A Robert Heilbroner, un maestro
Leonardo Garnier

Leonardo Garnier
Sub/versiones – La Nación: jueves 19 de mayo del 2005
Hay personas especiales que conocemos en algún momento particular de nuestra vida y que, aunque luego la relación solo sea intermitente, esporádica y muchas veces distante – en parte por la propia lejanía geográfica, en parte por el montón de enredos en que la vida suele meternos – son personas que dejan en nosotros una huella que se torna imprescindible. Tal vez por eso suponemos que siempre estarán ahí, a la mano, para lo que se ofrezca. Y por eso es rara y dolorosa la sensación que nos embarga cuando, de pronto, descubrimos que una de esas personas simplemente ya no está más. Fue exactamente eso lo que sentí la semana pasada cuando un amigo y colega me comentó – pensando que yo ya lo sabía – sobre la muerte, el pasado mes de enero, de Robert Heilbroner.
Para los economistas y para los cientistas sociales no hace falta explicar quién fue Robert Heilbroner. Muchos leyeron y disfrutaron su “vida y doctrina de los grandes economistas”, su “formación de la sociedad económica”, su “naturaleza y lógica del capitalismo” o su “capitalismo del siglo XXI” – entre muchos otros libros que escribió. Heilbroner fue uno de los grandes economistas del siglo XX – uno de los diez más grandes, dijo alguna vez Samuelson – pero fue mucho más que eso. Fue un hombre culto, que entendió la economía como pocos – en todas sus vertientes – pero nunca creyó que eso fuera suficiente y supo enriquecer su trabajo y su vida con la política y la sociología, la sicología y la antropología, la filosofía y el arte. Fue un hombre justo y bueno que entendió y creyó siempre que un mundo mejor era posible si lográbamos aprovechar el potencial productivo de la moderna economía capitalista pero marcándole la cancha, fijándole límites y reglas, gobernándola democráticamente para evitar esos excesos que la caracterizan y esas terribles concentraciones de poder con las que amenaza tanto la libertad como la equidad. Admiraba por eso a las sociedades nórdicas, donde más se habían acercado, en su criterio, a ese balance entre el dinamismo que surge de la iniciativa individual y esa capacidad de vivir juntos que surge de la solidaridad y la justicia. Al final de su vida, un hombre que siempre había sido optimista, dejó de serlo. Al ver cómo el mundo se alejaba de ese balance, su visión del futuro y de ese capitalismo del siglo XXI, se tornó sobrecogedora. Aún así – y tal vez por eso mismo – mantuvo abierta la esperanza y, hasta donde su salud se lo permitió, siguió enseñando, porque Bob Heilbroner era, ante todo, un maestro.
Fue mi maestro. Tuve ese privilegio allá en la New School, en Nueva York, donde además de sus enseñanzas, me brindó su afecto y su consejo. Podría escribir mucho, pero no es el momento; prefiero resumir lo que me dejó en una única anécdota. No habían pasado quince días desde que le hubiera enviado por correo un mamotreto que era el primer capítulo de mi tesis doctoral, cuando recibí su respuesta. Abrí el sobre con emoción... ¿le habría gustado?, ¿lo habría odiado? ...y leí. Luego de unas páginas de halagos y comentarios sobre la calidad y rigurosidad del capítulo – que, ni lo duden, inflaron mi ego de ‘joven economista’ – venía, en un pequeño párrafo, la lección: “Leonardo: todo esto podría estar muy bien, pero antes de seguir usted tiene que hacerse una pregunta muy personal: ¿qué es lo que quiere?, ¿para qué investiga?, ¿para qué escribe? Creo – me decía – que este primer capítulo le augura un buen futuro profesional, y sin duda – si eso es lo que a usted le interesa – sus trabajos llegarán a ser apreciados y tal vez hasta admirados por esos pequeños grupos de economistas encerrados en sus modelos y sus academias. Pero – por lo que le conozco – déjeme preguntarle ¿de verdad es eso lo que usted busca, o usted prefiere escribir para que la gente le entienda?” ¿Hacía falta decir más? Robert Heilbroner era un maestro en eso. Sus libros son rigurosos y profundos, sí, pero son claros y relevantes: son libros que enriquecen, pero son libros que se disfrutan. Hoy, al enterarme tardíamente de su muerte, quiero volver a darle las gracias porque no solo me hizo entender mejor la economía y la sociedad sino, sobre todo, porque me ayudó a entenderme mejor a mí mismo. Era un maestro.