Ojalá no encuentren
Leonardo Garnier

Sub/Versiones: LA NACION, 24-1-02
Podría oponerme a las exploraciones petroleras porque es hacer un gasto tonto: meter un montón de plata para, luego, no encontrar nada. Podría oponerme porque, aún en el caso de que encontráramos algo, el costo ambiental sería mayor que los beneficios. O podría oponerme porque crea – probablemente con razón – que el país cargará con los daños ambientales pero disfrutará muy poco de los beneficios. Pero no. Yo me opongo a estas exploraciones no sólo porque los costos ambientales sean mayores a los posibles beneficios, ni porque podríamos no encontrar nada… sino más bien porque pienso que lo peor que nos podría pasar ¡es encontrar petróleo!
Nada más dañino para un país, para una sociedad, para una familia, que hacerse rico de la noche a la mañana, sin que medie para ello un esfuerzo sostenido, sin haber construido la capacidad productiva que le dé sustento y sin que, en el proceso, se hayan generado los canales y medios para la mejor distribución y aprovechamiento de esa nueva riqueza que, por lo general, se despilfarra y se agota. El fenómeno es tan conocido que tiene un nombre: enfermedad holandesa.
En 1959, Holanda descubrió una gigantesca reserva de gas natural que le generó más de $2 billones en los siguientes 20 años y un ahorro de más de $3.5 billones en importaciones. Ese extraordinario ingreso caído del cielo (o salido del suelo) se tradujo en aumentos igualmente extraordinarios de los salarios, el consumo y el gasto… sin un aumento paralelo de la productividad del resto de la economía que les diera sustento. A pesar de su fortaleza, los sectores productivos holandeses no podían aguantar esos niveles de gasto, y eso provocó un impresionante proceso de des-industrialización: durante la primera mitad de los setenta la inversión bruta cayó en más de un 15%, el desempleo pasó de apenas un 1% a un alarmante 5% y la rentabilidad de la inversión cayó de 17% a un 3.5%. La aparente bendición de la nueva riqueza fue una verdadera maldición.
Ha sido la historia de los países petroleros. Y ha sido también lo que ha ocurrido con la mayoría de las privatizaciones: generaron enormes recursos fáciles que, luego, se esfumaron… mientras los problemas de fondo seguían ahí.
La única apuesta válida, cuando hablamos de desarrollo, es la apuesta por la productividad y la redistribución. Por eso, no es petróleo lo que tenemos que buscar, sino las formas de aprovechar tanto las inversiones educativas y sociales que hemos sabido hacer, como las inversiones y esfuerzos por conocer y defender nuestra riqueza natural. Hay que ir abandonando los viejos esquemas que hacían un uso extensivo, mal pagado y depredatorio del ambiente y de la gente, para consolidar una nueva economía en la que, para ser buen negocio, las inversiones tengan que saber aprovechar, cultivar y, por supuesto, remunerar nuestra verdadera riqueza: un recurso humano calificado, culto, flexible, capaz de innovar y unos recursos naturales ricos, diversos y sostenibles. Esto es mucho más difícil que encontrar petróleo pero, por eso mismo, es el camino que vale la pena.