Pobres perros tristes
Leonardo Garnier

Rafael Ángel Herra
Página Quince / La Nación: jueves 17 de febrero, 2005
Primero un puntapié, después aullidos de animal doliente. Escuché un grito: Los perros no deben entrar al templo. Era el padre, irritado, perdiendo el tono cansino de la voz con que me adormecía los domingos por la mañana. Durante la misa el perro se paseaba por la nave como un devoto honesto cuando cometió el error de acercarse al cura. Aunque en esos días lejanos, a mediados del siglo pasado, yo no les tenía un especial cariño a los animales, me hirió aquel acto de agresión que acabo de revivir.
Me remonto a ese episodio sombrío de mis recuerdos más viejos a causa de Camila, la perra de Tibás. Todos conocen la historia: al párroco, como al cura de mi infancia, le fastidiaba el zaguate guarecido en la casa de Dios, pero, en vez de ahuyentarlo del altar con una patada, lo mandó a dormir un sueño injusto.
Quisiera anotar un par de glosas al margen de este pequeño drama de la triste perra Camila. Se trata de dos frases sin duda pronunciadas a la ligera. Una autoridad eclesiástica dijo que la crueldad es una “falta menor” y que no se puede dejar que “los animales reinen en el mundo” y que “el hombre sea humillado”.
En todo el reino animal solo hay un ser capaz de descender hasta las miasmas de la crueldad. Lejos de ser una falta menor, tanto desde el punto de vista moral como psicológico, la crueldad es la conducta más perversa de la realidad humana, lo más horrendo de la guerra y la tortura, lo peor de la represión política y lo más obsceno de las relaciones interpersonales perturbadas. No olvidemos a cuál forma de actuar se refiere este término: la crueldad es el placer que se siente al provocar dolor en el otro. En mi opinión, la crueldad es el mal absoluto, lo más cercano a los delirios del demonio a los que pueden llegar ciertas personas por actos conscientes y deliberados. En la tradición cristiana, el acto supremo de crueldad es el suplicio de la cruz.
Estoy convencido de que la frase “mal menor” quería decir algo distinto de lo que acabo de explicar y seguro fue dicha más bien con ingenuidad y a la ligera. También doy por sentado que la eutanasia practicada a Camila no tenía la intención de hacerla sufrir. Me refiero a otra cosa: hablo del peligro de trivializar ciertas conductas. La crueldad se banaliza si se la califica de “mal menor”, aunque sea en el ámbito del derecho penal. Peor aún si consideramos aquí el punto de vista moral o teológico. Por tal razón, es oportuno y conveniente recordar la advertencia de Hanna Arendt contra la banalización de la violencia.
El otro asunto digno de mención, ya reavivado por ciertos cristianos fundamentalistas norteamericanos, es el deseo iluso de separar al ser humano del reino animal. Aunque a algunos no les gusta oírlo, somos tan animales como el gusano y las ratas.
Protegiendo el mundo natural, no se humilla a nadie; al contrario, solo si sobrevive el medio vital sobrevivirá la humanidad. El trato a los animales o, más general, a la naturaleza, revela qué tipo de humanidad construimos. ¿Habrá razones aquí para volvernos pesimistas? ¿Será la voz del cura de mis recuerdos más viejos quien todavía grita: “Los animales no deben entrar a la casa de Dios...?”.