: La Nación, Costa Rica, Jueves 31 de marzo, 2005
Si esto no es el colmo, ya no sé qué lo será: el gobierno le pide a la Sala Constitucional que no lo obligue a cumplir con su deber. Como lo oye. Y todo, supuestamente, a nombre de la economía. Pero no, la petición de los Ministerios de Hacienda y Presidencia para que la Sala Constitucional elimine la obligación existente de que los impuestos pagados por el marchamo y los combustibles se destinen a la construcción y reparación de carreteras no es buena economía, ni es buena política. Veamos.
Es mala economía – y mal manejo de la hacienda pública – porque, en vez de ahorrarnos plata, nos hace gastar más y gastar mal: cualquiera sabe que es mejor y que sale más barato darle mantenimiento a tiempo a las carreteras que arreglarlas cuando ya es tarde, cuando están llenas de huecos, hundidas, despedazadas – como están. Esos ciento treinta y cinco mil millones de colones que el Ministerio de Hacienda dice habernos ahorrado en los últimos siete años son cualquier cosa menos un ahorro: se los gastaron en cosas distintas a lo que estaba legal y técnicamente establecido y luego, tranquilamente, “patearon la bola” para que quien venga después cargue con el problema de los caminos y las carreteras.
A la larga, el costo será mayor al supuesto ahorro. Además, tendremos que cargar con esos otros gastos – en compensadores, en llantas, en reparación de vehículos, en choques innecesarios y hasta en vidas – que, irrelevantes para Hacienda, nos agobian a nosotros y al país (y eso sin mencionar las pérdidas en inversión y crecimiento que resultan del mal estado de nuestra infraestructura). Gastar mal, gastar tarde, gastar más de la cuenta... ¿cómo puede justificarse esto a nombre de la economía y de la responsabilidad hacendaria, cuando es exactamente lo contrario?
Pero no se trata solo de mala economía, sino de mala política, porque sólo así puede entenderse esta burla a la voluntad ciudadana y a la ley, en momentos en que la confianza de los ciudadanos en la política está en uno de los puntos más bajos. Cuando se le habla de pagar impuestos, el tico reclama ¿para qué?, ¿para qué más impuestos?, ¿para que los desperdicien, para que los malgasten, para que se los roben? Para revertir eso, la gente necesita tener confianza de que lo que pague en impuestos de verdad se va a usar bien y en la forma acordada. Y ese es, precisamente, el papel político que le toca jugar a los impuestos de destino específico: devolverle a la gente la confianza en su gobierno. Algo de esto ocurrió en 1998, cuando el impuesto a los combustibles se empezó a traducir en la desaparición de los huecos por el bacheo y arreglo de caminos, calles y carreteras. La gente estaba contenta con ese impuesto, pero fue un “alegrón de burro”: al poco tiempo, la voracidad de la caja única – el hueco negro de hacienda – terminó por tragarse ilegalmente ese impuesto y, con él, la confianza que había empezado a surgir.
Por eso me cuesta entender que hoy, en momentos en que el propio Ministerio de Hacienda les está pidiendo a los diputados – y a todos nosotros – la aprobación de un proyecto de reforma fiscal que busca elevar la carga tributaria, el mismo Ministerio le pida a la Sala Constitucional que le permita burlarnos una vez más. No se vale. Nuestra economía necesita algo más. Nuestra democracia merece algo mejor.