O no se atreven a hablar
Leonardo Garnier

Sub/Versiones – La Nación: Jueves 31 de Octubre, 2002
El crimen del Padre Amaro es el crimen de todos. En la misma línea de ‘La Ley de Herodes’, esta película mexicana delata y nos delata: no sólo muestra con crudeza y realismo lo que somos capaces de hacer movidos por nuestras pasiones e intereses, sino que descubre cómo, pasado el rito y la lágrima momentánea, todos – curas, políticos, empresarios o simples mortales – somos igualmente capaces de seguir adelante. Y no digo ‘seguir adelante’ en el mejor de los sentidos, afrontando confesión, contrición, propósito de enmienda y penitencia, sino seguir adelante como si nada hubiera pasado, reinventando lo ocurrido y hasta convirtiendo en heroísmo la cobardía, en honradez la estafa y en chivo expiatorio a la víctima. Al final, somos capaces de seguir adelante no sólo impunes, sino convencidos y habiendo convencido a los demás de cuánto valemos: hombres y mujeres de éxito, ejemplares.
El padre Amaro que, con esa carita de niño bueno, se perfila ya como obispo renovador y carismático: ‘es un santo’, dice la esposa del presidente municipal, la misma que le entregaba, en cada confesión, los sobrecitos cargados y bien lavados. El novel senador en que se convierte aquel pendejo que primero se descubre alcalde, luego crápula, luego gángster y asesino antes de vivir su ascenso final en ‘La ley de Herodes’. Y tanta gente de carne y hueso que conocemos ¿o somos? para quienes lo importante al fin de cuentas es el éxito y, sobre todo, el éxito reconocido, el éxito público y publicado, el reconocimiento ajeno… aunque para alcanzarlo perdamos el reconocimiento y el afecto más próximo, el de ese prójimo que quedó bien enterrado en ambas películas.
Pero, como todo engaño, esta purificación del crimen necesita cómplices. Ante todo, la propia complicidad del protagonista, que siempre parece partir de sus buenas intenciones y que, de hecho, nunca las abandona, transmutándolas en las excusas que justifican como inevitables y hasta necesarios sus crímenes. Están luego los pequeños cómplices – amigos, testigos, y hasta víctimas – que, al fin y al cabo, se tranquilizan y acomodan preguntándose: si lo pasado, pasado, ¿qué se gana haciendo un alboroto? Tal vez hasta piensan en secreto – como la vieja bruja rezadora – que alguna ventaja les deparará su antigua cercanía con el nuevo héroe, haberle ayudado, conocer su secreto… Finalmente – y desde siempre – están los cómplices institucionales, los grandes poderes, las jerarquías humanas y divinas siempre prestas a comprender que nada es más rentable que un héroe o un santo, especialmente cuando este sabe que tiene las manos sucias y los pies de barro, cuando sabe que ellos saben y que lo protegen. Ellos, entonces, tienen su santo.
Y nosotros, guiados por la costumbre, la comodidad y el miedo, terminamos por convencernos de que todo está bien, de que hay que dejar las cosas como están: no sólo en el gobierno, en la empresa o en la iglesia, sino en casa. Ante el crimen, preferimos guardar las apariencias, fingir o terminar incluso creyéndonos que nada pasó y hasta simulando, más bien, que la tragedia fue un milagro y que hay que santificar al nuevo santo. Porque los muertos, están muertos. O no se atreven a hablar.