Por eso, vive
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
Sub/versiones – La Nación, Costa Rica: 24 de marzo del 2005
Hoy tendría que hablar de Mr. Wolfowitz y su irritante candidatura a la Presidencia del Banco Mundial, pero no puedo. Hoy el lobo tendrá que dar paso al pastor, porque fue un 24 de marzo como hoy, hace ya veinticinco años, que una bala segó la vida terrenal de Monseñor Oscar Arnulfo Romero, arzobispo de San Salvador, mientras celebraba una misa de difuntos en la capilla del Hospital de la Divina Providencia. Hacía menos de veinticuatro horas que había hecho un llamado dramático a los soldados y al ejército de su país: “Ningún soldado está obligado a obedecer una orden contra la ley de Dios. Una ley inmoral nadie tiene que cumplirla. Ya es tiempo de que recuperen su conciencia y que obedezcan antes a su conciencia que a la orden del pecado. / En nombre de Dios, pues, y en nombre de este sufrido pueblo cuyos lamentos suben hasta el cielo cada día más tumultuosos, les suplico, les ruego, les ordeno: ¡cese la represión!”. Por eso lo mataron. Y por eso vive.
Monseñor Romero llegó a ser arzobispo de San Salvador en 1977, a los cincuenta y nueve años y siendo un hombre conservador. “Hasta entonces – nos dice su amigo, Monseñor Rosa Chávez – su amor a los pobres se quedaba en el nivel asistencial y de promoción humana. Todavía faltaban otras etapas en su proceso de conversión: preguntarse por qué existen los pobres, comprometerse con su liberación integral y luchar por el cambio de estructuras que llevase a una verdadera reconstrucción del tejido social.” Como suele ocurrir, esa conversión tuvo causas racionales, como su reencuentro con los “Documentos de Medellín”; y causas emocionales, como el brutal asesinato de su amigo, el padre Rutilio Grande, jesuita dedicado a trabajar por los campesinos más pobres. Ante la desigualdad y la violencia, Monseñor Romero, un hombre bueno, se convirtió en un pastor de nuestro tiempo, un hombre indispensable que predicó con el ejemplo y con la palabra: “La palabra queda. Y este es el gran consuelo del que predica – dijo. Mi voz desaparecerá, pero mi palabra que es Cristo quedará en los corazones que lo hayan querido acoger.” Por su palabra lo mataron, y por ella vive.
Pero su palabra no se quedaba ahí, exigía compromiso: “Hay un criterio para saber si Dios está cerca de nosotros o está lejos: todo aquel que se preocupa del hambriento, del desnudo, del pobre, del desaparecido, del torturado, del prisionero, de toda esa carne que sufre, tiene cerca a Dios. / La religión no consiste en mucho rezar. La religión consiste en esa garantía de tener a mi Dios cerca de mí porque les hago el bien a mis hermanos. La garantía de mi oración no es el mucho decir palabras; la garantía de mi plegaria está muy fácil de conocer: ¿cómo me porto con el pobre? Porque allí está Dios.” Nos dio el ejemplo. Por su ejemplo lo mataron, y por eso vive.
Su cristianismo – como tiene que serlo el verdadero cristianismo – fue incómodo, y nos cuestiona sin tapujos: “Hermano, ¿quieres saber si tu cristianismo es auténtico? Aquí está la piedra de toque: ¿Con quiénes estás bien? ¿Quiénes te critican? ¿Quiénes no te admiten? ¿Quiénes te halagan? Conoce allí que Cristo dijo un día: No he venido a traer la paz sino la división, y habrá división hasta en la misma familia, porque unos quieren vivir cómodamente, según los principios del mundo, del poder y del dinero, y otros, en cambio, han comprendido el llamamiento de Cristo y tienen que rechazar todo lo que no puede ser justo en el mundo”. Su Iglesia – como tiene que serlo la Iglesia de Cristo – es una Iglesia que busca “inquietar las conciencias, provocar crisis en la hora que se vive” y, por eso mismo, rechazaba la comodidad de “una Iglesia que no provoca crisis, un Evangelio que no inquieta, una palabra de Dios que no levanta roncha.” Por construir esa Iglesia lo mataron, y por esa Iglesia vive.
Cuando aparecen figuras así, grandes y buenas... pero incómodas, críticas e intransigentes en la defensa de los más débiles, hay que quitarlas del camino de alguna manera. Hay que desdibujarlos, presentarlos como ‘tontos útiles’ de causas perversas y perdidas. Pero también contra eso nos había advertido cuando dijo: “ayer supe allá, por Santiago de María, que ya, según algunos amigos míos, yo he cambiado, que yo ahora predico la revolución, el odio, la lucha de clases, que soy comunista. A ustedes les consta cuál es el lenguaje de mi predicación. Un lenguaje que quiere sembrar esperanza, que denuncia, sí, las injusticias de la tierra, los abusos de poder, pero no con odio, sino con amor, llamando a la conversión.” Por esa denuncia, por esa esperanza lo mataron, y por ellas vive.
Pero hasta eso ya él nos lo había dicho: “como cristiano, no creo en la muerte sin resurrección. Si me matan, resucitaré en el pueblo salvadoreño. Se los digo sin ninguna jactancia, con la más grande humildad. Como pastor estoy obligado por mandato divino a dar la vida por quienes amo, que son todos los salvadoreños; aún por aquellos que vayan a asesinarme.” Y aunque lo asesinaron, y hasta por esos que lo asesinaron, Monseñor Arnulfo Romero vive. Que su palabra y su ejemplo – su vida – nos acompañen siempre.