Por mi culpa, te castigo
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier Sub/versiones: La Nación, Costa Rica, jueves 8 de diciembre, 2005
No podrán ser sacerdotes aquellos hombres que, independientemente de sus cualidades humanas, su fe y vocación sacerdotal, estén manchados “con tendencias homosexuales profundamente arraigadas”. Esto nos dice la Iglesia en su reciente “Instrucción sobre los criterios de discernimiento vocacional”. ¿Cuál es el problema? – dirá usted – ¿No es normal que la Iglesia no acepte homosexuales como curas? ¿No es lógico tomar una decisión así con tanta violación, con tanta pederastia, con tanta...? No, no es tan simple.
El argumento de fondo de esta Instrucción – que es legítimo – sostiene que “ la vida toda del ministro sagrado debe estar animada por la entrega de su persona a la Iglesia y por una auténtica caridad pastoral” y que “el candidato al ministerio ordenado debe, por tanto, alcanzar la madurez afectiva”. La Iglesia – aunque no lo haya hecho muy bien en el pasado y, de hecho, haya intentado tapar, ocultar y hasta defender ciertos abusos – debe proteger a sus fieles, sobre todo a las y los más pequeños, de cualquier abuso deshonesto por parte de un sacerdote, en quien la gente suele depositar su más absoluta confianza. Por eso, me parece completamente correcto que la Iglesia no permita que sus sacerdotes abusen de ninguna forma – en particular, que no abusen sexualmente – de sus fieles.
El problema es que exigir que un candidato a sacerdote haya alcanzado “la madurez afectiva”, no tendría por qué excluir ningún tipo de preferencia sexual: simplemente se requiere madurez, entrega a la Iglesia y caridad pastoral. Si eso es así ¿a qué viene una Instrucción que prohíbe, explícitamente, la ordenación sacerdotal de “candidatos con tendencias homosexuales profundamente arraigadas”? ¿Por qué no decir, por ejemplo, que se prohíbe la ordenación sacerdotal de candidatos con cualquier tendencia sexual profundamente arraigada? O ¿por qué, simplemente, no se reitera que, sea cual sea la preferencia social del candidato, al aceptar los votos sacerdotales estará, también, aceptando no ejercer, en los hechos, esas preferencias?
Aquí, la Instrucción recurre al Catecismo, que “distingue entre los actos homosexuales y las tendencias homosexuales” y afirma que los primeros son “pecados graves” que La Tradición – así, con mayúscula – “ha considerado siempre intrínsecamente inmorales y contrarios a la ley natural. Por tanto, no pueden aprobarse en ningún caso.” ¿Y qué de “las tendencias homosexuales profundamente arraigadas” cuando no se traduzcan en actos? En este caso, dice la Instrucción, “son también éstas objetivamente desordenadas” y constituyen “una prueba” para quienes las padecen.
¿Qué hacer, entonces, con quienes enfrentan esta “prueba” y presentan estas “tendencias desordenadas”, es decir, con los homosexuales? Según la Instrucción, esas personas “deben ser acogidas con respeto y delicadeza; respecto a ellas se evitará cualquier estigma que indique una injusta discriminación. Ellas están llamadas a realizar la voluntad de Dios en sus vidas y a unir al sacrificio de la cruz del Señor las dificultades que puedan encontrar.” Pero, de inmediato, la Instrucción se da vuelta sobre sí misma y sentencia con una dureza incoherente que “la Iglesia, respetando profundamente a las personas en cuestión, no puede admitir al Seminario y a las Órdenes Sagradas a quienes practican la homosexualidad, presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas o sostienen la así llamada cultura gay”. ¿Y entonces?
¿No es éste, acaso, un estigma, una falta de respeto, una discriminación injusta? O ¿será que ésta sí se considera una discriminación justa? ¿Acaso no corre tanto riesgo una niña de ser abusada por un sacerdote heterosexual lujurioso que un niño con un libidinoso sacerdote homosexual? ¿Por qué la Iglesia excluye de manera explícita a uno, pero no al otro? Si de lo que se trataba era de proteger a los fieles – sobre todo a los pequeños y pequeñas fieles – o, incluso, si se trataba de prohibir cualquier ejercicio sexual de los curas, bastaba con lo que ya existe: se pide madurez moral y emocional o se prohíbe la vida sexual a los sacerdotes – a todos – y punto.
¿Por qué, entonces, esta Instrucción específica contra los homosexuales? Según el documento, la razón es simple: se trata “de una cuestión particular que las circunstancias actuales han hecho más urgente.” En otras palabras, es una cuestión de imagen: ante tanto escándalo y, sobre todo, ante el escándalo de tanto ocultamiento oficial, había que hacer o, más bien, había que decir algo... aunque al hacerlo se sacrificara injustamente a personas que podrían haber sido buenos sacerdotes, que tanta falta hacen. Como de costumbre, pagan justos por pecadores, aún en el seno de la Iglesia.
Para quien quiera consultar el documento oficial: