Mi marido me pega lo normal
Leonardo Garnier

Sub/versiones – LA NACIÓN: 22/11/01
“Mi marido me pega lo normal” es el título de un libro dramático del médico forense español Miguel Ángel Lorente. La frase es de una muchacha que llegó a él con el rostro deshecho, y tan deshecha por dentro como por fuera: “mi marido me pega lo normal”. Una frase que, como se dijo en España, se dice diariamente en Costa Rica. La Ley contra la Violencia Doméstica entró en vigencia en junio de 1996. Durante ese año, se presentaron a los juzgados 5000 denuncias por violencia doméstica. El año pasado –tan sólo cuatro años después – las denuncias fueron más de 32.500. Esto no quiere decir que la violencia doméstica esté aumentando a ese ritmo, pero sí quiere decir que es muy alta y que las mujeres empiezan a denunciarla. Es una violencia mortal: ese mismo año murieron 16 mujeres por violencia intrafamiliar, y otras cinco por violencia sexual. Es una violencia íntima que se caracteriza por el ensañamiento: Maritza, de 29 años, falleció 46 días después de que Carlos, su compañero, la convirtiera en una antorcha humana. Olga, de 40 años y madre de cinco hijos, fue asesinada a machetazos por su esposo, del cual estaba separada desde hacía un año. Es una violencia inaceptable.
Pero es una violencia cuya denuncia conlleva un riesgo terrible, como se aprecia en el patrón perverso que ha sido advertido por los especialistas: “la agresión es mayor cuando hay una ruptura. Ese ‘te voy a matar’, hay que tomarlo en serio. Si la agresión ha sido brutal desde el principio, la muerte es inminente”. Los ejemplos abundan. Lorena, de 32 años, se presentó al Juzgado de Familia a denunciar que tenía problemas de maltrato por parte de su compañero desde hacía cuatro años. En lugar de tomar medidas cautelares, se convocó a una comparecencia de conciliación… no había pasado un mes de la denuncia cuando Lorena ya había sido asesinada. Elizabeth, de 22 años, fue ultimada a martillazos aparentemente por su esposo en un pequeño cuarto de San Sebastián, poco después de haber presentado la denuncia ante la Fiscalía Extraordinaria de Goicoechea. Ligia, de 21 años, recibió tres puñaladas en el pecho minutos después de haber participado en una audiencia en que solicitó una medida que la protegiera de su esposo, así como el pago de la pensión alimenticia. Estos no son casos aislados o anecdóticos, sino reflejo de ese patrón, bien identificado en el informe del Estado de la Nación: “la ocasión particular en que más mujeres perdieron la vida entre 1990 y 1999 fue la ruptura con la pareja que las maltrataba, en el momento en que trataron de escapar a su control”.
A esa inseguridad y el temor a perder el control se agregan otros elementos y factores desencadenantes de la violencia intrafamiliar. Parece que, en el contexto de tensiones y angustias características de la vida moderna, no somos muy buenos manejando nuestras emociones en familia. Las denuncias y solicitudes de protección ante los Juzgados de Violencia Doméstica, por ejemplo, se incrementaron durante los últimos partidos de la Selección. Lo mismo ocurre cuando juega Saprissa y, paradójicamente, ¡la violencia es peor cuando gana! Y es que, muchas veces, los momentos de celebración se viven como momentos de emociones contradictorias, de alegrías acompañadas de angustias. Y reventamos. Como se revela en la encuesta de Violencia Intrafamiliar del Instituto de Investigaciones Psicológicas de la UCR, momentos como la entrada a clases, los días de pago, la celebración de los días del padre y – peor aún – de la madre, la Semana Santa, los cumpleaños y otras ocasiones especiales, lejos de ser momentos de unión, constituyen una amenaza para una de cada tres familias costarricenses.
Si las denuncias son muchas, son sólo la punta evidente del problema. Son más los casos que no se denuncian y en los que la violencia sigue encerrada entre paredes sordas y hogareñas. La propia inseguridad en que viven las mujeres, y el miedo a provocar una violencia mayor, inhiben la denuncia y frenan, incluso, los intentos de escape. Muchas veces, quien sufre la violencia es víctima también del sentimiento de culpa de quien cree que ella misma provoca la agresión. El sufrimiento de saberse agredidas por la persona que las quiere, por la persona a quien quieren, y la vergüenza de que los demás se enteren, son también factores que mantienen a muchas mujeres atrapadas en ese círculo de violencia. No quieren romper el hogar, ni dejar a los hijos sin figura paterna. No pueden sostener a la familia y a los hijos sin el aporte económico del agresor. No quieren quedarse solas, sin afecto, y no se resignan: siempre mantienen la esperanza de que él pueda cambiar, de que las cosas sean distintas. Están atrapadas.
¿Y los hombres? ¿Cuánto miedo, cuánta inseguridad, cuánta porquería llevamos adentro los hombres, que sólo podemos afirmarnos a golpes, a martillazos, a machetazos…? Pero cuidado, esos casos que nos escandalizan y nos hacen tomar conciencia de la magnitud del problema, también nos tranquilizan y nos ciegan ante los casos menos dramáticos pero más frecuentes en los que, nosotros mismos, podríamos estar atrapados. Casos en los que tal vez no hay puñales ni golpes mortales, sino humillaciones, abusos, menosprecios y desprecios. ¿Y… por qué? Lo mismo: por miedo, miedo a perder el control, sí… pero, en el fondo, miedo a perder el afecto. Y, como imbéciles, queremos tener el poder de nos quieran… ¡a la fuerza si es preciso!